Annihilation

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Pocas palabras hay que infundan más miedo que el término «cáncer». No hace falta saber nada de ciencia, biología o medicina para comprender las implicaciones que tiene su mera pronunciación. Y tampoco entrar en detalles técnicos para desentrañar dónde reside gran parte del terror que asociamos con ella. No solo es la elevada tasa de mortalidad asociada a la mayoría de los tipos de cáncer, ni la dificultad de su tratamiento. Son sus características más básicas las que nos atemorizan, las que lo convierten en un proceso que despierta las sensaciones más pavorosas.

TEXTO POR CARLOS ROMÁ-MATEO
ILUSTRADO POR ENERI MATEOS
ARTÍCULOS
BIOLOGÍA | CINE
22 de Octubre de 2018

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El cáncer somos nosotros. Son nuestras células, las mismas que nos permiten vivir y hacer cosas maravillosas, las que pierden el control y se convierten en el enemigo. Cambio es la palabra. En algún momento, algo las transforma. ¿Siguen siendo nuestras células? ¿O se han convertido más bien en un enemigo silencioso? ¿Cómo atacar algo que en el fondo es parte de nosotros mismos? La progresión del cáncer se ha comparado a menudo con un organismo parásito que crece, se multiplica, invade el territorio y se expande, insaciable. Sin un destino concreto ni una intención clara. Simplemente, crece y destruye a su paso.

¿Qué puede haber tan terrorífico como que nuestro cuerpo pierda el control y se convierta en un enemigo interno? Pensad en vuestra mente. En lo que significa olvidar quiénes sois, qué queréis, cuál es vuestro propósito. En no reconoceros cuando os miráis en el espejo. En escuchar voces que no interpretáis como vuestros propios pensamientos. En perder el propósito de vuestra existencia, las ganas de vivir, la capacidad de reír o emocionaros. De nuevo, el enemigo está dentro y el terror nos sobrecoge. La enfermedad mental es otra de las plagas de nuestros días, una plaga silenciosa con múltiples disfraces que se oculta y ataca cuando menos se la espera, sin hacer distinción de clase, condición, género o costumbre. Cuando nuestra mente se convierte en el enemigo, la realidad parece desdibujarse y dudamos de todo y de todos. Al igual que en el cáncer, la falta de propósito duele. Debemos reaccionar, necesitamos cambiar nuestra realidad para superarla. Pero el cambio se antoja tan difícil que nos preguntamos: ¿es más fácil rendirse? ¿Acaso dejar de luchar no es la mejor forma de terminar con todo el dolor? ¿Es la muerte la única salida o podemos llegar a aceptar que ya no existe un antiguo «yo», sino uno nuevo?

Hablar de todo esto desde el punto de vista científico podría llevarnos páginas y páginas, de hecho, hemos escrito mucho sobre estos temas. Pero no debemos dejar de hacernos estas preguntas, las necesitamos para enfrentarnos a esos enemigos que tarde o temprano pueden acabar por destruirnos desde dentro cuando menos lo esperamos. Y a veces, la mejor manera de hacer esas preguntas es plasmarlas en una obra de arte, en una narrativa ajena, externa, protagonizada por seres de ficción y por situaciones tan fantásticas que nos sentimos en gran parte seguros y protegidos al mismo tiempo que nos permitimos reflexionar sobre lo que estamos observando como espectadores desde la seguridad de nuestros asientos. Y un género narrativo por excelencia para lograr ese distanciamiento casi terapéutico, capaz de abordar las cuestiones más incómodas sin dejar de lado la racionalidad inherente al pensamiento científico, es la ciencia ficción. Si añadimos a la ecuación el formato cinematográfico, podemos crear una experiencia no solo narrativa, sino emocional y sensorialmente catártica, capaz de remover conciencias, estimular intelectos y reconfortar espíritus.

Esto, a grandes rasgos, es Annihilation.

La última película del realizador Alex Garland es un portento visual, con una imaginería propia, original y de una belleza arrebatadora. Es una experiencia cinematográfica redonda, donde imagen, diálogo, sonido, música y narración forman un todo único y perfectamente cohesionado. Temáticamente compleja, funciona tanto como alegoría de todo lo mencionado al principio de este artículo, como historia de género; definirla como ciencia ficción, terror o intriga sería reduccionista e injusto. Garland quiere transmitir sensaciones, para lo cual nos cuenta una historia no especialmente original, pero muy rica en matices. La simbología de la obra es apabullante: Annihilation es un reflejo, una mutación, un proceso de cambio, un grito desgarrado ante la inevitabilidad o el azar. Una muestra del horror ante la falta de propósito, de lo incapacitados que estamos para afrontar el cambio, de lo inermes que nos hallamos ante cualquier cosa que trascienda nuestro conocimiento. Habla del miedo, de la culpa, de la toma de decisiones vitales, de luchar y de rendirse. Y lo hace partiendo de los recursos más habituales de la ciencia ficción clásica, para hacernos sufrir y retorcernos en el asiento dudando de lo que vemos, poniéndonos en la piel de personajes que no tienen nada que perder y que, sencillamente, avanzan para no enfrentarse a lo que dejan detrás. Hay una lectura en Annihilation para todos nosotros, pero además hay belleza, hay coreografía, hay tanta angustia vital como amor por la belleza. Intentar racionalizar y comprender lo que nos aterroriza le resta capacidad para asustarnos, pero al mismo tiempo nos enfrenta a nuevos horrores. La coincidencia con el cáncer no es fortuita: la película habla de identidad, de enfrentarse al «yo» que ya no nos resulta tan familiar. Utiliza para ello recursos no solo fantásticos, sino también fundamentados en la biología y la genética del cáncer. Garland, tan buen escritor como hábil tras la cámara, hace guiños al campo del conocimiento correspondiente que los versados en el tema reconocerán enseguida; si bien su inclusión a veces resulta un poco forzada y poco rigurosa para los más exigentes a nivel científico, es de agradecer que se haya documentado para dotar de credibilidad, de cierta verosimilitud, a todo lo que la película plantea de forma harto asombrosa. En parte estos guiños forman parte del juego: sabemos mucho acerca del cáncer, la genética, el poder de la mutación y el cambio evolutivo que genera, pero aun así nos encontramos desconcertados ante la enormidad de los interrogantes que esos procesos encierran o la incapacidad para revertirlos.

Créditos: Netflix

Y finalmente, en todo este puzle biológico que empezamos a conocer tan bien e incluso a controlar tímidamente con las herramientas moleculares de análisis y edición genética actuales: ¿qué sabemos de la mente? Ni la teoría celular ni los avances en inteligencia artificial han conseguido a fecha de hoy que podamos integrar los mecanismos biológicos y la regulación bioquímica del cerebro con nuestro concepto de la identidad. Seguimos siendo ampliamente vulnerables ante las enfermedades que afectan esta parte de nosotros mismos. Y por encima de todo, planea el fantasma de una noción que podría liberarnos pero al mismo tiempo nos aterra. ¿Existe realmente el yo? ¿O existen múltiples formas de entender nuestra personalidad? ¿Estamos definiendo correctamente la enfermedad, en cuanto a la diversidad neurológica se refiere? ¿Podemos seguir viviendo con normalidad tras un episodio traumático, a partir del cual hemos cambiado? No solo es que nuestra percepción del mundo mute: es que ya no somos los mismos. El miedo al cambio, que podría interpretarse como una crítica a la manipulación genética de los organismos (ha habido interpretaciones tecnofóbicas de la película, a este respecto) en mi opinión esconde una reflexión más profunda. Cuando una especie animal o vegetal ha cambiado tanto que es irreconocible al lado de aquella a partir de la cual se originó, hemos de aceptar que con el cambio se produce la muerte de la especie original. Si algo es un reflejo de la realidad, que nos muestra un lado diferente y tal vez aterrador, pero surge de esa misma realidad que todavía podemos reconocer ¿podemos llegar a aceptarlo, incluso a admirar su belleza, a amarlo? La mutación e incluso la monstruosidad que puede engendrar se muestran en Annihilation como algo a la vez bello, que puede inspirar tanto repulsión como admiración. Los reflejos distorsionados son una constante de la película, que cada espectador interpretará de alguna manera.

Créditos: Netflix

Puede que todas estas cuestiones no estén tan desarrolladas en la novela homónima de Jeff VanderMeer, fuente de inspiración de la película, como en lo que Garland ha trasladado a la gran pantalla. E incluso a lo largo del metraje del film, tampoco se formulan de una forma contundente. Se trata de una película de escaso diálogo, imágenes tan bellas como crípticas, recursos con cierto aire de cliché en cuanto a la trama general se refiere, para quien haya visto mucha ciencia ficción. Pero una obra audiovisual de apenas dos horas de duración capaz de suscitar tantos interrogantes, reflexiones y lecturas como las que sin ir más lejos se recogen en este artículo, solo puede etiquetarse con una palabra.

Se trata, simple y llanamente, de arte.

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