Objetivo: la Luna

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Era el 16 de julio de 1969 y faltaban pocas horas para el despegue del Apolo 11. Sally había llegado a Cabo Kennedy el día anterior con un grupo de amigos. Pero no eran los únicos. Miles de estadounidenses se desplazaron hasta ese pedazo de Florida para contemplar el lanzamiento del cohete que llevaría a los primeros seres humanos hasta la Luna.

TEXTO POR LAURA DEL RÍO LEOPOLDO
ILUSTRADO POR ELENA DÍAZ-RONCERO
ARTÍCULOS
VIAJE A LA LUNA
20 de Julio de 2019

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Durante el viaje, mientras el coche engullía kilómetros de carretera, Sally recordaba cómo había empezado todo aquello. Ella tenía apenas diez años cuando en 1961 el presidente John F. Kennedy propuso que Estados Unidos se convirtiera en el primer país en poner un hombre en la Luna.

Con el tiempo Sally entendería que ese empeño tenía mucho que ver con la Guerra Fría y con la carrera espacial que por entonces iba ganando la Unión Soviética. Pero sea como fuere, ocho años después (y ya sin Kennedy, que fue asesinado en 1963) el objetivo estaba a punto de cumplirse. Si todo salía bien, el Apolo 11 pondría en órbita lunar a Michael Collins, Neil Armstrong y Edwin Buzz Aldrin. Si todo seguía saliendo bien, estos dos últimos aterrizarían en el satélite y pisarían la Luna.

Para llegar hasta ese punto había sido necesaria mucha inversión e investigación. Y también pruebas que en ocasiones se complicaron o acabaron muy mal. La peor parte del programa Apolo se la habían llevado hasta entonces los astronautas que murieron en 1967 durante una de las pruebas del Apolo 1, sin haber despegado siquiera. Virgil Grissom, Edward White y Roger Chaffee perdieron la vida en un incendio ocurrido en el módulo de comando, un mes antes de la fecha de despegue prevista para ese vuelo. 

El propio Armstrong, comandante del Apolo 11, había tenido un par de sustos importantes. El primero ocurrió en 1966, durante la misión Gemini 8. En ese vuelo, Armstrong se convirtió en el primer astronauta en acoplar con éxito dos vehículos en órbita. Era fundamental probar y dominar esa maniobra para el éxito de la misión Apolo 11. Y es que se había decidido que el alunizaje se haría con un módulo que se separaría de la nave principal para posarse en la Luna y que después tendría que volver a acoplarse a la nave de mando para volver a Tierra. Aunque la maniobra de acoplamiento de Gemini 8 funcionó, poco después la nave empezó a girar sin control debido al bloqueo de uno de los propulsores. Todo podría haber acabado en desastre pero Armstrong logró recuperar el control de la nave y pudo salvarse junto a su compañero de misión, David Scott.

El comandante del Apolo 11 también estuvo a punto de perder la vida durante los ensayos de aterrizaje del módulo lunar. En esas pruebas se utilizaban vehículos experimentales que parecían  arañas de largas patas con un aguijón en el centro. Armstrong tuvo que eyectarse de uno de ellos pocos momentos antes de que explotase por un fallo en el sistema de estabilización. 

Sally, que era una apasionada de la exploración espacial, no había pegado ojo esa noche. Pensaba en los riesgos a los que se enfrentaban aquellos astronautas, en todo lo que podía salir mal.  Se preguntaba qué sentirían Aldrin, Collins y Armstrong esas horas previas al despegue. Y se imaginaba lo que habrían dado por vivir ese momento astrónomos como Galileo o escritores como Julio Verne, que alguna vez fantasearon con alcanzar esa esfera blanca. 

Sabía por la radio que los astronautas estaban en pie desde las 4 de la mañana. Sobre las 7 habían entrado en la parte superior del cohete Saturno V, a casi ciento once metros de altura, tras subir en ascensor enrejado y atravesar una pasarela. El cohete se erguía imponente sobre la plataforma de lanzamiento, más alto incluso que la Estatua de la Libertad. A Sally le gustaba pensar que desde allí arriba Armstrong, Aldrin y Collins divisaban el mensaje que ella y sus amigos habían escrito en la arena: «Buena suerte, Apolo 11». 

Eran las 13:30 y faltaban dos minutos para el despegue. Sally contenía el aliento, como millones de personas que seguían el lanzamiento por televisión. Como los afortunados que habían sido invitados al palco VIP. Como los ingenieros y técnicos en la sala de control. Como los astronautas, que ya escuchaban la cuenta atrás.

A las 13:32, con exquisita puntualidad, los motores del cohete bramaron y un rastro de fuego y humo se extendió a derecha e izquierda. Inmediatamente después el cohete comenzó a ascender, dejando tras de sí una potente estela. Sally y sus amigos se turnaban los prismáticos y el telescopio para contemplar el espectáculo del cohete perfilándose contra el cielo azul. Era tal y como ella lo había imaginado, pero mucho más emocionante. Sabía que estaba presenciando un momento histórico. 

Pero aquello no era más que el punto de partida. Faltaban cuatro días, muchos kilómetros y varias maniobras complicadas antes de que Armstrong y Aldrin pudiesen pasear por la Luna.

Sally vivió el viaje de vuelta a casa pegada a la radio del coche. Saltaba de una emisora a otra para cazar las noticias relacionadas con el Apolo 11. Había devorado los programas especiales previos al lanzamiento y conocía al dedillo todas las etapas del viaje. 

Sabía que el cohete estaba compuesto por tres etapas (o partes) y que cada una de ellas propulsaría al Saturno V hasta que se agotase su combustible. En ese momento, cada fase se separaría del resto del cohete y comenzaría a funcionar la siguiente. Sabía que la  primera etapa llevaría al Saturno V y sus tripulantes a más de 60 kilómetros de altitud, que la segunda casi les pondría en órbita y que la tercera les haría entrar por fin en órbita terrestre y después les impulsaría hacia el objetivo final: la Luna.

Y también sabía que ese mismo 16 de julio el módulo de mando y de servicio —Columbia se separaría del resto del cohete, se daría la vuelta y se acoplaría al módulo lunar —Eagle—, que todavía estaría unido a la última etapa del cohete. Una vez realizada esa maniobra se desprendería la tercera y última etapa del cohete y el Columbia y el Eagle continuarían en solitario su camino hacia la Luna. Sally lo recreaba en su mente como un baile en el que uno de los miembros de la pareja se separa por un momento para hacer una pirueta y regresar después al abrazo del otro. 

El resto de la misión la siguió desde la casa de sus padres, en California. Aquel era un verano decisivo para Sally, que dudaba entre continuar con sus estudios de física o dedicarse profesionalmente al tenis, su otra pasión. Quizás todas aquellas horas pendiente de una nave a miles de kilómetros ayudaron a inclinar la balanza del lado de la física.

Mientras se acercaba el momento álgido del viaje. Sally no perdió detalle de las conexiones de los astronautas con la NASA, que eran retransmitidas por televisión. Por fin llegó el 20 julio, el día previsto para que el Eagle se separase del resto de la nave y se posase sobre la Luna. Era el momento en el que Collins se quedaría completamente solo en el módulo de mando, dando vueltas alrededor del satélite y esperando a que sus compañeros pisasen la Luna, hiciesen sus experimentos y regresasen a salvo para volver juntos a la Tierra. Sally sabía que los ingenieros y astronautas lo habían calculado todo al detalle pero eso no hacía que estuviese menos nerviosa.

Por suerte, desde su casa en California no supo que cuando estaban ya muy cerca de la Luna, a tan solo ocho kilómetros, un código de error comenzó a encenderse en el panel de control del módulo lunar. Aldrin y Armstrong no tenían ni idea de qué significaba aquello o de si sería un motivo para abortar la misión. La memoria del ordenador de abordo se había saturado por un problema de programación, pero los técnicos del centro de control consideraron (con acierto) que no era motivo suficiente como para interrumpir el aterrizaje. El descenso podían continuar.

Sally tampoco supo que el módulo lunar Eagle recibió un impulso demasiado fuerte al separarse del módulo de mando. Ni que ese pequeño aumento de velocidad significó que la nave tuviese que alunizar a varios kilómetros de distancia de lo que estaba previsto. Armstrong tuvo que improvisar en uno de los momentos más delicados para buscar un buen punto de aterrizaje en el Mar de la Tranquilidad, y lo hizo apurando prácticamente todo el combustible  disponible.

Como otros seiscientos cincuenta millones de personas, Sally vivió pegada a la pantalla de la televisión el aterrizaje del Eagle. No había ninguna cámara en el espacio que pudiese captar ese acercamiento a la Luna, pero la cadena ABC había hecho una recreación que ilustraba el descenso mientras se escuchaba en directo la voz real de los astronautas y del centro de control. Por fin, a las 20:17 horas GMT del 20 de julio, la nave Eagle se posó en la Luna con dos seres humanos a bordo.

El águila había aterrizado. Ya estaba. Ahora sí que estaban allí, en la Luna. El lugar más lejano al que una persona había llegado jamás. Pero el espectáculo no había terminado. Más de seis horas después del alunizaje, Neil Armstrong abrió la escotilla del módulo lunar y colocó una cámara en el exterior para que los terrícolas pudieran contemplar la mayor hazaña tecnológica lograda hasta entonces por su especie.

Y por fin, a las 02:56 GMT del 21 de julio, el pie de Neil Armstrong dejó su marca sobre el fino polvo lunar. Sus palabras, las primeras palabras humanas pronunciadas en la Luna, resonaron a través de las ondas en un mundo que contenía el aliento: «Es un pequeño paso para un hombre… un gran salto para la humanidad». 

A casi cuatrocientos mil kilómetros de distancia, la joven Sally se prometió en ese momento que algún día ella también divisaría la Tierra desde una nave espacial. Que quizás, algún día, ella sería la primera mujer estadounidense en viajar al espacio.

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