Ahora que conocéis a estos bonitos seres, os contaré la historia de Anir, un pequeño jamagú. Anir tenía el pelo de color naranja brillante y, a causa de un accidente, le faltaba un ojo.
Cuando Anir, siendo muy chiquitito, perdió el ojo derecho, cayó en una profunda tristeza: «si solo tenemos ojos, pelo y pies, ¿cuánto he perdido? ¡Ya nunca nadie me querrá!». En efecto, sus compañeros, vecinos y amigos le observaban con lástima, con reparo, incluso con cierta aprensión, y Anir se encerró en su guarida y se aisló de los demás durante un largo tiempo. Se pasaba las horas muertas pensando en su desdicha, preguntándose por qué había sido él la víctima de ese accidente, por qué la vida le condenaba a esa amargura y dolor.
Anir dejó de pasear, de charlar con sus amigos, de trepar los árboles con lo que tanto había disfrutado. Su desdicha era tal que llegó a desear dejar de existir y simplemente esperaba paciente a que sucediera algo, sin ser consciente de que nada llamaría a la puerta de su casa de buenas a primeras.
Un soleado día de abril llegó al poblado un jamagú nuevo y, como era tradición en las comunidades de jamagús, montaron un comité de bienvenida para el nuevo compañero: dispuestos en círculo, todos los ciudadanos se reunían alrededor del nuevo miembro del clan y se presentaban, dándole también a él la oportunidad de darse a conocer. En estos eventos, el jamagú nuevo sentía la conexión con otros miembros del grupo.
Anir, que a pesar de sentirse aislado y desganado, tenía la obligación de acudir a la reunión, salió de su casa y se dispuso a dar la bienvenida al jamagú.
Se llamaba Tosú. Provenía de un poblado situado más al este y había venido desde lejos para saborear nuevos paisajes y conocer nuevos amigos. «¡Qué valiente es!», pensó Anir con admiración cuando Tosú les contó cómo había sido su vida y cómo le apetecía conocer algo nuevo. De alguna extraña manera, esa energía tan poderosa que desprendía Tosú en su relato llegó al pequeño Anir, que trataba de evitar el contacto con él, avergonzado de sus escasas capacidades y de su falta de deseo y de decisión.
Cuando la reunión terminó, todos se acercaron al nuevo jamagú y le rozaron, amorosa y amablemente, con sus pequeños cuerpecitos, para establecer con él el vínculo de una nueva familia. Anir, que se mantuvo distante y alejado, solamente deseando volver a casa y llorar con su único ojo, sintió inesperadamente la mirada de Tosú clavada en él. Avergonzado, trató de alejarse, hasta que captó algo novedoso: Tosú, con un solo piececito suave y dorado, se acercaba lentamente a él. «¡Qué curioso, con qué gracia y alegría se mueve para tener solo un pie! ¡Qué seguro es!».
—¡Hola! ¿Te llamas Anir, verdad?
—Sí, Anir… —respondió bajando la mirada.
—¿Tienes un rato libre, Anir? Todavía no conozco el lugar y no me gustaría caer en algún pozo o toparme con una mala hierba en mi primer día aquí —le dijo Tosú, amigablemente.
—Sí… Bueno, no… Bueno, es que te vas a aburrir, ¿no prefieres que te enseñe otro el poblado? Seguro que es más entretenido que yo…
Tosú miró a Anir fijamente durante unos segundos y frunció el ceño, dubitativo, como analizando a su compañero. Después, sus ojitos denotaron una enorme sonrisa, y le contestó:
—¡La verdad es que me encantaría que me lo enseñaras tú!
Anir aceptó, sin ninguna gana, deseando que Tosú se cansara rápidamente de su tediosa compañía y le dejara volver a su oscuro hogar.
Le enseñó el poblado, los lugares donde se reunían y donde celebraban los diferentes acontecimientos. Le mostró dónde vivían los demás ciudadanos y le habló un poco de sus caracteres y personalidades. «¡Qué curioso! Anir habla solo cosas hermosas y bondades de los demás jamagús y no tiene una sola palabra amable consigo mismo», pensó Tosú mientras le escuchaba. A diferencia de lo que Anir había prejuzgado, mientras le enseñaba el poblado al nuevo amigo se sorprendió recordando anécdotas y recuerdos alegres en los diferentes espacios y con los demás; le mostró los sitios donde antes disfrutaba y, cuando llegó a su árbol favorito para trepar, sintió una punzada de remordimiento:
—Ay, lo siento —se disculpó Anir—. No quería ofenderte.
—¿Ofenderme? ¿Por qué ibas a ofenderme? —contestó Tosú, extrañado.
—Bueno, me he fijado en que solo tienes un pie. ¡Qué mal jamagú soy! ¡Hablándote de trepar árboles cuando tú, obviamente, no puedes! —y rompió a llorar.
—Oye, Anir, ¿qué te hace pensar eso? ¡Claro que puedo trepar! Quizás lo haga un poco más despacito, ¡pero me encanta! ¿Acaso no puedes tú ver con un solo ojo toda la belleza que nos regala este mundo? ¿Acaso no estás llorando con un solo ojo?
Anir frenó su llanto en seco: aquel individuo no tenía ningún complejo con su diferencia al resto, ¡su vida era normal! ¡Podía hacer lo que le gustaba, asumiendo sus dificultades! Sintió una enorme admiración por él. Tosú era todo aquello que él soñaba ser, ¡tenía amor propio! ¡Creía en sí mismo!
—¿Cuánto hace que no trepas este árbol? Me has dicho que era tu favorito, ¿verdad? —le preguntó Tosú.
Anir recapacitó un momento y respondió, apesadumbrado.
—Desde que perdí mi ojo derecho no he vuelto a trepar. En realidad, no he vuelto a hacer nada. Nadie quiere estar conmigo, soy un bicho raro.
Tosú, muy despacito y con cuidado, se acercó y rozó su pelo dorado con el de Anir, suavemente, como muestra de cariño. Lo hizo con tanta calma y ternura que Anir sintió la conexión al instante. ¡Tenía ganas de estar con Tosú, se sentía querido!
—Cuando perdí mi pie —comenzó a contar— estaba seguro de que nadie de mi poblado volvería a quererme. Pensaba «¿quién va a querer a un discapacitado, a un amigo que no puede jugar a la misma velocidad que el resto?». Me sumí en una profunda tristeza, pasé meses encerrado en mi casa, confuso, desamparado. Y, de repente, un día, a través de mi oscura ventana entró un rayo de sol. Lo sentí calentando mi pelo y mi cuerpo, lo percibí hermoso y sincero, regalándome su energía. Miré mi cabello brillando al sol y me dije «¡qué bonito y radiante soy!». En el acto, fui consciente de que me había perdido a mí mismo, que mi miedo e inseguridad estaban matando a quien yo era, y decidí pararlo. Salí a la calle y fui a visitar a mis amigos y vecinos, que se mostraron muy alegres de que me volviera a comunicar con ellos. Paseé (despacito, claro) por mis lugares favoritos y comencé a apreciar pequeñas cosas de mí: me gusta la gracia con la que salto a un solo pie, me gusta cuidar a los demás, me gusta ser generoso y me gusta cómo mi pelo ondea al viento cuando hay tormenta. Me gustan muchas cosas de mí mismo. Pasé semanas siendo amable conmigo, tratándome con cariño y respeto, como trataría a un amigo, y poco a poco me fui fortaleciendo. Vi que nadie me había rechazado por perder mi piececito y que era solamente yo quien se había excluido y apartado. Ahí comenzó mi nueva vida. Este es el séptimo poblado donde aparco por una temporada, ¡no me quedo nunca demasiado tiempo! Solamente el suficiente.
—¿El suficiente para qué? —preguntó Anir, a quien la historia de Tosú había embelesado profundamente.
—El suficiente para ayudar a alguien a curarse. El suficiente para que te cures.
A partir de entonces, Anir y Tosú pasaron horas y horas juntos. Se escucharon mutuamente, compartieron historias y reflexiones, sacaron lo mejor el uno del otro. Disfrutaron de la lluvia, de la brisa primaveral y de charlas infinitas. Tosú ayudó a Anir a conocer las partes más maravillosas de su ser y también le hizo consciente de lo duro que había sido consigo mismo. Anir encontró en Tosú un salvador y con el paso del tiempo y su compañía, fue desarrollando una enorme confianza en sí mismo. Se dio cuenta del ser tan dulce y cariñoso que era, de cuánto tenía que ofrecer al mundo, de todo lo que quería hacer y de aquello para lo que se sentía progresivamente más capaz. Anir comenzó a mirarse al espejo con amabilidad, a ver su ojo más brillante y abierto, a aceptarse así, como era.
Tras un largo tiempo de intensa amistad, complicidad y amor, Tosú anunció algo:
—Anir, amigo mío. Es mi momento de partir.
—¡Te vas! —exclamó Anir, asustado— ¡No puedes irte! ¿Qué voy a hacer sin ti? —un ápice de temor e inseguridad afloró en Anir.
—¿Recuerdas el día que nos conocimos? ¿Recuerdas que te expliqué cómo voy de poblado en poblado tratando de ayudar a quien lo necesita? Pues bien, amigo mío, aquí ya ha sido suficiente. ¡Mírate! ¡Eres un jamagú nuevo! ¡Fíjate cuánto has crecido! ¡Fíjate en lo maravilloso que eres! ¡Has perdido el miedo!
Anir se detuvo un momento y recapacitó: le daba mucha pena que Tosú se fuera, era un jamagú al que amaba de verdad, admiraba y respetaba. Pero si se iba, lo que había aprendido no se iba con él. «Si se va, continuaré con mis sueños y propósitos, seguiré disfrutando de la compañía de los demás jamagús del poblado. Se va, dejándome feliz y dichoso, agradecido, orgulloso de mí mismo».
—Tosú, llevas razón. Ese es tu camino y debes seguirlo. Me has abierto los ojos… ¡Qué digo, me has abierto el ojo! —dijo Anir riendo con ganas—. Me has traído paz y felicidad y me has ayudado a descubrirla en mí mismo. Yo seguiré mi camino también, ahora me siento capaz de todo. Creo que necesitaba sentirme perdido por completo para poder encontrarme a mí mismo. Gracias por ayudarme a encontrar el camino.
Tosú se marchó un día apacible y soleado, como el día que llegó. Y lo que dejó en la vida de Anir fue lo más noble y gentil que existe: amor. Amor hacia sí mismo, comprensión y calma. Le dejó con energía, ganas y motivaciones, le mostró el camino.
Todos tenemos esa luz dentro de nosotros. A veces, dejamos que se apague y nos encontramos a oscuras en un lugar del que no sabemos salir. Pero no debemos olvidar que iluminar el camino está en nuestra propia mano, en la mano de todos y cada uno de nosotros, y solo necesitamos creerlo.
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