El ejército blanco

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«¡Eh, clase! ¿Qué me decís de reducirnos a tamaño microscópico para hacer una excursioncilla por el cuerpo humano?». Si te parece buena idea, una de dos: o eres un inconsciente o te gusta el peligro, como el de ser atacado por unos monstruos y verte metido en medio de una violenta batalla por tu vida. Yo ya te he avisado.

TEXTO POR SERGI GARCIA SALCEDO
ILUSTRADO POR ANGYLALA
ARTÍCULOS
4 de Febrero de 2019

Tiempo medio de lectura (minutos)

Juro que si tengo que volver a escuchar otro de los discursos del profe como el que nos ha dado sobre los movimientos intestinales vomito aquí mismo. Menos mal que hemos dejado atrás el hedor del colon.

En serio, las excursiones por el interior del cuerpo humano no molan nada: hace mucho calor, está todo oscuro y huele mal.

—Si miráis a vuestra derecha —continúa el profe en su papel de guía turístico súper motivado—, podréis ver…

Algo muy pesado cae sobre el techo del autobús e interrumpe la explicación. Todos mis compañeros empiezan a gritar —yo no, ¿vale?— y somos unos pocos los valientes que nos atrevemos a asomar la cabeza por la ventana.

La cosa no pinta nada bien. Estamos rodeados por un surtido de monstruos de diferentes tamaños, colores y formas. Les debemos parecer muy apetitosos pues no se despegan de nosotros.

Recordadme que no vuelva a encogerme a tamaño microscópico para ningún otro viaje escolar.

—Que no cunda el pánico —intenta tranquilizarnos el profe, pero uno de los monstruos consigue resquebrajar una de las ventanillas y, efectivamente, el pánico cunde. Y mucho.

Cuando vuelvo a levantar la cabeza y me asomo para ver el exterior, detecto a lo lejos una tropa multitudinaria que se dirige hacía aquí. Vienen corriendo.

Genial, más peña que quiere devorarnos.

Pero no.

En cuanto llegan, empiezan a atacar a los monstruos sin piedad y de una manera tan sangrienta que mi estómago comienza a revolverse. Uno de ellos llama a la puerta del autobús con los nudillos y el conductor le deja entrar.

—¡Buenas! —nos saluda despreocupadamente el soldado, como si fuera no hubiese una batalla mortífera—. Permanezcan tranquilos en sus asientos, tenemos la situación controlada.
—¿Quiénes sois vosotros? —me atrevo a preguntarle.
—Somos los granulocitos, los glóbulos blancos encargados de la respuesta inmunitaria inmediata. Los primeros en actuar. Los más rápidos. Los más audaces…
—¿Los más granosos? —me río.
—Cuidadito, chaval, que os estamos salvando la vida —me amenaza.
—Perdón.
—Dentro de este ejército, la inmensa mayoría somos neutrófilos. Disponemos de armas muy efectivas contra los microorganismos y podemos devorarlos —lo dice como si estuviera orgulloso de eso; a mí me parece de lo más asqueroso—. ¡Pero no somos los únicos! ¿Veis esos tipos de azul? —nos señala con el dedo—. Esos son los basófilos. A veces vienen a echar a un cable, como cuando nos enfrentamos a parásitos. Básicamente, liberan sustancias que nos ayudan a eliminarlos. Y bueno, también tenemos a los eosinófilos, los que van de rosa. Les gustan las emociones fuertes y vienen cuando hay un gran bicho como, por ejemplo, los gusanos.
—¿De cháchara, neutrófilo? ¿Qué haces que no estás luchando con los demás?

Una mujer con un peinado de científica loca ha entrado por la puerta abierta del autobús. Está de pie a sus espaldas, con una pose segura y una sonrisita de oreja a oreja.

—¿De cháchara? ¡Qué va! —la risa le delata, pero parece que la señora no le va a regañar—. Vienes en el momento más oportuno. Niños, os presento a la célula dendrítica.
—Encantada —nos saluda ella—, pero me tengo que marchar ya. He de ir al ganglio linfático, a reclutar a los linfocitos.

Ya puede estar todo lo encantada que quiera, pero a mí me da muy mal rollo lo que sostiene bajo su brazo. ¿Sería de mala educación preguntarle?

—¿Por qué llevas una cabeza de monstruo destrozada? —pregunto. No me gusta quedarme con las ganas de saber—. ¿Te lo llevas de trofeo?
—¡Ah! ¿Esto? ¡No! Es solo para llevárselo a los linfocitos y que lo vean. Así pueden saber a lo que se enfrentan cuando vengan aquí y prepararse mejor.
—Unos tiquismiquis, esos linfocitos —se burla el neutrófilo—. ¡Que sean valientes y vengan a defender el organismo antes, como nosotros!
—¡Pero si tú estás aquí de parloteo en vez de estar luchando! Cada uno tiene su función —se dirige a nosotros, más calmadamente— y yo me voy a hacer la mía, que no quiero que se me adelanten los macrófagos. Ellos son glóbulos blancos que residen en el tejido y lo defienden en primera línea, junto a los granulocitos. Y, como nosotras, las células dendríticas también van a ver a linfocitos para enseñarles el panorama al que tendrán que hacer frente.
—Qué trabajadores —comento.
—Aunque, conociéndolos, seguro que siguen engullendo microorganismos. Son los glotones de la familia.

Todos reímos y nos despedimos de la amable célula dendrítica con una despedazada cabeza de monstruo bajo el brazo. La excursión se pone interesante.

Mientras contemplamos bajo el refugio del autobús la brutal batalla entre células humanas y microbios, el neutrófilo sin ganas de trabajar nos va explicando más sobre los linfocitos, a la espera de que lleguen.

Cuando aparecen, distingo cuatro grupos y ya sé diferenciar sus correspondientes roles.

—¡Vamos, panda de enclenques! ¡Los he visto más rápidos!

Esos, los que no paran de dar órdenes a los demás y sin dar un palo al agua en la lucha, son los linfocitos T colaboradores. Son como entrenadores de futbol: organizan a voz en grito la estrategia de combate, como si les fuera la vida en ello.

Siguiendo sus indicaciones, los linfocitos T citotóxicos empiezan a sacar sus pistolas y a disparar a sus objetivos. En general, van a por las células que están siendo infectadas por los monstruos. Un poco brutos, pero efectivos.

Otras bestias son las células NK —del inglés natural killers—, que van más a sus anchas, sin escuchar órdenes de nadie. Ellas solas saben detectar células con comportamientos extraños, como las que son infectadas por microorganismos, como en este caso, o las tumorales.

Y algo más lentos, los linfocitos B proceden con tranquilidad, examinando los monstruos y pidiendo ayuda a los linfocitos T colaboradores. Cuando estos les dan el visto bueno para proceder, se ponen manos a la obra para fabricar armas específicas.

Una vez listos, los linfocitos B se multiplican y lanzan al aire estas armas: los anticuerpos. Son una especie de lanzas en forma de i griega que, como si de imanes se tratasen, se unen firmemente a los monstruos. Atraída por el anticuerpo, aparece una serie de moléculas que le crean un agujero al monstruo y muere. Todo un espectáculo, vaya.

Cuando el último microorganismo cae, en el interior del autobús lo celebramos con gritos, silbidos y aplausos. Yo ya me estoy levantando de mi asiento para pedir autógrafos y hacerme algún que otro selfi cuando veo que los glóbulos blancos se van por donde han venido. Sin más.

¿No hay fiesta?

—Y esto, niños, es un día normal en el sistema inmunitario —comentó el neutrófilo—. No hace falta que me deis las gracias por esta clase, pero se aceptan propinas y batidos de glucosa.

No dudamos en darle las gracias, pero seguidamente le invitamos muy amablemente a que se vaya. Ya hemos tenido suficiente y queremos salir del interior del cuerpo humano para poder volver a nuestro tamaño macroscópico.

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