Ciclón

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Este texto corresponde al tercer premio del VI concurso científico-literario dirigido a estudiantes de 3º y 4º de ESO y de Bachillerato, basado en El Sistema Periódico, de Primo Levi, organizado por la Escuela de Máster y Doctorado de la Universidad de La Rioja.

TEXTO POR SANDRA BARRUTIETA SAN MIGUEL
ILUSTRADO POR LUCÍA EJARQUE
ARTÍCULOS
QUÍMICA | RELATO | TABLA PERIÓDICA
12 de Agosto de 2019

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Prólogo

Como todos los años, el primer día del curso mi profesora Valeria se paseaba por los pupitres y nos pedía que escribiéramos en un papel qué queríamos ser de mayores. Era una mujer mayor, tenía la cara arrugada y siempre iba con la misma falda con la que dejaba ver un pequeño trozo de sus delgadas y amoratadas piernas.

La mayor parte de mis compañeros escribían cada año una profesión diferente. Algunos deseaban ser maestros, otros médicos, panaderos, agricultores… Sin embargo, yo no, yo siempre tuve claro que quería ser químico. Lo que no sabía era que con esta profesión podría causar miles de muertes, y de haber estado en  aquel horrible lugar unos días más, la mía. 

1. Rutina

Un pasillo estrecho rodeado de literas de dos y tres pisos a los dos lados se había convertido en mi nuevo hogar, unos treinta hombres delgados, calvos y con mi mismo uniforme en mis nuevos vecinos; y los vigilantes armados de las casetas en mis nuevos jefes.

Aún puedo recordar perfectamente lo que sentí durante aquellos meses, las constantes humillaciones y las largas jornadas de trabajo. No obstante, lo que mejor recuerdo es la llegada de nuevos prisioneros a mi caseta. Los que entraban por los que salían, aquellos que nunca volvieron…

Los martes por la mañana llegaban nuevos trenes cargados de recursos, mercancías para toda la semana y personas. Hombres y niños desconcertados, asustados y condenados a vivir en esta prisión tan solo por su propia existencia.

La jornada empezaba temprano, nos despertábamos antes del amanecer para poder aprovechar todas las horas de luz en las rocas de grafito.

Los soldados nos despertaban a voces y con el himno nazi. Antes de que éste acabase teníamos que estar todos en pie para recoger nuestras pertenencias e irnos. Luego llegaba uno de los momentos más tristes del día, nos montábamos en la parte trasera de un camión y nos dirigíamos al trabajo. Nadie se atrevía a decir una sola palabra durante el viaje y los rostros cabizbajos de mis compañeros me rodeaban y hacían ver la cruda realidad.

No todas las casetas hacíamos el mismo trabajo. Nosotros pasábamos el día picando grafito en una especie de montaña, lo cual no tenía otro fin que el de hacernos sufrir. También estaban la caseta de los cocineros, que preparaban todos los días sopas de ajo y nos daban una hogaza de pan. Esta era toda nuestra comida diaria.

Por otra parte, estaban las casetas de los trabajadores de campo, los de las huertas, los que reparaban los uniformes o los que transportaban materiales pesados.

Volviendo a mi trabajo, una vez llegábamos a las rocas de grafito, nos daban las herramientas necesarias y comenzábamos a picar hasta que el sol se ponía. Vuelta al campo.

Todas las noches a las once, cuando ya habíamos terminado todos de trabajar, nos ponían en filas en la calle y hacían recuentos. Esto no me hubiera importado de no ser porque nos obligaban a desnudarnos. No sé muy bien si para reírse de nuestros deteriorados cuerpos o para que los nuevos “presos” se dieran cuenta de cómo iban a acabar.

Fuera cual fuera la razón, lo hacíamos sin rechistar y volvíamos a nuestras casetas.

Todo aquello era soportable, me acostumbré rápido y asumí mi rol allí. Sin embargo, había algo que no podía soportar. Los soldados pasaban las madrugadas bebiendo y riendo en un una especie de local situado cerca de donde yo dormía. Se reían tan fuerte que no podía pegar ojo, y no era el único.

Nuestra situación era muy violenta, estábamos rodeados de soldados que ni siquiera nos miraban a la cara, para ellos éramos un simple número de cientos al que debían vigilar y hacer que se sintiera lo peor posible entre esas cuatro verjas de las que era imposible salir con vida. Esa misma vida que en tan poco tiempo había cambiado tanto para mí.

2. Mi vida antes del campo

Lo primero de todo, me presento: soy Manuel Kähler y tenía 36 años cuando entré al campo de concentración.

Pasé mi infancia y adolescencia en una pequeña ciudad de Alemania, donde estuve hasta que empecé la universidad. Me licencié en química y encontré trabajo rápido en la empresa que después me entregó.

Antes de sumergirme en esa pesadilla vivía en Berlín, en un piso que compartía con algunos de mis compañeros de trabajo. Mi trabajo consistía en la creación y el desarrollo de nuevos productos.

Mis compañeros y yo solíamos salir todos los viernes después de trabajar a un bar que estaba cerca de la empresa. Allí cenábamos, bebíamos, bailábamos… Era  uno de los lugares con mejor ambiente de toda la ciudad y muchos días había fiestas temáticas. Principalmente era uno de los mejores bares porque los militares que vigilaban las calles a esas horas nunca venían por nuestro barrio. No sé si mis amigos sentían lo mismo que yo, pero ese era para mí el único momento de la semana en el que me sentía libre y podía disfrutar de mi vida sin esconderme.

El último año antes de entrar en el campo fue duro. Poco a poco fui viendo como muchos de mis amigos huían del país o como les despedían de sus trabajos. No se si yo tuve suerte o no, pero conservé mi trabajo hasta un par de días antes de que me reclutasen.

Yo pensaba que la empresa para la que trabajaba me cubría la espalda, ya que era uno de sus mejores químicos, pero no fue así. Estaban esperando a que terminase mi último proyecto. Una vez finalizado con éxito, les faltaron horas para entregarme a los nazis.

El proyecto consistía en la creación de un producto gaseoso tóxico capaz de penetrar en los pulmones y cerrar las vías respiratorias. Puede que suene irónico, pero yo, un profesional químico judío, fui el creador del gas que se utilizó en mi propio campo de concentración, cosa que no supe hasta que la guerra terminó.

Los jefes nos ordenaron a mi grupo de investigación y a mí la creación de este gas, no nos dijeron la razón, y nosotros tampoco la preguntamos.

Pasé ocho horas diarias, seis días a la semana durante varios meses trabajando en el Zyklon B. Aún sigo sin explicarme cómo pude ser tan ingenuo y no imaginarme nada…

Venían habitualmente soldados y militares a la empresa, lo que era extraño porque hasta entonces nunca se les había visto por allí. Sin embargo, yo lo único que pensaba era que me estaban protegiendo mientras que a algunos de los otros judíos les echaban.

Nunca podré borrar de la memoria el día de mi despido. Acabamos de entregar el proyecto y yo estaba muy emocionado, aunque esa emoción me duró poco... Mis compañeros y yo habíamos quedado para celebrarlo esa misma noche en el bar de siempre. Estaba a punto de marcharme del laboratorio cuando de repente vi a unos soldados entrar y hablar con uno de mis jefes. Una vez los soldados se fueron, llegó mi hora.

No solo me despidieron, sino que también me echaron de la pensión en la que vivía, así que estuve dos días viviendo como pude hasta que me capturaron y me subieron a un vagón oscuro y lleno de gente.

Me temía lo peor, ya sabía dónde nos dirigíamos. El campo de concentración no se encontraba muy lejos, pero ese fue el viaje más largo de mi vida. Y el peor. 

3. Estancia

Mi estancia durante los cuatro meses que estuve en el campo de concentración se resume en constantes humillaciones y vejaciones.

Los domingos por la mañana solían venir muchos soldados con sus parejas e hijos a ver el campo. La mayor parte de las veces pasaban el día en un lago cercano y luego volvían para cenar. Había una caseta donde siempre celebraban las cenas mientras nos usaban de sirvientes. Cada semana nos tocaba preparar la sala a quince personas diferentes, yo por suerte solo tuve que ir un día, y menos mal.

La noche que me tocó ir estaban especialmente molestos, parecía que las cosas en el frente no estaban yendo muy bien, y lo pagaron con algunos de nosotros. Yo me encargaba de preparar las mesas y recoger cada uno de los platos que acabaran.

Nada más llegar, el general empezó a quejarse de la disposición de los platos y me hizo cambiar la vajilla un par de veces hasta que esta estuviera perfecta y pegara con el mantel. Después, empezaron a llegar familias y se sentaron alrededor de las mesas.

Todo parecía gustarles y el vino les había animado bastante. Sin embargo, con la llegada del segundo plato comenzaron los problemas. Un coronel que ya había bebido más de la cuenta nos empezó a exigir más rapidez y todos nos pusimos un poco nerviosos y uno de los chicos más jóvenes, dejó caer sin querer un vaso de agua al suelo al retirar los platos de una de las mesas de las mujeres de los coroneles. Ellas no le dieron mucha importancia, pero uno de sus maridos sí.

Un militar se levantó de la mesa y se llevó al joven a una sala aparte mientras le insultaba. Allí le propinó un par de patadas y luego le encerró hasta el final de la velada. Los demás soldados no hicieron nada, ni siquiera se asombraron, esta actitud no era nada extraña para ellos.

Pero eso no fue todo. En el recuento de ese día no solo tuvimos que seguir el protocolo habitual, sino que también nos hicieron correr durante una media hora. Muchos de los ancianos tuvieron que parar porque no aguantaban más, sin embargo, la peor parte se la llevó uno de los de mi caseta… Durante los últimos días había estado enfermo y no había podido completar las jornadas de trabajo. Llevábamos tan solo unos cinco minutos corriendo cuando las piernas le empezaron a flaquear y uno de los soldados que tenía muchas ganas de quitárselo del medio le disparó cuando cayó al suelo rendido de cansancio.

Estas son algunas de las cosas que tuvimos que sufrir durante nuestro tiempo allí, sin contar las muertes que se producían en los trabajos o las cámaras de gas, mi gas…

4. Fin

Las noches de principios de agosto de 1945 no fueron como las vividas anteriormente. Los soldados ya no bebían ni se reían, el ambiente entre ellos era tenso y el general estaba más susceptible de lo normal. Por las noches se oían numerosos gritos y llegaban tanques constantemente.

Nosotros, los reclutas, no sabíamos si el final de la guerra estaba cerca o no, ni qué bando iba por delante. La radio que habíamos utilizado en secreto para enterarnos de lo que pasaba fuera de nuestro campo se había roto hace un mes y desde entonces no habíamos tenido ninguna noticia de fuera.

La desaparición de compañeros se aceleró. De repente parecía que los nazis tenían mucha prisa por hacernos desaparecer y apenas entraba gente nueva. Ya no me quedaba ninguna esperanza de poder salir que allí vivo, cuando…

La noche del 23 de agosto dio un vuelco inesperado a nuestras vidas, otro más. Por las ventanas podíamos ver cómo muchos soldados huían del campo y quemaban documentos en grandes hogueras. La guerra parecía acabada y a los militares parecía importarles poco nuestra vida en esos momentos, lo único que querían era desaparecer de allí y que no se les encontrara nunca más. Todos esperábamos impacientes la entrada de tropas enemigas nazis al campo, aunque sabíamos que estas no llegarían tan rápido.

El chico con el que compartía litera y yo aprovechamos un momento de despiste de los pocos soldados que quedaban por allí para meternos en una de sus casetas y conseguir una radio. Durante el camino, todo tipo de pensamientos me pasaron por la cabeza. Nos exponíamos a que cualquier soldado pudiera acabar con nuestra vida en un instante sin dejar rastro de nuestro paso por allí, o también podíamos estar ante el final de la guerra y la represión.

Avanzamos lentamente y escondiéndonos entre las casetas para que no nos vieran. Finalmente, llegamos a nuestro destino, cogimos la radio y nos volvimos a nuestra caseta con mucho cuidado. Entre los nervios y el miedo de poder escuchar una noticia peor de lo esperada, tardamos más de lo habitual en encontrar una emisora activa. Pasamos toda la noche escuchando el avance de las tropas enemigas y enterándonos de los hechos que habían pasado durante el último mes.

La mañana siguiente el sol salió radiante como ningún otro día. Nadie nos despertó para ir a trabajar y parecía que todos los soldados se habían ido. Podíamos ver cómo los miembros de las casetas cercanas miraban a través de las ventanas aturdidos, ya que no habían podido conseguir noticias del exterior.

Mis compañeros y yo salimos para comprobar que allí no quedaba nadie, y así fue. Habían huido todos. Fuimos caseta por caseta contando lo ocurrido a todas las personas del campo. También entramos en las de los soldados, que estaban revueltas, parecía que se habían llevado toda la información con ellos y allí solo habían dejado papeles sin importancia. Pasamos horas y horas intentando encontrar papeles que demostrasen lo que realmente había ocurrido allí, y finalmente, los encontramos en un sótano.

Los papeles tenían escritos muchos nombres de judíos, sus fechas de nacimiento y de entrada al campo, su procedencia, su trabajo… todos habíamos sido espiados antes de entrar al campo. También estaban apuntados los diferentes trabajos que se realizaban allí y las muertes que estos conllevaban.

Aparte de papeles de presos, también estaban las documentaciones de algunos soldados, de los pedidos de comida, de vestuario y de armas.

Pero lo peor llegó cuando descubrí el arma más letal, el gas que se había usado en las cámaras, el que había matado a muchos de mis compañeros y el que yo mismo había creado. Tuve que leer varias veces el papel para creérmelo, Zykon B estaba escrito por todas partes, no había ningún producto más, con ese había bastado.

Bombonas y bombonas de ese gas habían sido pedidas y usadas. Solo me quedaba encontrar dónde las habían guardado. No le dije a ninguno de mis compañeros lo que había encontrado, y mucho menos que yo había sido el responsable de la creación del gas.

Salí de aquel sótano y le dije a mis compañeros que estaba cansado e iba a intentar dormir. Sin embargo, fui a las cámaras de gas, aunque no tuve suerte porque se encontraban cerradas con candados, por lo que me volví a la sala de cenas, donde nos encontrábamos todos los presos.

Pasamos el día escuchando la radio y esperando la llegada de algún tipo de rescate. No estábamos muy seguros de si podían volver o no los soldados así que permanecimos juntos a la espera de nuevas noticias.

A la mañana siguiente, convencí a tres hombres para que me acompañaran a las salas de las cámaras de gas. Una vez llegamos, abrimos los candados a la fuerza y entramos. En las cámaras de gas no había ninguna bombona, pero las salas de material estaban llenas… No me podía creer que hubiera estado allí durante 4 meses sin saber siquiera con qué nos estaban matando, me sentía estafado, mentido, víctima, y lo peor… verdugo. Yo había tenido la misma culpa de esas muertes que los propios soldados aunque no lo supiera, y sabía que tenía que contarlo, aunque fuera a tener consecuencias...

Mientras estábamos inspeccionando las salas empezaron a oírse vehículos y gritos fuera, así que salimos y nos encontramos con las tropas de rescate.

Había un tanque inglés en medio del campo, y aunque no les entendíamos muy bien, nos dijeron que pronto vendrían trenes a sacarnos de allí. Los ingleses empezaron a entrar en las casetas en busca de información, y encontraron lo que nosotros habíamos dejado allí. Poco a poco fuimos saliendo todos del campo, primero los niños y luego nosotros.

Los trenes nos dejaban en pequeñas ciudades repartidas por Alemania y allí nos llevaban a hostales donde podíamos hospedarnos hasta que volviéramos a nuestras antiguas vidas, cosa que yo nunca pude volver a hacer.

5. Verdad

Lo peor del campo fue la salida. Cómo poder afrontar una vida nueva sabiendo que yo era uno de los artífices de todo, y cómo mirar a la cara a las familias de los presos muertos allí. Sin embargo, sabía muy bien lo que tenía que hacer, contar la verdad.

Pasé un par de semanas alojado en un hostal con algunos de los hombres de mi caseta. La mayor parte de ellos había perdido su casa, e incluso su familia, muchos no teníamos ni dónde ir, y todos teníamos el miedo de poder volver a ese lugar horrible.

Cuando empecé a recuperarme, pedí poder entrar en un grupo de investigación de mi campo, pensé que eso me ayudaría a recuperar el ánimo y a dejar de sentirme culpable. Una vez dentro, les conté a los jefes todo lo que sabía sobre el Zyklon B. Al principio estaban muy enfadados, no se creían que yo hubiera podido hacer eso. Les dije que tenía que decírselo a la policía, no me importaba entrar en la cárcel ni pudrirme en una mazmorra, por lo menos esta vez mi castigo sería justo. Me dijeron que era lo que tenía que hacer, y que a pesar de todo, podría seguir trabajando para ese grupo, ya que al fin y al cabo, era el que más información les podía dar sobre el campo y el gas. Así que eso hice, fui a la comisaría más cercana, pedí testificar sobre lo ocurrido durante la guerra y lo conté todo. Me acordaba perfectamente del nombre de todos mis compañeros, de los jefes, e incluso de algunos de los soldados que frecuentaban el laboratorio durante mi último mes allí.

Si los policías hubiesen seguido el protocolo, yo probablemente hubiera pasado la noche encerrado, pero teniendo en cuenta mi historia completa, me dejaron ir al hostal a dormir y me dijeron que pronto recibiría noticias sobre lo que iba a suceder.

Aproveché el tiempo que tardó la carta en llegar para contarle a mis compañeros lo ocurrido, y su reacción me sorprendió. Yo pensaba que muchos me darían de lado, se enfadarían o no me creerían, sin embargo me comprendieron y entendieron que yo había estado tan engañado como ellos durante ese tiempo.

La carta llegó, y en ella me citaban en un juicio que se celebraría un mes después. El grupo de investigación me proporcionó un abogado, aunque yo no pensaba mentir ni quitar importancia a ningún acto, sentía que tenía que tener un castigo.

El día del juicio llegó, y con él mis nervios: me temblaban las manos, las piernas, la voz… Mi abogado parecía más tranquilo, me dijo que me harían preguntas concretas sobre lo ocurrido y que debía detallar todo para evitar dudas.

Entramos en una sala pequeña en la que se encontraba el juez principal, con el que estuvimos hablando un rato hasta que llegaron los demás. Poco a poco fue llegando el jurado y una vez estuvimos todos, comenzó.

El juicio no duró mucho, me hicieron preguntas sobre cómo empezamos a trabajar en el gas, cómo era el lugar de trabajo, el trato con los jefes… También me preguntaron por la pensión en la que vivíamos y, por último, por cómo fueron los últimos días de trabajo, el despido, y mi vida en el campo.

Lo peor vino al acabar. Los jueces se marcharon en búsqueda de la sentencia y en la sala solo quedamos mi abogado y yo. Me sentía fatal, sentía que me iban a dejar en libertad y que no iban a ser justos. Necesitaba un castigo, no admitía ninguna otra opción, tenía que ser así.

Al cabo de unos minutos llegó el juez principal, y como yo me temía, dictaminó  que quedaba libre de cargos y que no tendría ningún castigo. No lo acepté. Le mandé volver a revisar el caso, le dije que me declaraba culpable, que quería un castigo, me iba a volver loco si seguía con este sentimiento de culpa. Dejé de tener control sobre mis palabras, el abogado intentó ayudarme, intentó que entrara en razón, pero ya no podía, ya estaba todo pensado, tenía que ir a la cárcel, al psiquiatra, donde fuera, pero no podía seguir como estaba.

Pasaron un par de meses hasta mi ingreso. Meses llenos de angustia, pero a la vez llenos de justicia. Sentía que merecía pasar por eso, aunque también sentía que no estaba en mi sano juicio. Sintiera lo que sintiera, la historia volvería a repetirse, y yo entraría en un lugar del  que no sabía si podría volver a salir. Otra vez.

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