Anatomía de un vampiro

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Los habitantes de este pequeño pueblo comparten un miedo. Se escuchan historias aterradoras y nadie sale a la calle cuando el sol desaparece, pero para el médico del pueblo esto no son más que cuentos. Hasta que se encuentra cara a cara con un paciente muy especial y debe interpretar sus síntomas.

TEXTO POR PABLO PINEÑO
ILUSTRADO POR DRUS JIMÉNEZ
ARTÍCULOS
ENFERMEDADES RARAS | LEYENDA | NEUROCIENCIAS
3 de Junio de 2019

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Mis días como médico en este lugar han terminado.

Pero, antes de nada, bienvenido al pueblo. Es un lugar modesto pero hermoso, como comprobará nada más dé un paseo por sus calles empedradas y angostas. Y sus gentes, aunque puedan parecer algo hurañas al principio, le aseguro que son bondadosas y generosas con los forasteros como usted y como yo. Imagino que se quedará en la posada hasta encontrar alojamiento, por eso le he entregado esta carta a su dueña, con instrucciones de que se la dé solo a usted cuando venga a sustituirme.

Probablemente, lo primero que oirá de boca de los habitantes de este lugar es que no se le ocurra salir a la calle de noche y que, si lo hace, no se aleje de las zonas iluminadas. Cuando pregunte el porqué de esa advertencia, no obtendrá más respuesta que una vaga excusa. Puede que alguno haga referencia a manadas de lobos —aunque ya prácticamente no quedan en esta parte del país—, o a que han visto merodeando a personas sospechosas. Pero, justo después de terminar de hablar, no importa si es hombre, mujer o niño, su interlocutor se santiguará y apretará el paso. Quizá también toque madera o murmulle una oración mientras acaricia una cadena de plata.

Puede ser que, debido al aislamiento y a la enfermedad, este hombre haya enloquecido. También puede deberse al hambre o a algún tipo de demencia. Pero ese comportamiento bestial también es un síntoma de un acceso de rabia. Esta enfermedad vírica está casi erradicada, pero si una persona no ha tenido acceso a vacunación, puede contraerla si es mordida por un animal infectado.

No soy una persona supersticiosa, así que, llevado por la curiosidad, traté de que me contaran la verdadera razón de esa advertencia. Tras varias semanas de insistencia, uno de los pocos jóvenes del pueblo accedió a hablar. Me llevó a las afueras de la villa y me hizo fijarme en una casa aislada en lo alto de una pequeña colina. Puede verla si se acerca a la salida norte del pueblo. Tras un silencio, el joven miró a ambos lados y bajó la voz, como si tuviese miedo de que alguien le escuchara. Me dijo que, unos meses atrás, encontraron a un muchacho del pueblo muerto, con marcas de dientes por todo el cuerpo y el rostro congelado en una mirada de terror. Y que se creía que en aquella casa vivía un vampiro que, algunas noches, bajaba al pueblo a sorber la sangre de los incautos.  

Reconozco que, tras esa conversación, tardé unos días en decidirme a salir a la calle. Por si acaso, me armé con una navaja, aunque me sentía un poco estúpido dando crédito a lo que a todas luces eran fantasías de personas supersticiosas. Nada más salir del portal de mi casa me sobrecogió el silencio que me recibió. No soplaba ni el más mínimo rastro de brisa. No se escuchaba el ruido de ningún animal, a pesar de que alrededor del pueblo hay numerosas granjas. Anduve por las calles del pueblo bajo la luz de la luna sin rumbo fijo hasta que me encontré al pie del sendero que conducía a la casa donde vive el supuesto vampiro. Sin pensarlo, empecé a subir por él. A medida que ascendía, este empezaba a desaparecer entre la maleza. Parecía como si nadie lo hubiese usado en mucho tiempo.

Cuando llegué a la solitaria construcción, me detuve en seco. El sonido de unas bisagras chirriantes me avisó de que la puerta se estaba abriendo. Lo que salió por ella se abalanzó tan furiosamente sobre mí que solo acerté a discernir que poseía forma humana. Un intenso hedor a podredumbre y a sangre me asaltó la nariz. Me encontré cara a cara con el vampiro del que hablaban los rumores. Era un hombre de edad indefinible, esquelético, y de una palidez extrema. Tenía los ojos hundidos y desencajados de ira. Cuando acercó a mí su boca nauseabunda, con la intención de morderme, pude observar que sus dientes eran puntiagudos como clavos. Cuando alargó sus manos hacia mí pude ver fugazmente sus brazos. Estaban cubiertos por heridas y cicatrices, parecidas a las que produce demasiada exposición a la luz solar.

Forcejeamos durante lo que me parecieron horas. En algún momento conseguí alcanzar la navaja que providencialmente había metido en el bolsillo antes de salir. Se la clavé en alguna parte de su brazo y el ser emitió un alarido espantoso.  En cuanto noté que me liberaba de su peso, me lancé a correr sendero abajo sin mirar atrás, rezando para que no me persiguiera. Conseguí escapar sano y salvo.

Sé que lo que he visto hoy que me perseguirá hasta el final de mis días, pero mi mente se niega a aceptar que me he encontrado con un ser sobrenatural. Quizá, después de todo, simplemente se trate de alguien enfermo. Las heridas que ese hombre presentaba se parecen a las que se producen en la porfiria eritropoyética. Por si no está familiarizado con esta enfermedad, en esta la síntesis del grupo químico hemo, que forma parte de la hemoglobina de la sangre, se encuentra afectada. Como consecuencia, se acumulan unos compuestos llamados porfirinas. Algunas de ellas, al ser expuestas a la luz solar, reaccionan y generan un daño severo en la piel. Esto también explicaría la palidez de su piel y sus hábitos nocturnos. Además, las porfirinas se pueden acumular en los dientes y los deforma. Es posible que los colmillos puntiagudos se deban a esto. 

Pero esto no explicaría la fiereza con la que se me abalanzó. Puede ser que, debido al aislamiento y a la enfermedad, este hombre haya enloquecido. También puede deberse al hambre o a algún tipo de demencia. Pero ese comportamiento bestial también es un síntoma de un acceso de rabia. Esta enfermedad vírica está casi erradicada, pero si una persona no ha tenido acceso a vacunación, puede contraerla si es mordida por un animal infectado. Quizá se deba a esto que encontraran marcas de mordiscos en el cadáver de aquel chico que hallaron muerto. Además, otro síntoma de esta enfermedad es el sangrado de encías en algunas circunstancias, como ingerir agua. Esto explicaría el penetrante olor a sangre de su aliento.

Las heridas que ese hombre presentaba se parecen a las que se producen en la porfiria eritropoyética. Por si no está familiarizado con esta enfermedad, en esta la síntesis del grupo químico hemo, que forma parte de la hemoglobina de la sangre, se encuentra afectada. Como consecuencia, se acumulan unos compuestos llamados porfirinas.

Pero no se me escapa que son dos patologías que no son frecuentes en nuestros días, y que es extremadamente improbable que tenga las dos a la vez. Quizá la violencia con la que me atacó sea la proverbial sed de sangre del vampiro. Quizá esas manchas no tengan una causa metabólica, sino que sean la aversión de estos seres por la luz solar. Quizá esos colmillos sean simplemente un arma para acabar con sus victimas y beber toda su sangre.

El alba está despuntando. Voy a terminar mi carta aquí. Soy consciente de que pensará que desvarío, pero yo sé lo que he visto y por eso he creído conveniente avisarle, ya que me va a sustituir cuando me marche de este pueblo. Es libre de tratar de desentrañar este misterio, si es lo que desea. Al fin y al cabo, si realmente se trata de una persona enferma, nuestra obligación como médicos es proporcionarle toda la ayuda. Pero también puede ser algo diferente. Algo terrible y que escapa a nuestro conocimiento.

Le deseo mucha suerte. Yo no me voy a quedar para averiguarlo.

Referencias

—Cox AM. (1995). Porphyria and vampirism: another myth in the making. Postgrad Med J. 71:643–4
—Gomez-Alonso J. (1998) Rabies: a possible explanation for the vampire legend. Neurology.  51:856–9.

 

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