Hace unos meses tuve la satisfacción de asistir a una charla impartida por Paco Roca, uno de mis autores de cómic favoritos. En ella, el artista no solo presentó su última obra El tesoro del cisne negro sino que aprovechó para hacer un repaso a su trayectoria como autor, dando pinceladas acerca del proceso creativo en cada uno de sus etapas como artista. La charla fue absolutamente maravillosa, tanto por lo contado como por la forma en que se contó: Roca es un narrador de historias a todos los niveles. Su discurso es ameno, sencillo, lleno de contenido pero de lenguaje claro y llano, plagado de anécdotas divertidas y revestido de humildad y sinceridad.
Como devorador insaciable de tebeos, fan del autor y en general obseso de la narrativa en todos sus formatos, podría tirarme párrafos y párrafos hablando de todo lo que disfruté aquella charla. Pero voy a llevármelo al terreno científico, que para eso estamos en Principia. Una de las ideas más interesantes que surgieron en aquel maravilloso diálogo en el que otro de los interlocutores era Álvaro Pons (erudito del cómic pero también científico de formación y profesión, ojo) fue el de la evolución de las ideas. Al ser preguntado acerca de cómo elegía las ideas que pensaba podían dar lugar a una novela gráfica, o cómo distinguir entre algo con auténtico potencial de algo anecdótico, Roca describió un proceso de generación y almacenamiento de lo que podríamos llamar semillas de ideas. Estas semillas se guardarían en una especie de cajón, y con el paso del tiempo, podría volverse a ellas, alimentándolas con nuevas ideas o empujándolas en diferentes direcciones para observar atentamente sus posibles desarrollos. Eventualmente, solo algunas se desarrollarían lo suficiente como para vertebrar una auténtica historia. No recuerdo en qué momento, el mismo Roca o Álvaro Pons llegaron a comparar este proceso con la selección natural. Aquellas ideas con capacidad no solo para crecer, sino para engendrar un linaje de tramas y subtramas, personajes y localizaciones, acabarían acaparando todos los recursos creativos de la mente del autor hasta configurar una novela gráfica. Para que este éxito se produzca, dependen del ambiente de la misma forma en que los individuos con una cierta dotación genética proliferarán frente a otros: dependiendo de la etapa de vida del autor, su estado de ánimo o del lugar en que viva en el momento oportuno, una misma idea podrá evolucionar o desaparecer para siempre. Lo mismo sucede con la evolución biológica, donde la ventaja que los genes confieren a ciertos individuos en un preciso instante en el tiempo y viviendo en un punto geográfico específico, en condiciones distintas podría más bien resultar su condena.
La analogía entre el proceso evolutivo biológico mediante selección natural, y la generación de mundos y tramas de ficción a partir de esta suerte de selección creativa, me parece una idea maravillosa. Una idea que representa muy bien la evolución de las disciplinas artísticas, donde a partir de material e influencias previas siempre se consigue avanzar en direcciones inesperadas. Los artistas también viven a hombros de gigantes. Y en concreto el cómic es una disciplina que nunca ha dejado de evolucionar, de aglutinar los recursos y metodologías nacidos en diferentes épocas y formatos para que los autores sigan sorprendiéndonos con inesperadas formas de narrar.
Y esto precisamente es lo que hace Paco Roca en El dibuixat (El dibujado), una exposición en el Instituto Valenciano de Arte Moderno que trasciende todo lo visto hasta el día de hoy en materia de exposiciones centradas en la narrativa gráfica. Nada más entrar a la sala 6 del museo, el visitante se ve golpeado por una noción ancestral: las propias paredes del edificio se convierten en lienzos, en una especie de reinterpretación precisamente de la primera forma que el cómic adquirió en la historia humana. Efectivamente, esta forma de expresión nació cuando los primeros homínidos decoraron las paredes de sus cuevas con pinturas que representaban no solo escenas estáticas, sino que constituían una narrativa en sí mismas. Pero no es esta la única revolución de El dibuixat; Roca utiliza su estilo sencillo, de línea limpia y con una utilización muy efectiva del color (o su ausencia) como refuerzo en la expresividad de sus viñetas… o de sus no-viñetas. Porque también ahí trasciende el formato más clásico del cómic. La viñeta adquiere un protagonismo excepcional tanto cuando aparece como medio de conducción de la narración (con una estructura en crucigrama para presentar al mismo tiempo diferentes líneas narrativas), como cuando desaparece, para permitir a los personajes respirar y acaparar todo el protagonismo. Seguir la historia contada en las paredes de forma cíclica, hasta volver al inicio de la exposición, es una experiencia alucinante.
Pero no lo es menos atravesar la viñeta tridimensional que rodea las escaleras hacia la segunda planta, donde el museo nos ofrece la oportunidad de entrar a la cabeza del dibujante y desgranar todos los detalles del proceso creativo que ha llevado a la generación de tan increíble espacio. Es aquí donde por fin podremos ser testigos de este proceso de selección creativa, donde Roca con sus propias palabras (y dibujos) demuestra cómo a raíz de una propuesta abierta varias ideas luchan por progresar hasta que solo una consigue engrosarse, aumentar y ramificarse para estallar en una explosión de vida creativa capaz de impregnar las paredes de toda una sala de museo. Y siempre cumpliendo con la máxima subyacente a este proceso: la comunicación. La forma y el fondo se cohesionan para que salgamos del museo con la sensación de haber asistido a un discurso sobre el propio proceso creativo, las fronteras del arte y de la artesanía, el significado de crear y del uso de las historias como un intento de trascender a nuestra finita vida terrenal.
Este es el tema central de la exposición: el proceso de la creación, su intención, su potencial para cambiar el mundo, sus limitaciones. Y como comunicador científico, es precisamente esto último lo que más me interesa. Las limitaciones que pueda encontrarse cualquier narrador en el formato que elije para contar su historia, a menudo son salvables con imaginación, osadía o capacidad para sintetizar los hallazgos de quienes le precedieron. Pero cuando se trata de comunicar los hallazgos científicos, o de contar los avances en materia de ciencia y tecnología, las limitaciones creativas son prácticamente insalvables. Se trata del eterno debate entre el rigor y lo llamativo, la objetividad del frío dato numérico y la subjetividad y apasionamiento de quien lo interpreta. ¿Cómo transmitir la belleza de un proceso biológico explicando sus fundamentos bioquímicos, cuando el uso de metáforas o recursos estilísticos puede pervertir la propia naturaleza de dicho proceso? ¿Cómo no incurrir en imprecisiones cuando se pretende asombrar al lector, llamar su atención, romper sus esquemas y preconcepciones? Esta es la ardua tare a la que nos enfrentamos cuando tratamos de explicar la biología molecular a través del lenguaje del cómic, para lo cual necesitamos inventar, fantasear, imaginar un mundo invisible para poder contarlo a quienes no disponen de la misma formación que nosotros. ¿Estamos alterando la información en el proceso?
Lo curioso es que este mismo dilema puede trasladarse a la elaboración de artículos científicos, donde debemos comunicar al resto de científicos nuestros hallazgos: ¿es lícito redactar un artículo intentando contar una historia, en lugar de mostrar una serie de datos sin ningún hilo conductor ni extraer conclusiones precipitadas? Es práctica habitual, aunque revestida de sutileza, “adornar” la narrativa científica para que nuestros resultados atraigan la atención de colegas, entidades financiadoras, comités. Pero los límites están claros: siempre seremos esclavos del rigor, de la estadística, de la objetividad. Esos son los márgenes de las viñetas en las que nos movemos, y de los que los divulgadores y comunicadores científicos temerariamente intentamos zafarnos, si bien con la esperanza de no alejarnos demasiado, no perdernos en el horizonte de la fantasía y la interpretación, regresando siempre a la seguridad de nuestras fronteras pero al mismo tiempo, a la privación de libertad creativa que suponen.
Todo esto es capaz de inspirar una exposición como El dibuixat en la mente de un científico. Reflexiones válidas tanto para debatir sobre la misma naturaleza de lo que algunos llaman “el método científico”, como para reflexionar sobre el poder del arte para enriquecer la experiencia científica y su narrativa. Se cierra así el círculo iniciado por un profesor de física capaz de inspirar a un autor de cómics para la creación de una de las exposiciones más interesantes alojadas jamás en un museo de arte moderno.
Tal vez, en el fondo, la ciencia no sea tan diferente del arte. Al fin y al cabo, con sus destrezas e imperfecciones, tanto artistas como científicos proceden del mismo origen: de una evolución biológica modulada por un proceso de selección natural. Si alguien quiere buscar a un último creador a quien responsabilizar de lo que sale de nuestras cabezas… podría empezar por ahí.
O si no, podría echarle la culpa a Charles Darwin. Que también es algo bastante cómodo.
Deja tu comentario!