Fueran auténticos sucesos o susurros de las musas, cerca del siglo iv anterior a nuestra era, un muchacho lampiño consiguió abrogar las leyes misóginas que impedían a las mujeres estudiar y practicar la medicina.
Mas no anticipemos acontecimientos y retomemos la historia desde sus inicios.
En la misma polis donde se disputó la competición entre la diosa de la sabiduría y el dios de los mares por su patronato, una dama de la alta sociedad alumbró una infanta que más tarde respondería al nombre de Agnodice.
Transcurridas varias primaveras, la muchacha era mayor y plenamente consciente del mundo donde vivía. Tras la muerte de Hipócrates de Cos, los líderes atenienses descubrieron que las médicas llevaban a cabo abortos y resolvieron condenarlas con la pena capital a todas aquellas que ejercieran la medicina. Agnodice era conocedora de la cuantía de mujeres que sufrían y perecían. Rehuían la humillación por el trato que proferían los médicos varones hacia el cuerpo femenino, carente de respeto alguno.
Agnodice, existiere o no, perpetúa como una figura simbólica de lucha por la justicia y la igualdad de géneros.
De nada servirían las ofrendas a los dioses, demasiado ególatras como para preocuparse de las insignificantes vidas del mundo de los mortales. Ella misma iba a cambiar las normas: se formaría como médica, pero para ello no podía ser una mujer.
Con el apoyo de su padre, se despojó de su melena, se atavió con ropajes de hombre y partió hacia Alejandría a estudiar medicina. Fue instruida bajo la tutela de Herófilo de Calcedonia, el gran anatomista de la época. Su pasión y su mente prodigiosa le valieron para obtener los mejores resultados y lograr especializarse en el cuidado de la salud femenina. Retornó a su ciudad natal y ejerció su profesión manteniendo su apariencia masculina.
Un día, de regreso a casa, advirtió que una mujer había roto aguas en medio de la calle. Se aproximó con la intención de atenderla pero la parturienta rechazó su gesto, pues no quería ser tratada por un hombre. Ante la negativa, Agnodice le desveló su verdadera identidad. Recelosa al principio, permitió que la auxiliara y que cumpliera con su cometido. El parto se resolvió con éxito y la mujer, en agradecimiento, recomendó a sus allegadas que cediesen a ser atendidas por aquel —en apariencia— médico imberbe, con la promesa de no revelar su secreto.
Con el apoyo de su padre, se despojó de su melena, se atavió con ropajes de hombre y partió hacia Alejandría a estudiar medicina. Fue instruida bajo la tutela de Herófilo de Calcedonia, el gran anatomista de la época. Su pasión y su mente prodigiosa le valieron para obtener los mejores resultados y lograr especializarse en el cuidado de la salud femenina.
En poco tiempo, su popularidad se acrecentó en toda la Hélade. Entre las jóvenes corrían los murmullos de una doncella médica enmascarada con un disfraz de hombre, y fueron muchas las que buscaron sus cuidados. Ejercía con eficacia y profesionalidad, y eso avivó las envidias de los médicos varones. Despotricaban de ella —él para ellos, pues desconocían su verdadero género— y la acusaron de acercarse en exceso a sus pacientes, seducirlas y aprovecharse sexualmente de algunas de ellas. Inclusive, reprocharon a las mujeres atendidas por Agnodice de fingir sus males.
Si ella no podía acercarse a sus cuerpos enfermos, tampoco lo harían ellos a sus cuerpos sanos. Que, si la condenaban a muerte, todas morirían con ella.
Puras calumnias, mas consiguieron llevar a nuestra protagonista ante la justicia. El juicio se disputó en el Areópago —al oeste de la acrópolis de Atenas—, también conocido como Colina de Ares, donde tuvo lugar el Juicio Divino al dios de la guerra por haber asesinado a Halirrotio, hijo de Poseidón. Agnodice no había dado muerte a nadie, ni había cometido ningún otro crimen moral por el que debiese ser juzgada. Consciente de ello y segura de sí misma, reveló quién era realmente levantándose la túnica ante el tribunal, un gesto conocido como anasyrma, frecuente en los mitos de la época. Ya no podían inculparla de violar doncellas, pero sí de un delito de mayor envergadura: haber ejercido la medicina, un acto prohibido para las mujeres y castigado con el Hades.
Fue entonces cuando hicieron acto de presencia sus pacientes, congregándose en el Areópago y defendiéndola, evocando la camaradería de auténticas amazonas. Loaron el trabajo de Agnodice y reprendieron a sus maridos por pretender ejecutarla. Les manifestaron que, si ella no podía acercarse a sus cuerpos enfermos, tampoco lo harían ellos a sus cuerpos sanos. Que, si la condenaban a muerte, todas morirían con ella.
Bajo tales amenazas, el tribunal mantuvo un breve debate. Concluyeron el juicio eximiendo a Agnodice de todos los cargos impuestos en su contra. Un año más tarde, se revocó la ley ateniense que les impedía ejercer la medicina, si bien únicamente podían ocuparse de las mujeres y si los partos revestían complicaciones debían acudir a un médico.
Era un avance, pero todavía restaban escalones por ascender. Los expertos dudan si este relato —recogido en Fábulas, del escritor y mitógrafo Cayo Julio Higinio— aconteció, es ficticio o cobija una parte de realidad. Asimismo, Agnodice, existiere o no, perpetúa como una figura simbólica de lucha por la justicia y la igualdad de géneros.
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