El niño de la sombra

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Os voy a contar una historia. Una historia que de tan vieja que es no os puedo decir cuánto tiene de leyenda, de verdad o simplemente de cuento. Es la historia del niño de la sombra.

TEXTO POR YAIZA CORTÉS
ILUSTRADO POR ANGYLALA
KIDS
CUENTO | LUZ
8 de Noviembre de 2018

Tiempo medio de lectura (minutos)

Su mundo era oscuro como una noche nublada. Sus habitantes se confundían con los edificios, los edificios con la naturaleza y la naturaleza con los habitantes... En ese caos de negrura, los ciudadanos se concentraban en pequeñas barriadas, lo justo para conocer cada rincón y cada sonido. Era un mundo en el que se veía con las manos y en el que saber escuchar no solo era cuestión de educación sino de supervivencia. Un mundo en el que los niños eran un mar de chichones porque, gracias al instinto de querer jugar, no hacían más que correr —¡qué locura! — sin saber a dónde. A los seis o siete años aprendían el ritmo apropiado para este mundo y, además, comprendían que resultaba más seguro hacerlo en terreno conocido. Pero nuestro protagonista, aunque aprendió la necesidad de andar y no de correr, nunca pudo comprender que los habitantes de su mundo se conformasen con vivir siempre en el mismo espacio.

Un día, nuestro niño de la sombra no pudo reprimir su curiosidad... ¿Y si nuestro mundo tiene un fin? ¿Dónde está? Con estas preguntas pululando por su cabeza se lanzó a la aventura y empezó a andar sin rumbo fijo. A las cuatro horas ya había superado los límites de su barriada. Se tropezó con gente a la que nunca había escuchado y tocó nuevos materiales que no había en su ciudad. Después de varios kilómetros de viaje ya no había barrios ni ciudades ni habitantes. Solo un extraño negro, sólido como una roca y callado. De vez en cuando algún misterioso sonido rompía aquel silencio aterrador. Aunque empezaba a pensar que más que una aventura lo que había hecho era meterse en un gran lío del que no podría salir, el niño de la sombra seguía caminando. Y andando estaba cuando a lo lejos distinguió algo que jamás se habría imaginado: un gran punto en el horizonte que no era negro. 

—¡Madre mía! —pensó— ¡¡¡Nuestro mundo tiene un agujero!!!! ¿Se podrá́ coser? ¿Y si voy y tiro... se hará más grande? ¿Me engullirá? 

Con más miedo que valor se fue acercando a aquel punto no-negro... Lo tocó y para su sorpresa se dio cuenta que más que un agujero era una especie de arma superpotente capaz de borrar la negrura de su mundo.

—¡Es fantástico! —exclamó— ¡Menudo descubrimiento! Si lo pudiera coger y ponérmelo en la cabeza podría correr sin temor a caerme. Pero por más que lo intentaba no podía cogerlo.
—No insistas, ¡no me iré contigo!
—¿Hablas?
—Algo parecido, sí. Pero no me iré de aquí. Tengo miedo.
—No lo tengas. ¡Yo seré tu amigo! ¿Cómo te llamas?
—No tengo nombre. Pero los animales de aquí me dicen «Aaaaa-luz».
—¿«Aaaaa-luz?»
—Sí, porque dicen que nací del estornudo de la oscuridad.
—Bueno, pues te llamaré... ¿Luz? ¿Te gusta?
—Pss.
—¿Y de qué tienes miedo?
—¡De moverme! ¿Y si la oscuridad me absorbe?
—¡Pero si es al revés! Tú haces que el negro ya no esté...
—¡Que no, que no me muevo! 

El niño de la sombra supo que no podría compartir con sus amigos aquel magnífico descubrimiento pero tampoco quería marcharse de allí por si desaparecía tan mágicamente como había aparecido. Así que, como no podía llevar la luz al resto de su mundo hizo que su mundo se acercase a la luz. Cogió una roca y la observó. Incluso el negro ante la luz era diferente. Tan absorto estaba que no se dio cuenta que cada vez acercaba más y más la roca al punto de luz y este se iba haciendo más y más pequeño.

—¡Qué haces! —le gritó la luz.
—¡Lo siento! —dijo el niño al tiempo que comprendía que la luz podía eliminar el aire oscuro pero no podía atravesar la materia oscura, mucho más poderosa, capaz de callar la luz si se acercaba demasiado. 

¿Sería todo su mundo así́? Se acordó́ de un nuevo material que conoció́ al pasar otra ciudad. Frío, resbaladizo y frágil. Lo llamaban «cristal». Buscó alrededor durante varios minutos hasta que al final, junto a la orilla de un río, como si se hubiera caído del bolsillo de alguien, encontró́ uno. Al acercarlo a la luz... ¡No era negro! ¡Y no solo eso, la luz podía travesarlo! Y a la luz le gustaba. Le hacía sentirse como una superheroína con poderes. Y según fuese el cristal, la luz jugaba de una u otra manera. Encontró un cristal que parecía el caparazón de una tortuga. En él, la luz se resbalaba y salía con más fuerza por el otro lado. «Así́, le dijo el niño, hasta me das calor». Otro día consiguió́ un cristal que tenía triángulos en cada lado(luego supimos que se llamaría prisma) y en él la luz tuvo tantas cosquillas que se despistó y permitió que saliera algo que el niño jamás había visto. Eran los colores.

—¿Por qué los ocultabas? —le increpó el niño—. ¡Son maravillosos!
—No es que los oculte. Están en mí pero solo aparecen si soy feliz.
—Entonces buscaré algo con lo que te diviertas y seas feliz. Los quiero volver a ver. Por dentro eres aún más bonita que por fuera...

Y el niño pensó́ en que a él lo que le hacía verdaderamente feliz era la música. Y buscó en la mochila de aventura que había llevado consigo y cogió el disco que almacenaba música. No se equivocaba, al iluminar aquel disco con la luz, esta descubrió la música y los colores aparecieron de nuevo. Y se hicieron tan amigos que al final, rompiendo la oscuridad aparecieron por sí solos algunos colores. «A ti.. a ti te llamaré verde y a ti.. rojo y a ti.. azul —dijo el niño de la sombra».

Descubrió, que había partes de su mundo que eran también de colores a los que la oscuridad había disfrazado de negro. Y comprendió que a las cosas verdes la luz verde les hace feliz y brillan más, y a las rojas el rojo y a las azules el azul. Pero que si las iluminaba con otro color que no fuera el suyo se entristecían y oscurecían.

Así́, pasó un día y otro y según el niño jugaba más y más con la luz y los colores estos se hacían más fuertes, grandes y brillantes.

«Ahora ya no tengo miedo de perderos, dijo. Esperadme aquí́, que iré́ a por amigos para que también jueguen con vosotros». No había andado ni media hora cuando en el suelo distinguió otro punto. Un punto verde. «¿Me echabas de menos? Le dijo al verde». Pero al acercarse se dio cuenta que ese era un verde diferente al otro y a la luz del que había salido. Ese punto parecía que podía atraparlo en su mano. No se distraía como los demás, no iluminaba ni arriba ni abajo ni a izquierda ni a derecha... solo estaba en aquel punto verde. Intenso y preciso. Eres diferente a las demás luces... y lo llamó láser. Parecía tímido, así que como también quería convertirse en su amigo, el niño de la sombra buscó un cristal con el que hacer cosquillas al láser. Encontró uno con la forma de una lágrima de bebé y para su sorpresa, al láser verde le gustaba tanto que dentro del cristal se dejaba ver aún más. De un punto se convertía en un hilo de luz. «Este cristal te hipnotiza de alguna forma, le dijo al láser verde, pues entras por un lado, y en vez de ir recto te tuerces al salir. ¿Serán todos así́?». Enseguida el niño de la sombra se puso a buscar otro cristal... esta vez halló uno que era como una boca sonriente. Parecía que le hipnotizaba algo menos hasta que descubrió que si el láser entraba por un punto concreto del cristal ¡quedaba atrapado en él!, así que lo quitó inmediatamente. ¡Qué susto! Décadas más tarde, usaron ese descubrimiento para construir una cosa llamada «fibra óptica». Pero esa es otra historia. 

El niño de la sombra retrocedió en su camino con su nuevo amigo para presentárselo a las demás luces. Y siguió jugando con ellas. Y cuanto más jugaba, más luces aparecían y más se iluminaba todo. Hasta que llegó un momento en que no había oscuridad. Por fin el niño podía correr y saltar sin temor a chocarse y caerse a cada paso. Todos eran felices, reían y jugaban sin parar y las luces se hacían más fuertes y brillantes, iluminando cada vez más y más partes del mundo.

A penas podía distinguirse ya dónde nacía esa luz que en un principio fue un temeroso puntito blanco sobre el negro de la oscuridad. Y así́ pasó el tiempo hasta que un día las luces pararon de jugar porque se habían dado cuenta que el niño había dejado de reír.

—¿Qué te pasa? —le preguntaron preocupadas.
—Tanto tiempo ansiando descubrir cosas nuevas de mi mundo y ahora que las veo todas echo de menos el misterio de la oscuridad...
—No te preocupes —le dijo Luz—. Que veas con los ojos no significa que puedas ver todo lo que existe. Queda mucho por descubrir. Y sobre la oscuridad... ¿no te das cuenta que tú llevarás siempre tu mundo oscuro contigo?
—¿Conmigo? ¿Cómo?
—Pues aunque parezca mentira, gracias a nosotras. A veces, lo aparentemente opuesto no son más que dos caras de una misma moneda. Mira, colócate delante de mí y mira atrás...

Fue así́, que en un mundo de luz, el niño volvió a ver la oscuridad. Y fue entonces cuando consiguió ser totalmente feliz: al descubrir su sombra. Por eso se le conoció como el niño de la sombra.

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