La carrera del dodo

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Hace ya muchos años, en una remota isla a la que llamamos Mauricio, existió una extraña ave a la que llamamos dodo.

TEXTO POR YERAY SANTANA
ILUSTRADO POR BELÉN MORENO
ARTÍCULOS
BIOLOGÍA | EXTINCIÓN
12 de Noviembre de 2018

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Miremos por donde miremos, el dodo (Raphus cucullatus) no era una criatura normal; podía pesar más de diez kilos de peso, llegar a alcanzar el metro de altura y tener un pico de hasta veinte centímetros de largo terminado en forma de garfio. Sin embargo, sus alas eran muy pequeñas en relación a su tamaño, por lo que era incapaz de volar.

A pesar de su enormidad y de sus fuertes y robustas patas amarillas, no causaba miedo a otros seres vivos, ni dominaba claramente los ambientes de los que formaba parte; ni siquiera era un animal avispado. De hecho, seguramente se trataba de uno de los más ilusos seres vivos que hayan pisado jamás el planeta en su historia. Al fin y al cabo, dodo significa «estúpido» en portugués, y justamente se lo pusieron los descubridores portugueses allá por el año 1580 al ver la torpeza del ave y la facilidad con la que podía ser cazada. Una de las razones, pero no la única, por las que hoy día no podemos ir a verlo, porque sencillamente no existe.

No se sabe con absoluta certeza el año en el que el último individuo de dodo dejó de existir, pero con la llegada del hombre a esta remota región, este organismo comenzó su viaje final, el que lo llevaría a ser solo un recuerdo. Y con ello un ejemplo de nuestra ignorancia.

Los marineros que llegaban hasta Mauricio cazaban una gran cantidad de individuos de dodo que conservaban en sal posteriormente en sus barcos. Sin embargo, el dodo, a diferencia de patos, pavos, ocas, pollos y demás aves que abundan en nuestras dietas, no era un organismo apetitoso en cacerolas y fuentes de horno. De hecho, se dijo de su carne que era «poco apetecible». Por ello, la razón de su extinción no fue la de suponer un manjar en la cocina. Suerte en este caso, que no tuvo la paloma pasajera, una especie de la familia de aves Columbidae —la misma a la que pertenecería el dodo— que pasó de ser la más abundante en América a extinguirse rápidamente por lo sabroso de su carne. O la enorme vaca marina de Steller, cuya exquisita carne fue también su gran perdición.

Tendríamos pues que buscar la razón de la extinción del dodo en otro lugar. Por ejemplo, en que contuviera alguna sustancia que, culturalmente, estuviera ligada a proporcionar vigorosidad sexual; pero lo cierto es que tampoco. La estupidez humana en este sentido ya ha mermado las poblaciones de diversas especies en la búsqueda de algo que solo se encuentra en uno mismo. El problema de la libido es mental, hormonal o sanguíneo, así que la potencia habría que buscarla en consumir buenos alimentos, en hacer ejercicio, en llevar una vida sin estrés y dejar de buscarlo en soluciones ajenas como partes y fluidos de animales que, lógicamente, nada tienen que ver. No pensemos que la naturaleza haya dotado a animales de sustancias que nos estimulen. A pesar de ello, la forma fálica del cuerno de rinoceronte, la creencia —especialmente en Asia— de la supuesta potencia de genitales de muchos animales como los del tigre siberiano y de diversos osos o la peligrosidad de comer pez globo por sus supuestos efectos afrodisíacos, hace que cada año se aniquilen una gran cantidad de estos animales. Por suerte para el dodo, su comportamiento más bien despistado y bufonesco hizo a los primeros exploradores de las islas no pensar en él como fuente de virilidad, así que seguiremos en la búsqueda de su exterminio.

El origen de que el dodo se haya extinguido podría encontrarse quizá en que fuera un animal con un aspecto impresionante o fiero y que quisiéramos ponerlo en una jaula para su exposición o en un circo para su exhibición. Pero parece que tampoco y, por fortuna y a pesar de su tamaño, no era lo suficientemente espectacular como para que lo quisieran encerrar. No le sucedió como ocurre hoy día a orcas, gorilas, o tigres que «traemos a la civilización» para ponerlos en cautividad y exhibirlos con sus instintos y comportamientos mermados, solo disfrutando de su enfermo aspecto causado por nuestra elección de sus destinos, comidas, y drogas y sin dejar que desarrollen su auténtico potencial en la naturaleza. 

No. Nada de eso le sucedió al dodo para que hasta el último ejemplar de su clase dejara este mundo. Fue más fácil que todo ello, simplemente desconocía el peligro que corría al estar cerca de nosotros.

Por un lado, la llegada del hombre acarreó la propagación de nuevas especies en la isla, como perros, gatos y ratas, además de, por supuesto, la llegada de nuevas enfermedades. Todo ello constituía amenazas para el ave tanto porque los nuevos animales saqueaban sus nidos en la búsqueda de alimento, como porque su hábitat se veía alterado enormemente. Además, los hombres nos encargamos concienzudamente de destruir los bosques isleños, principalmente los palmerales de los cuales la subsistencia del dodo dependía enormemente. Cómo no, la facilidad de cazarlo también ayudó a que su población mermase rápidamente. Así, en apenas una decenas de años, menos de un siglo, se produjo una completa extinción de esta enorme ave. Fuimos capaces, sin ningún tipo de orgulloso comportamiento, de estropear y aniquilar la existencia de un organismo que, a todos los efectos, ni suponía prejuicio alguno para nosotros, ni, ni era siquiera apto para su explotación comercial.

Su extinción fue tan rápida que ni tan siquiera se tiene una descripción consistente de sus características y casi todo lo que se conoce sobre su aspecto deriva de antiguos dibujos y vagas descripciones, además de diversos restos encontrados a lo largo de los años. Hay que sumar, eso sí, la descripción realizada por Cornelis Matelief de Jonge en 1606 junto a la de otros animales y plantas de la isla. De su alimentación solo se especula que podrían haber sido animales que se alimentaban de peces, ya que algunos marineros afirmaron verles capturándolos, pero también se cree que cocos y otros frutos eran gran parte de su alimento. De su reproducción no se conoce nada, y tampoco se sabe  si eran animales gregarios o si vivían de manera solitaria.

Pero por si extinguirse fuera poco, las desgracias del dodo al encontrarse con nosotros no quedaron ahí. Nuestro irrespetuoso comportamiento hacia este animal llegó aún más lejos. Años después de su extinción, se conservaba un ejemplar disecado en el Museo Ashmolean, en Oxford. Era con seguridad la última prueba de que el dodo había campado una vez por este mundo. Pues bien, ya no lo es. A mediados del siglo XVIII, el que fuera director del museo decidió quemarlo aludiendo a su mal estado de conservación en lugar de restaurarlo. El último ejemplar de un extinto animal, con su innegable potencial científico aunque fuera embalsamado, fue echado al fuego deteriorado por culpa de las polillas en lugar de ser restaurado. ¡Lo quemó! Por suerte, y aunque no sean tan completos como este malogrado ejemplar, existen otros restos; un huevo totalmente conservado se encuentra en Sudáfrica, mientras que un esqueleto reconstruido a partir de huesos de diferentes orígenes se puede disfrutar en Londres. Recientemente, en 2005, se obtuvieron una gran cantidad de huesos de dodo durante unas excavaciones en Mauricio, mientras que en 2007, unos aventureros explorando una cueva encontraron el esqueleto más completo y mejor conservado que se conoce hasta el momento.

Los humanos hemos demostrado un comportamiento irrespetuoso con este y otros seres a lo largo de nuestro corto paso por el planeta que compartimos. Sin embargo, en un mundo maravilloso, como el que Lewis Carroll imaginó para Alicia, el dodo organizaría una absurda carrera que consistiría en correr sin sentido y de cualquier forma, de principio a fin, con el objetivo de secarse del «mar de lágrimas» que habría provocado Alicia. En ese mundo, después de que todos hubieran corrido hasta secarse, el dodo daría por terminada la carrera. Como no habría forma de saber el ganador de tal alocada carrera, el dodo, no sin antes reflexionar durante largo rato, decidiría que todos habrían ganado y que, por tanto, todos deberían recibir un premio. Vaya mundo maravilloso. 

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