Explorar es una necesidad

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«Wildness is a necessity». John Muir (1838-1914). Naturalista escocés y estadounidense, conocido como el padre de los parques naturales.

TEXTO POR YERAY SANTANA
ILUSTRADO POR LUCÍA EJARQUE
ARTÍCULOS
15 de Abril de 2019

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Hubo un tiempo, relativamente hace no mucho, en que el mundo estaba por explorar. La mayor parte del planeta era terreno que no estaba a nuestro alcance. Sin embargo, con el tiempo, lo que denominamos civilización ha ido mermando la extensión de estas zonas y las ha ido ocupando para diferentes fines. Algunas las hemos convertido en zonas de turismo o, más recientemente, en lugares de peregrinaje para el denominado postureo. Otras zonas han sucumbido a la necesidad de terreno para cultivo o ganadería. Mientras que otras han sido atravesadas por alguna de nuestras infraestructuras o incluso han terminado como vertederos a los que van a parar nuestras basuras y desechos. Así, hoy en día, las regiones antropizadas del planeta representan casi todo el área de la superficie terrestre. De hecho, en un artículo reciente publicado en la revista Nature se anunciaba que alrededor del setenta y siete por ciento de la superficie terrestre, y de hasta un ochenta y siete por ciento de la superficie oceánica, ha sido alterada por nuestra presencia. Por suerte, el resto sigue sin alterar; zonas de acceso difícil o incluso imposible, en las que la vida se desarrolla bajo leyes no impuestas de manera obligatoria por nuestras necesidades. En ellas, la naturaleza sigue siendo la única norma y el ser humano un explorador.

Nuestra especie siempre ha tenido una necesidad casi implacable de explorar. Desde los primeros seres humanos, ya fueran australopitecos, neandertales o sapiens, y hasta nuestros días, nos hemos caracterizado por intentar descubrir el mundo que nos rodea. La primera gran migración nos llevó de África a Asia y Europa, hacia los valles más fértiles. Por un lado, porque tuvimos la exigencia de desplazarnos para buscar comida o para huir de depredadores más cabezotas que nosotros. Por otro, cuando descubrimos el arte de cultivar la tierra, salimos en busca de los lugares más idóneos para asentarnos. A ello le siguió la ganadería y tuvimos la necesidad de viajar en la búsqueda de los mejores pastos. Sin embargo, una vez estas necesidades quedaron cubiertas, no cesamos en nuestro empeño de explorar y comenzamos a viajar para ampliar nuestro conocimiento del entorno. Después de explorar toda la tierra emergida que pudimos, nos pusimos en marcha y navegamos hasta los confines del mundo, desde América a las remotas islas del Pacífico. Pero aún descontentos con ello, pisamos, con miles de penurias mediante, ambos polos, el Ártico y el Antártico. Sin tiempo para descansar, subimos a las cimas del techo del mundo en el Himalaya y nos sumergimos en nuestros lagos, mares y océanos. Hemos incluso bajado a las profundidades extremas de las fosas submarinas. Tan fuerte es el deseo de explorar del ser humano que nuestro enorme planeta se quedó pequeño y miramos al cielo, a las estrellas, planetas y satélites. Y nos fuimos a la Luna y mandamos sofisticados y caros aparatos de metal a Marte y a otros lejanos planetas compañeros de viaje alrededor del Sol.

Está claro que existe una ligadura esencial entre el ser humano y explorar la naturaleza. La modernidad ha conseguido aplacar este enlace en muchas personas, pero también hay muchas otras que siguen experimentando este empuje. Un enlace fuerte, una tenaza, un cordón invisible que nos amarra y nos llama alto y claro por nuestro nombre. 

Ese peligroso sentido de exploración ha estado presente en los principales viajeros de la historia. Uno de los mayores ejemplos está en el veneciano Marco Polo, que en el año 1271 abandona Italia con su padre y su tío para embarcarse en la exploración de los mágicos territorios asiáticos, grandes desconocidos para la civilización occidental aquellos días. Veinticuatro años de viaje, de historias, costumbres y paisajes que se resumen en el Libro de las maravillas del mundo. Cultos, cultivos, caminos, comida, fauna, nada escapa de la exploración de este ávido joven que lee el mundo que descubre de una manera extraordinaria para que otros —los que se han quedado en casa sin arriesgar— lo conozcan a través de él. Primero, en el largo trayecto (tres años) que emprende hasta llegar a Pekín recorre y recuenta los territorios que va dejando a su paso. Atraviesa Armenia y Mesopotamia, relata su paso por Persia y las llanuras de Irán o por los enormes desiertos de Asia Central. Al llegar a Pekín, Marco Polo viaja por el interior del enorme territorio chino durante los diecisiete años en los que estuvo tras las órdenes del nieto de Genghis Khan (el gran conquistador mongol), Kublai Khan, que gobierna China. Años en los que descubrirá sorprendido la cultura y las obras de ingeniería realizadas en esta región del mundo. Tras estos años, Marco Polo regresa a Europa y alcanza Venecia en 1295. Aparentemente, es capturado en un combate naval con la ciudad de Génova (por aquel entonces Venecia y Génova se disputaban la hegemonía mercantil en el Mediterráneo) y encarcelado por los genoveses en 1298. Así, conoce al escritor Rustichello de Pisa, a quién cuenta su asombroso viaje a Extremo Oriente dando lugar al citado libro. Libro que, se cree, sirvió de estímulo a las expediciones que posteriormente realizaron los portugueses, con Vasco de Gama al frente, y los españoles, con Cristóbal Colón, en búsqueda de nuevas rutas con las indias. Expediciones con resultados, como sabemos, inesperados.

Pero no solo a ellos inspiró el libro de Marco Polo y Rustichello, sino que es citado por grandes exploradores posteriores a lo largo de los años. Uno de ellos, el alemán Alexander von Humboldt, puede contarse entre esos hombres que sufría una ligadura primitiva con la exploración. Naciendo en Berlín, puede que uno no se imagine que su nombre va a estar ligado a la exploración, la oceanografía, el vulcanismo... pero así es. A pesar de haber estudiado economía, sus intereses estaban mucho más cerca de la naturaleza. De hecho, solo un año en la Universidad de Gottinghen le bastó para decidirse a educarse en geología en Sajonia. Aunque no se graduó, estaba convencido de que su vida la quería dedicar a la exploración, y así, obtuvo permiso de los españoles para que visitase y explorase las colonias americanas. Allí, comenzó a viajar por el Orinoco hasta el Casiquiare, por la isla de Cuba, exploró los Andes y, entre otras cosas, ascendió casi a la cima del Chimborazo (se quedó en unos nada desdeñables 5880 metros de altura, cuando la cima estaba unos 500 metros por encima) experimentando «mal de altura» (de hecho, fueron los primeros en hipotetizar que se debía a la falta de oxígeno). Pero no solo de alturas y ríos llenó su diario, sino que tuvo tiempo también para describir la corriente oceánica de Perú, quedando su nombre ligado a la oceanografía. Tras muchos años, regresó a Europa (a París en este caso) llevando consigo una colección enorme de muestras. Su contribución científica —gracias en parte a los grandes científicos franceses de esa época con los que colaboró— comprende la geografía, la distribución de flora y fauna, la vulcanología, la geología y hasta la situación social y política de México. Además, podríamos considerarlo como un ecologista pionero ya que fue el primero en advertir de los peligros de nuestro uso indiscriminado de la tierra y la naturaleza. Su obra Cosmos, al final de su vida, constituye un culmen de sus vivencias. Una recopilación de sus conocimientos a lo largo de casi cincuenta años de dedicación a explorar. 

Otro de esos hombres con un enlace de cadena doble a la exploración fue Vladimir Arséniev, un topógrafo y explorador ruso, célebre por su honesta y simple escritura. Sus libros evidencian el extenso conocimiento que tenía Vladimir del entorno y su pasión por el mismo. De ellos, su libro Dersú Uzala es quizá el más conocido, en parte gracias a la adaptación al cine que realizó Akira Kurosawa y con la que ganó el Oscar de 1975 a mejor película no inglesa. En él, Arséniev realiza un testimonio de su trabajo como explorador durante las expediciones que realizó en el territorio del Ussuri, en la Rusia más oriental, entre los años 1903 y 1907. En una zona completamente salvaje, Arséniev conoce a Dersú, un cazador siberiano que habita en la dura taiga. Dersú acepta hacer de guía de la expedición a propuesta del capitán (como llamaba Dersú a Arséniev), dando comienzo a un verdadero aprendizaje de la naturaleza para Arséniev —y los que leemos su libro— a través de un naturalista extremo como Dersú. Él, como los de su pueblo Hezhen, cree en que todas las cosas existentes tienen su propio espíritu, desde los hombres a los insectos y desde el sol a cada piedra. Por ello, sienten un respeto total hacia todo y solo cogen aquello que necesitan para sobrevivir, sin alterar ni perjudicar el resto. Además de guiarlos y salvarlos en innumerables ocasiones, Dersú nos descubre la bondad y la simpleza salvaje de la naturaleza, en contraposición a nosotros y al propio Arséniev, quien representa en sí mismo el progreso que acabará con el medio de Dersú.

Con un menor conocimiento que Dersú y Vladimir, pero con el mismo sentido de libertad corriendo por sus venas, Christopher Mccandless se empeñó en realizar un reencuentro consigo mismo y la naturaleza. Este joven de Estados Unidos, hastiado de una vida normal —como la que marca la sociedad—, decide abandonar su rutina y escaparse a por un sueño. Justo después de graduarse y tras entregar veinticuatro mil dólares que había recibido por una herencia a la caridad, Chris emprende un viaje en solitario por su país. Con el seudónimo de Alexander Supertramp y  sin decirle a nadie su plan, comienza su particular periplo. Alterna periodos en los que trabaja en zonas agrícolas rodeado de otras personas, con otros en los que vagabundea solo y sin ningún tipo de bien a su alcance. Así estuvo sobreviviendo mientras fantaseaba con llegar a la fría Alaska y vivir allí, apartado de la sociedad, en un intento de llevar una vida simple. Tras dos años de una exploración que le llevaría por Arizona, California y Dakota del Sur, consigue llegar a la región de Fairbanks en Alaska. Allí comenzaría, según lo planeado, su vida de ermitaño. A pesar de las recomendaciones que le dieron las personas con las que coincidió por el camino, Chris o Alex no adquirió los conocimientos ni las herramientas necesarias para sobrevivir en este hostil emplazamiento. Así, unos meses después, su malogrado cuerpo sería encontrado en un autobús abandonado que había utilizado hasta el momento de su muerte como refugio. Una historia trágica, en especial teniendo en cuenta que su falta de conocimientos fue su particular enemigo, pero que le ha servido para estar en la cultura colectiva como un ejemplo de reencuentro con la naturaleza. Un ejemplo de ese enlace fuerte que muchos experimentan. 

Por supuesto, el enlace con explorar y descubrir el mundo no se reduce únicamente a hombres, sino que muchas mujeres han emprendido viajes de descubrimiento a lo largo de la historia. Más complicados, eso sí, por la realidad de la sociedad hacia ellas, han tenido que buscar en ocasiones los medios que les proporcionasen la oportunidad de conseguir sus metas. Un gran ejemplo de ello es la francesa Jeanne Baret, quien se convirtió en la primera mujer en dar la vuelta al mundo tras partir de Rochefort en 1767 en L’Etoile (La Estrella). Por esa época, a las mujeres les estaba vetado participar en expediciones, así que realizar esta hazaña era impensable. Para conseguirlo, la exploradora tuvo que hacerse pasar por un hombre de nombre Jean. Así, y camuflada como el ayudante y cuidador del botánico Commerson (que, además, era su amante), Jean consiguió llegar hasta Oceanía con estrictas normas autoimpuestas como llevar siempre un arma o nunca desvestirse en público. Allí, ella y Commerson son obligados a desembarcar tras descubrirse su verdadera identidad. Unos años después, y tras la muerte de Commerson, Jean conoce a un oficial francés gracias al cual consigue retornar a Francia y, por fin, ser reconocida por el rey (Luis XVI) como la primera mujer en circunnavegar el mundo.

Muchos más han tenido que lidiar con esa fuerte unión con la exploración. Cada uno de nosotros, por ejemplo, descubrimos el mundo que nos rodea desde nuestra pequeña parcela, investigando, viajando para explorarlo, comprendiéndolo. Y es que está claro que la ligadura con la exploración es tan fuerte y primitiva como la vida misma.

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