Margaret Dayhoff: coleccionista de proteínas

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Hay quienes recopilan sellos. Los hay que reúnen monedas de antiguas civilizaciones. Y luego está Margaret Dayhoff, que coleccionaba proteínas. O torres hechas con bloques de LEGO, si lo prefieres.

TEXTO POR SERGI GARCIA SALCEDO
ILUSTRADO POR PABLO MARTÍNEZ FERNÁNDEZ
ARTÍCULOS
MUJERES DE CIENCIA | PROTEÍNAS
28 de Febrero de 2019

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—Mamá, ¿qué son las proteínas?

¡Vaya! Ya me había visto en un apuro explicando el azul del cielo, la caída de las hojas en otoño y por qué la luna no se cae; todo ello para saciar la incansable curiosidad de mi hija pequeña. ¿Cómo le explicaba yo qué era una biomolécula?

Aproveché lo que tenía a mano en su habitación y tiré de la caja llena de piezas de LEGO.

—Mira, María, imagínate tu cuerpo como una ciudad. Las proteínas vendrían a ser sus edificios —empecé a explicar mientras me ponía a construir varias torres—. Estos edificios dan forma a la ciudad, ¿ves? Algunos de ellos son fábricas, que obtienen energía a partir de materias primas. Otros son oficinas de correos, que permiten llevar mensajes a largas distancias como, por ejemplo, desde tu cabeza hasta tus pies.
—¿Y en mi ciudad hay hospitales como en el que trabajas? —me preguntó, con los ojos iluminados del deseo por saber.
—¡Por supuesto! Y también comisarías de policía —añadí—. Juntos, velan por la salud y la seguridad de los ciudadanos.

Entre las dos, empezamos a montar varias torres. Mientras yo estaba entretenida construyendo un bonito barrio residencial, María estaba empeñada en construir una fábrica de helados enorme. Tan enorme que se le acabó derrumbando. Por suerte para mí, no le dio ningún berrinche; se limitó a quedarse mirando las piezas caídas, sin entender por qué habían decidido saltar al suelo.

—¿Cuánto de altas pueden ser las proteínas?
—Hay de muchos tamaños. Hay algunas que tienen miles y miles de bloques. —A mi cabeza vino la titina, una proteína tan larga que se tardarían tres horas en pronunciar su nombre químico entero.
—¡Hala! Yo no tengo tantos bloques.
—Pero en tu cuerpo sí. —Le empecé a hacer cosquillas para sacarle algunas carcajadas—. En la mayoría de los seres vivos hay hasta veinte piezas distintas y se pueden construir muchísimas torres con ellas.
—¿Las plantas también tienen proteínas? —preguntó cuando pudo parar de reír.
—¡Claro! Pero son diferentes a las nuestras. A lo largo de la evolución surgen cambios de piezas. Algunos acaban derrumbando la torre y son incompatibles con la vida, como tu fábrica de helados, que en paz descanse. Pero otros, sin embargo, continúan manteniéndola y permanecen —señalé las bonitas y firmes construcciones que había montado yo—. Estas modificaciones son las que han hecho que tu ciudad no sea la misma que la ciudad del geranio que tenemos en el balcón.

María se había quedado boquiabierta ante la explicación. Esperaba que no la hubiese machacado con tantos datos de golpe. Sin embargo, no tardó en esbozar una sonrisa y reunir todos los bloques tirados por el suelo.

—Voy a hacer la ciudad de proteínas del geranio. Y la de una mariposa. Y la de Manchitas.

No pude contener la risa al mencionar a su perro de peluche.

—¿Sabes? Me acabas de recordar a una mujer que se dedicó a recopilar proteínas de distintas ciudades.
—¿Viajaba mucho?
—¿Qué? ¡No! —reí—. Era científica. Se llamaba Margaret Oakley Dayhoff. Nació en el mismo año que la bisabuela Petunia, en 1925, y vivió hasta el 1983, muchos años antes de que tú nacieras.
—¿Y sabía qué eran las proteínas?
—¡Y tanto que lo sabía! En el año 1965 tan solo se conocían las secuencias de bloques de unas pocas proteínas. Ella trabajó duro reuniendo los datos que habían obtenido otros científicos sobre estas proteínas para poder recopilarlos en un libro. Tuvo que valorar los métodos que habían utilizado, contactar con ellos, pasar la secuencia al ordenador… Todo un reto, porque, como ya sabes, hay torres con miles de piezas y no te puedes equivocar en ninguna. Para hacerlo más fácil, le dio a cada pieza una letra del abecedario.
—Pero, mamá, ¿para qué quería hacer ese libro?
—Porque conocer la secuencia de aminoácidos…, digo, de bloques ayuda a conocer la estructura y la función de cada proteína. Además, si comparas la misma proteína de un humano con la de otras especies, se pueden estudiar los cambios que ha habido e imaginar cuándo se produjeron en la evolución.
—¡Hala! ¡Cuántas cosas! Pues sí que fue importante esta científica.
—Sí. De hecho, hoy día se la considera la madre de la bioinformática porque ella fue quien introdujo el uso de ordenadores para investigar en biología. En su época, algunos infravaloraban su trabajo. Decían que la investigación requería experimentos, como los que mezclan líquidos de colores y hacen explotar cosas.
—Ahora me ha entrado hambre…
—Calla, cielo. ¿No ves que mamá está explicando? —ya me había puesto las pilas con mi discurso y no había quien me parase—. Resulta que Dayhoff, junto a su equipo, sacó más ediciones de su libro. Con muchísima más información y nuevas secuencias. También diseñó programas informáticos y creó la primera base de datos de proteínas; algo así como una enciclopedia en la que podías consultar datos sobre proteínas desde tu ordenador. Y, aunque hubo científicos que premiaron su labor a la ciencia, también los hubo que se mostraron reacios a hacer públicos sus resultados, que tanto trabajo les había costado. 
—Muy interesante, mamá, pero ya es la hora de comer y…
—¡Pero que les zurzan a esos tipos! Al final, Dayhoff llegó a presidenta de la Biophysical Society, una sociedad científica muy importante, y, desde allí, se encargó de desarrollar programas específicos para alentar y asesorar a las mujeres en las carreras científicas. Porque ella era consciente de los problemas que tenemos en el mundo de la ciencia. Y, en su memoria, desde el 1984, un año después de su muerte, esta sociedad otorga anualmente el premio Margaret Oakley Dayhoff Award a una mujer con gran potencial en los inicios de su carrera en investigación científica con el fin de alentarla y reconocer sus méritos.
—¿Ese no es el premio que ganaste tú?

Tenía que cambiar de tema porque si me tocaba explicar toda mi carrera científica nos podían dar las doce de la noche perfectamente. Se me va mucho la lengua cuando le hablo de ciencia a mi hija.

—¿Tú no tenías hambre?
—¡Sí!
—Pues venga, que necesitas más proteínas para que tu ciudad crezca. 

Referencias

—Strasser. 2010. Collecting, comparing, and computing sequences: the making of Margaret O. Dayhoff’s Atlas of Protein Sequence and Structure, 1954-1965. Journal of the History of Biology 43(4): 623-660.

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