Navidad en la Luna

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El vaquero estaba sentado como un indio. En justicia habría que decir que no era un vaquero de verdad, sino un niño disfrazado de vaquero, porque un vaquero de verdad jamás se sentaría como un indio. Qué disparate. Un niño disfrazado de vaquero quizá sí. Sobre todo si lo que soñaba era ser un astronauta.

TEXTO POR ENEKO BERAZA
ILUSTRADO POR ANGYLALA
ARTÍCULOS
ESPACIO | LUNA | NASA | VIAJE A LA LUNA
24 de Diciembre de 2018

Tiempo medio de lectura (minutos)

Es complicado. Pero hablamos de un niño.

El vaquero estaba sentado sobre una alfombra chillona, pegado a una televisión que emitía en blanco y negro. Un gran árbol de Navidad decorado en exceso y con muchas cajas de colores a sus pies dejaba caer unas finas tiras de aluminio sobre la televisión. Mamá había advertido aquella tarde a papá que si la televisión se calentaba mucho todo podría arder. Pero papá había reído muy alto y se había ido a recoger a los abuelos a la estación de autobuses. Era la Nochebuena de 1968 y casi era medianoche.

Antes de cenar, cuando toda la familia ya estaba reunida en el salón, el niño había asistido absorto a un mensaje desde la Luna. Escuchó la voz nasal de Anders comenzando el Génesis, Lovell continuó leyendo y el comandante Borman acabó deseando a todo el mundo feliz Navidad desde un nuevo horizonte. Llamarlo épico sería poca cosa, pensó amartillando su pistola de plástico. Era la primera vez que el ser humano llegaba tan lejos y, aunque no llegaría a tocar su superficie, era un momento muy emotivo. El niño seguía corriendo de vez en cuando hacia los cristales de la galería para mirar arriba e intentar adivinar la figura del Apolo 8 entre las nubes sobre una luna en fase creciente.

Ahora, tumbado boca abajo y sin despegar la vista de la televisión, escuchaba a su espalda cómo los platos iban ya de camino a la cocina. Con pena, aceptó que no habría más conexiones con la Luna esa noche pero que muy pronto la Apolo 8 haría la inyección trans-terrestre y que mucho antes su madre le mandaría a la cama. En fin, si todo iba bien, Borman, Lovell y Anders pronto emprenderían el camino de vuelta a casa. Sobre todo estaba preocupado por Lovell: no era el comandante de la misión pero era su favorito.

Jim Lovell miraba la cambiante superficie lunar desde una de las ventanillas del módulo de mando. Tenían unos pocos minutos de descanso antes de comprobar de nuevo toda la lista para el encendido de vuelta a casa. La Luna. Joder. Quién se lo iba a decir al hijo de una viuda de Milwaukee. Pensaba que el siguiente paso era esencial pero llevaba pensando lo mismo desde el despegue. Cada paso había sido una apuesta de todo o nada —recordaba, mientras los cráteres pasaban bajo sus ojos, en el día en que les expusieron el plan de vuelo sobre la mesa.

—Los soviéticos, caballeros. Se nos pueden adelantar. Hemos pensado transformar vuestra misión de prueba de módulo de mando y módulo lunar en un lanzamiento a la Luna. Directo y sin módulo de descenso. Unas órbitas, unas fotografías y regresáis de una pieza. ¿Qué opináis?

Jim tenía reservas. Pocas, claro: no conocía a ningún compañero que no tuviese grandes dosis de locura o temeridad en la sangre. Pero también era el tipo precavido que había estado en órbita terrestre dos veces y, en ese momento, el astronauta con más horas en el espacio del mundo. Esta vez no era el comandante: Borman sí. Lovell recordaba la mirada de Borman sobre el cenicero lleno de colillas encima de la mesa y supo en ese instante que Borman se apuntaba: odiaba a esos «malditos rojos», como los llamaba. Pero Jim pensaba que dos misiones antes, en el ahora conocido como Apolo 1, tres hombres habían muerto en un test sin llegar a despegar y que la cápsula solo había sido probada con éxito en la misión anterior. Y en órbita terrestre.

No había mucho más con lo que tomar una decisión.

—Es un 50/50 —aseguró Chris Kraft, el director de operaciones de vuelo.

¿50/50?, pensaba Lovell. Había tres opciones: éxito rotundo (llegar a la Luna y volver sanos y salvos), éxito parcial (no llegar a la Luna o quizá llegar y morir orbitando la Luna sin posibilidad de rescate para siempre) o fallo catastrófico (tres cajas vacías en un funeral militar).

Las probabilidades no estaban a su favor esta vez, por mucho que Kraft les diera un 50/50.

Y cuando hubo que hablar en voz alta, Borman, Lovell y Anders dijeron sí. Casi al unísono.

Se apuntaban. Claro que se apuntaban.

—Será en Navidad, caballeros. Avisen a sus familias —se despidió Kraf, cerrando de un golpe su carpeta.

El vaquero se levantó y cogió un bombón de la mesa. La medianoche se acercaba y sabía que a bordo del Apollo 8 debían estar hablando sin parar con Houston. Tras diez órbitas a la Luna, debían impulsar la cápsula lo justo para dejar atrás la gravedad lunar y abrir una ruta de vuelta a la Tierra. La mayor parte del encendido de motor se realizaría en la cara oculta de la Luna y hasta que la Apolo 8 no apareciera tras el otro lado no habría ni siquiera radio con la cápsula. Pasó el bombón detrás del barroco adorno navideño de la mesa y lo vio aparecer por el otro lado. Aumentó su velocidad, lo puso en trayectoria a su boca y lo devoró, justo antes de que una mano se posara sobre su hombro y una voz femenina le susurrara al oído:

—A lavarse los dientes y a dormir, pequeño. ¿No querrás que Santa Claus te encuentre despierto, verdad?
—Por supuesto que no, mamá —respondió, sintiendo que irse a la cama ahora sería como cortar aún más las comunicaciones con aquellos tres hombres que en ese momento se preparaban para volver a casa con sus familias.

«Mierda, pensaba mientras subía las escaleras, el tiempo vuela cuando lo pasas bien».

«El tiempo pasa demasiado despacio», pensó Lovell sentándose en su asiento y deseando que llegase el momento del encendido. Borman y Anders hicieron lo propio, al menos la parte de sentarse como uno puede hacerlo en microgravedad. El protocolo que habían ensayado mil veces fluía en la radio y la cantinela de números y códigos no se detenía. Miró brevemente hacia la Luna: no sabía si dentro de unos minutos desearía regresar (señal de que volvía a casa) o maldeciría su suerte por tener que languidecer para siempre sobre esta desolación. En breve, todo estaría en manos de Newton y de los fabricantes del motor.

Esperaba que ninguno de ellos hubiese cometido un error de cálculo.

El niño ya estaba en la cama, en pijama. En el suelo, un disfraz de vaquero comenzaba a perder el calor del cuerpo de su dueño. Su madre le arropó y le dijo que Borman, Lovell y Anders estarían bien. El niño no estaba seguro, tantas cosas podían salir mal… Su madre le besó la frente y ya en el marco de la puerta, se giró y le dijo a la oscuridad:

«Es Navidad, cariño. Todo es posible. Mañana despertarás y esos tres valientes estarán de camino a casa. Y, algo más, ¿te imaginas que, entre todos los regalos de Navidad, descubras por la mañana un traje de astronauta? No recuerdo que lo pidieras en tu carta a Santa, pero bueno, quién sabe, dijo guiñándo un ojo a su hijo. Buenas noches. Que duermas bien».

La puerta se cerró y el niño se quedó rumiando las palabras de su madre, preguntándose por qué demonios no había pensado en eso. Arrugó la nariz y pensó que pedir una bicicleta había sido una solemne tontería. Ningún astronauta necesitaría una bici.

Su último pensamiento esa noche fue un «buena suerte, Apolo 8» antes de dormir.

Lovell probó de nuevo con la radio.

—Houston, Apolo 8. Cambio.

La voz del astrounauta Ken Mattingly, el enlace con Houston, crepitó en el interior del Apolo 8:

—Hola, Apolo 8. Alto y claro.

Lovell sonrió.

—Les informo que Santa Claus existe.

Escucharon las carcajadas en el centro de misión y Mattingly respondió:

—Afirmativo. Vosotros lo sabéis muy bien.

El Apolo 8 había hecho un encendido perfecto. Volvían a casa.

Lovell suspiró y miró por última vez por la ventana: deseó volver. Deseó tocar esa roca, dar el siguiente paso. Ahora que la había rozado con sus dedos, quería el pack completo. Abrazó a sus compañeros flotando en el aire de la cápsula, alegre, desconociendo que el destino le traería de nuevo a este magnífico lugar pero que le negaría, una vez más, poder tocarlo.

Su siguiente misión sería el Apolo 13.

No había movimiento en el salón y todo el mundo dormía. Las luces del árbol ya estaban apagadas y solo se movían las virutas de aluminio sobre la televisión debido al calor residual del aparato. La luz de la luna, débil aún, se colaba por unas ventanas empañadas que todavía tenían la marca de la nariz del vaquero en sus excursiones para comprobar si la Luna, si el 8, si Lovell seguían allí.

Seguían allí, trayectorias que se separaban después del primer encuentro y apretón de manos. Volverían a encontrarse, muy pronto.

Y la luna iluminaba una bicicleta roja muy brillante con el dibujo de un rayo en su piel de metal y con un gran lazo en su manillar. A sus pies una caja pequeña, humilde. Y en su interior, un sueño convertido en realidad: un traje de astronauta que aguardaba a ser descubierto por un niño que soñaba con el espacio.

Promesa cumplida. Era Navidad y todo era posible.

Per aspera ad astra, Apolo 8.

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