El motín del Apolo 7

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La puerta estaba cerrada. En el espacio eso siempre es buena señal, pensó Wally Schirra.

TEXTO POR ENEKO BERAZA
ILUSTRADO POR DANIEL BELLO
ARTÍCULOS
APOLO | VIAJES ESPACIALES
20 de Junio de 2019

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Se miró la mano, donde estaba la cicatriz. Recordaba el dolor cuando abrió la escotilla de su Sigma 7 en medio del océano. Él era el único de los Mercury Seven que la tenía y por eso insistía en que ellos la habían abierto mal, claro: Wally era así.  

Como comandante del Apolo 7, Schirra era el jefe en esa pequeña cáscara de nuez que flotaba sobre la Tierra. Sus compañeros Eisele y Cunningham, novatos en su primera misión, dormían ahora. O lo intentaban, al menos, porque los señoritos de la NASA exigían que uno de ellos estuviera siempre despierto para las comunicaciones, y así no había quien durmiera bien, la verdad, escuchando farfullar a un compañero continuamente en aquella radio llena de estática.

En su guardia, Wally dejaba flotar el boli y sus pensamientos. Se moría por un pitillo, eso estaba claro: su mujer siempre decía que su humor empeoraba cuando dejaba de fumar, así que lo había dejado ocho meses antes del lanzamiento. Notó ese gusanillo en el estómago y una leve palpitación. Un pitillo con esas vistas sería brutal. Recordaba cuando su Sigma 7 cayó al agua y esperaba a los chicos del rescate: el resto de los Mercury Seven habían dejado una botellita de whisky y un paquete de tabaco con unas cerillas en un hueco sobre el panel. Sentado sobre la escotilla y con el viento marino en la cara, ya casi podía oír el helicóptero de rescate: recordaba aquel cigarrillo como uno de los mejores que había fumado jamás.

Miró de nuevo hacia la puerta y recordó el fuego. Apolo 1. Los pobres Grissom, Chaffee y White se quedaron allí dentro, encerrados tras una escotilla que se abría hacia adentro. Wally lo había repetido, ¡oh, sí!, en todas aquellas reuniones con North American Aviation, e incluso ellos habían estado de acuerdo. Pero la NASA no quería una escotilla abierta hacia afuera ni siquiera por pernos explosivos después de lo de Gus y su Liberty Bell. Y aquellos hombres quedaron fundidos contra el chasis de su cápsula.

Salvas al aire. Banderas a media asta. Una puta mierda.

Y allí estaba él, devorando macedonia de frutas asquerosamente dulce en órbita terrestre (se prometió dar un puñetazo a los encargados de la comida cuando volviese a tierra), uno de los elegidos para volver a entrar en esa nave a jugarse la vida, mirando por la ventana a un planeta azul que estaba muy lejos del objetivo final de esa cápsula: la Luna. Estación de paso. Pero alguien tenía que probar esta bañera antes de lanzarla tan lejos. Entrar al interior de la Apolo 7 antes del despegue había sido todo un acto de fe, de eso no había ninguna duda.

Pensó en el futuro mientras el bolígrafo giraba frente una ventanilla que mostraba las nubes sobre el Pacífico. Pensó en que pronto, si todo iba bien, una cápsula como esta sería lanzada a nuestro satélite con tres hombres a bordo y que ellos, a su vez, tendrían que probar otras partes de la misión como el módulo lunar. Wally y sus compañeros ya habían comprobado que la Apolo era capaz de unirse a otras partes en el espacio y habría que hacer lo propio con el módulo lunar, tanto en Tierra como en la Luna… si el calendario previsto servía de algo y los rusos no les ganaban por la mano.

Ellos eran los primeros americanos en orbitar la Tierra en dos años. El palo del Apolo 1 había sido muy gordo. Pero la bañera funcionaba a pesar de que la agenda estaba repleta de pruebas porque querían exprimir cada minuto de misión. De repente estornudó por enésima vez ese día y un montón de gotas salieron disparadas para dispersarse lentamente entre la botonera de los mandos. Maldito resfriado. Primero había caído él y después Eisele. Hasta Cunningham decía estar un poco atontado. Ningún astronauta tenía una mente tan rápida para la broma ni una carcajada tan auténtica como la suya, pero no estaba en su mejor momento, todo hay que decirlo. Aquel resfriado le ponía un humor de perros y por eso había ocurrido el incidente de la televisión. Iba a ocurrir, claro, porque sentía la cabeza como rellena de algodón y los oídos le latían.

Joder. Schirra se frotaba el mentón con barba de varios días y se sorbía los mocos sin pudor mientras la luz azul de la Tierra iluminaba su cara. Sonarse la nariz allí, en esa presión, hacía que mil agujas se clavasen en sus tímpanos. Se preguntaba si había sido buena idea montar esa escena y qué pensaría su madre de él. Y Walter Marty Schirra Jr. se lo intentaba contar, en bajito, hablando solo como hacen los locos: «es muy sencillo, madre: todo empezó el 12 de octubre, 1968, ¿vale? Y los tocahuevos del control de misión tienen planeado un directo por TV. Gordo Cooper ya hizo un directo en la última misión Mercury pero esta mierda era otra cosa, ¿sabes? Pruebas para cuando lleguemos a la Luna. Al contribuyente le encanta eso: ver su dinero en acción y ver a un simpático astronauta con una sonrisa Disney flotando en el espacio. ¿Y qué pasó? Pues que tenemos que realizar otro encuentro con nuestra fase S-IV. Es la última etapa de nuestro cohete Saturn, madre, y hacemos pruebas de encuentro espacial con ella a falta del módulo lunar. Para ver si esta lata sabe maniobrar o si su culo metálico pesa demasiado. Pero hay que atender a los putos medios, claro. Noventa minutos para la televisión, chicos. Sesenta minutos. Solo treinta minutos, caballeros, poneos guapos. Joder, tenemos un encuentro espacial enseguida y ¿tengo que salir en la televisión? Nah. Así que dije que no. Que no lo íbamos a hacer. Estamos probando una máquina que cuesta millones de dólares y no pienso hacer el tonto en directo para toda la nación. No me siento con fuerzas, mi sonrisa sería una mueca. Incluso estuve a punto de decirles niet pero me habrían tomado por un espía ruski. Nadie se niega a estas cosas, de hecho aquí nadie se niega a nada. Nunca. Pero los mocos me estaban matando, ¿vale, madre? No hay nada para curar un resfriado y tenerlo en órbita es mucho peor, te lo garantizo. Notas una presión enorme bajo las mejillas, en los ojos y goteas como un grifo por el que no cae agua. Así que les dije que si tenían huevos podían subir a obligarme a sonreír a la cámara. Y claro, no subió nadie. Así que yo gané».

Se habían cabreado, claro. Mucho. El legendario Wally Schirra, amigo de todos y la mejor compañía para tomar una cerveza se había convertido en un capullo espacial. Y desde entonces todo se había ido yendo a la mierda poco a poco. Schirra y Eisele estaban perpetuamente cabreados, con narices rojas como pimientos, aporreando teclas y llamando genios a aquellos idiotas que habían diseñado esta o aquella parte de la Apolo 7. Los de abajo no estaban contentos. Pero cuando finalmente se estableció la aplazada conexión de televisión, al día siguiente, Wally Schirra y sus compañeros eran todo sonrisas. Encantadores de serpientes. «Y eso sí que les jodió», pensaba Wally. Schirra bromeó por radio después de la tercera o cuarta transmisión diciendo que les iban a dar un Emmy a la mejor serie (ya nadie le reía las gracias en Control, claro) y un tiempo más tarde sonrió como solo Wally Schirra podía sonreír al ser comunicado que la misión Apolo 7 iba a recibir ese premio. Toma esa, NASA. Incluso pudo llamar «tortuga» al viejo Deke Slayton desde el espacio en aquella broma que intercambiaban los pilotos de pruebas desde la Segunda Guerra Mundial y que era común entre el cuerpo de astronautas. Toma esa, Deke.

El bolígrafo seguía flotando frente a él, girando una y otra vez en el zumbido sordo de la cápsula. Había decidido no volver a volar, nunca más. Había puesto su dimisión sobre la mesa de Deke Slayton y era irrevocable. Además, estaba cabreado, muy cabreado. Nunca se había sentido así: le estallaba la cabeza por el congestión y le perseguía la idea de que nadie allí abajo había tenido fe en esa misión, que nadie había creído que iban a aguantar más de dos días en órbita y por eso las primeras jornadas estuvieron llenas de pruebas, de intentos, de pulsa aquí y recuerda aquello, de no te olvides de esto y de cuídate esa nariz. Como si fuera así de fácil. Pero Wally pensaba orgulloso que pronto iban a cumplir el décimo día, el día del regreso a casa. Ahí queda eso, NASA. Así que lo tenía decidido: iban a volver a casa sin casco. A los tipos de abajo no les iba a gustar y posiblemente a Eisele y Cunningham tampoco porque no era para nada seguro, por supuesto, pero él era el comandante. Centro de misión no entendía que un astronauta desobedeciera una orden directa, pero Wally creía firmemente que volver a la Tierra con la cabeza congestionada envuelta en un casco probablemente le haría explotar los oídos en la reentrada. Ya, ya, los médicos insistían que eso era una bobada pero Wally Schirra no iba a hacerlo. Y punto. Ya no aguantaba más.

Había visto la Tierra bajo sus pies demasiadas veces. Wally se sentía un poco culpable de su ascendente, no solo en cargo sino en veteranía, sobre esos hombres. No se reconocía cuando la luz de la Tierra reflejaba su cara en el cristal… pero esos mocos no le permitían pensar con claridad. Estaba incómodo, dolorido, congestionado, extenuado, mortalmente aburrido y totalmente harto de que la radio vociferase órdenes sin descanso. Volverían sin casco. Estaba decidido. Y dormiría 24 horas seguidas. Pronto volvería a ser el Wally de siempre, se prometió. Pero todavía no.

Miró hacia la Luna. Tan cerca y tan lejos. Y miró hacia la puerta por última vez antes de despertar a sus compañeros: esta escotilla es gracias a vuestro sacrificio, Grissom, White y Chaffee. Per aspera ad astra, Apolo 1.

Iba a contarles a Eisele y Cunningham lo de no ponerse el casco en la reentrada. Se iban a ganar una buena bronca con los de abajo pero Wally Schirra, comandante del Apolo 7, era así: un Mercury Seven irreverente, el rey de la broma fácil y tozudo como una mula.

Tenía 45 años: ya era tarde para cambiar.

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La misión Apolo 7 fue la última del programa Apolo en recibir la mayor distinción de la NASA: la Medalla al Servicio Distinguido. Cuarenta años después del fin de la misión, en octubre de 2008, Walter Cunningham fue el único representante de la tripulación en la entrega de dicho honor: Eisele había fallecido en 1987 y Schirra en 2007.

A pesar de que la NASA declaró inicialmente que el Apolo 7 había completado sus objetivos «al 101%», ninguno de los tres astronautas volvió al espacio jamás.

 

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