Fotografías de un químico aficionado

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Este texto corresponde al segundo premio del VI concurso científico-literario dirigido a estudiantes de 3º y 4º de ESO y de Bachillerato, basado en El Sistema Periódico, de Primo Levi, organizado por la Escuela de Máster y Doctorado de la Universidad de La Rioja.

TEXTO POR RODRÍGO MARTÍNEZ-GALLO GARCÍA
ILUSTRADO POR ZUMBAMBICO
ARTÍCULOS
22 de Agosto de 2019

Tiempo medio de lectura (minutos)

#Carbono: En la escuela se nos enseña en qué consiste la adhesión y la cohesión, y como el agua se junta entre sí no sólo mediante esta última fuerza pero también mediante enlaces de hidrógeno. Básicamente que el agua tiende a estar toda junta y apelotonada en un sitio. Pero también se une a otros materiales y presenta gran avidez por este tipo de uniones que no solo son la base de la vida si no que encima dan forma a nuestro mundo reduciendo montañas a arena. Lo que nunca se nos enseña y desconozco sus porqués o si alguien los ha investigado es como el carbono presenta esa misma avidez por sus iguales. El carbono ha dado lugar a la vida. Vida que se volvió más compleja hasta el punto de formar hombres, seres que en los últimos cientos años se han dado al instinto primario de su química, esa adhesión que el carbono sufre con el carbono. Desde la invención de la pólvora y el futuro desarrollo del trinitrotolueno o T.N.T. esta cohesión nos ha otorgado el poder terraformador del agua. Además el carbono nos atrae más intrínsecamente en sus formas más puras. El diamante, una vez fuimos capaces de formarlo a nuestro antojo, ha servido como instrumento social. Del grafito han salido bocetos y piezas de arte, al igual que diseños de edificios y máquinas. El carbón, junto con los derivados del petróleo, que calientan nuestros hogares, nos han entregado además un tremendo poder tanto de vascularización del mundo como de fuerza motriz. Y es aquí dónde empieza el relato de mi vida. En un mundo dominado por el humo de este carbono, con mis abuelos ferroviarios y mi padre arriero viviendo todos en un pequeño pueblo entre León y Valladolid donde nací con el frío viento de una noche de enero.

#Fósforo: Hacía horas que se oían los desgarradores gritos de una parturienta. Desde el mediodía habían empezado las contracciones y la prima de mi madre había acompañado a esta a su habitación, oscura ya a pesar del ventanal que daba al patio. Los gritos habían llamado la atención de la criada, la única de la casa y que desde el principio fue como una prima más. Esta había entrado corriendo con un brasero de la cocina pues era invierno y a pesar de las gruesas paredes la casa estaba fría como un témpano. Acto seguido se asomó a la ventana y viendo a unos chiquillos que jugaban al aro en la calle les gritó a través de los barrotes que fuesen a buscar al amo al horno, pues había ido a por unas tejas. Se volvió hacia la habitación y rebuscó entre los bolsillos de su delantal un pequeño paquete de cerillas, destapó y sacó una. Tras frotarla nació de su punta aquel chisporroteo clásico del fósforo y de la punta de la astilla nació una llama. El primer nacimiento de esta noche. Ese nacimiento de naturaleza química que es la llama, ser vivo que habita con nosotros y que nos hizo dominar el mundo. Criatura que a pesar de su larga trayectoria a nuestro lado aún desconocemos su naturaleza, aunque debido a su apariencia fantasmal algunos sugieren que sea plasma.

Con aquella llama encendió velas y lámparas y como Dios le ordenó a Abraham, extendió su estirpe por toda la habitación y como las estrellas del firmamento iluminó la oscuridad. A la luz de esta estirpe vine al mundo, siendo el mío el segundo nacimiento de la noche, ante la atenta mirada del médico, de la criada y de mi tía segunda y causando dolores y fatigas a mi querida madre. Comenzado yo a llorar entró rápidamente mi padre, junto con mi abuelo, abuela y el resto de la familia, me cogío en brazos y viendo que estaba sano mandó celebrarlo en la casa. Cenaron e invitó al médico mientras él daba de cenar a mi madre y la acompañaba en las fatigas de después del parto.

#Calcio: A medida que pasaba el tiempo yo iba creciendo alto y fuerte, a la manera de los hombres del campo. Corría de aquí para allá por el pueblo, sin rendir cuentas a nadie excepto a mis padres, el cual pocas veces hubo de reprenderme a pesar de mi natural inquieto. Iba al río a pescar cangrejos y cazar ratas. Más de una vez me colé en los campos a perseguir las liebres y hubo veces que volví orgulloso a casa con un lagarto y la sonrisa de orgullo inocente de los niños.

Cuando cumplí los seis años comencé a ir a la escuela junto con todos los niños del pueblo que rondaríamos la centena. Allí descubrí los juegos clásicos de patio y me aficioné a pesar de no ser muy hábil, con especial cariño por las tabas y las chapas aunque no decía que no a cualquier otro entretenimiento.

Caminaba todos los días por la mañana a la escuela desde mi casa, con el pizarrín debajo del brazo, las tizas en una cajita, regalo de mi madre que detestaba el polvo blanco de tiza en la ropa, y el almuerzo además de transportar los libros a la espalda. Aprendíamos historia de españa, a escribir y leer, leyendo el cantar de mio cid para practicar, junto con gramática elemental (que inteligencia innata demuestra el hecho de que para hablar de lo primero, lo esencial, nos refiramos a la naturaleza de la materia), un poco de ciencia básica sobre el mundo natural y la naturaleza de ciertas reacciones que usábamos en nuestro día a día y por último matemáticas.

A veces resultaba frustrante la escuela y aunque no era nada especial recuerdo que destaqué en esta última disciplina. Con las operaciones empuñaba aquellas pequeñas barritas de yeso que siempre me habían recordado a los huesos, basados como aquella piedra blanca en el calcio, de algún ser minúsculo. Con ellos entre los dedos recorría la pizarra de arriba a abajo terminando las operaciónes rápida y eficientemente, con mínimos fallos de vez en cuando, pues nadie es perfecto.

Quien también es casi perfecto es el calcio. El hecho de que tanto yeso como huesos estén hechos de este elemento no es baladí, pues es uno de los elementos más abundantes en la corteza terrestre al igual que disuelto en su forma iónica en el mar (y por tanto en los prehistóricos sedimentos de este) y al mismo tiempo abunda en nuestro interior pues controla nuestros músculos y células. Su abundancia no es mera coincidencia de una nebulosa caprichosa que decidió concentrar ese alcalinotérreo en nuestro planeta, si no de la simetría y perfección de su núcleo. Este núcleo es inestable debido a su carga positiva, pues solo tiene protones y neutrones de carga positiva y neutra respectivamente. Estas dos partículas se apelotonan formando cáscaras de un número determinado de partículas, aunque no todos los núcleos disponen de dicha cantidad. De esta manera se forman, cuando se llenan dichas capas, núcleos perfectos, que como un cuadrado mágico resultan idénticos en todas direcciones, y da la casualidad de que el calcio no solo engloba dos veces un número mágico, cosa que ya lo hace relativamente estable a pesar de no pertenecer a ninguno, si no que además presenta el mismo número par (algo par es simétrico, divisible entre dos, “perfecto”) de protones y neutrones, cualidad que le otorga cierta magia. Lo que ocurre es que no es una magia cualquiera, sino aquella que tanto la naturaleza como el hombre han buscado, la de la simetría en la arquitectura y en nuestros cuerpos, la de la paridad, dos ojos, dos brazos, dos piernas, una vida en pareja…

#Azufre: El tiempo pasaba y a pesar de las desgracias que habían sumido a España en la Guerra del Rif y a Europa en la Primera Guerra Mundial, a pesar de las levas y de las desgracias que estas traían a la vuelta, el pueblo seguía tranquilo. Parecía bastante incorruptible, como las casonas de piedra y la iglesia, ajeno a que por la cortesía extranjera hacia los españoles se había nombrado a la nueva epidemia que asolaba el mundo gripe española, a lo abusivo e imperialista del tratado de versalles y a las restantes vicisitudes que asolaban el mundo occidental, desconociendo el descubrimiento de Haber, el cual acabaría con la minería a gran escala del salitre, que más adelante tomorá importancia en el relato. Y a todos aquellos acontecimientos vivía igual de ajeno yo que seguía con mis largos paseos y mi caza.

Llegado el verano trajo consigo sus tormentas y estas alguna que otra crecida del río que movía el sedimento. Tras una de estas crecidas me acerqué al río, buscando el fresco de la rivera y si eso alguno de los bichos que aprovechando el río renovado o teniendo sus casas anegadas, pero para mi sorpresa no vi nada a parte de una trucha huidiza. Volviendo con las manos en los bolsillos, decepcionado y cabizbajo, encontré un brillo raro en el río. Me acerque a él y metiendo la mano en el río cogí un puñado de guijarros. Lo abrí como con miedo de que se escapase pues notaba que algo se debatía dentro. Salto de mi mano al agua, una larva de ninfa. Observé con atención las piedras de mi mano, poseían un brillo amarillento, como de oro. Se me llenó la cabeza con las historias de los bateadores asturianos. Oro, ¡había encontrado oro! Separé las piedrecillas y las puse en mi pañuelo, tenían un brillo tímido pero dorado, eso era innegable. Cuando hube recogido suficientes hice un atillo y corriendo con él en el bolsillo sin soltarlo un solo momento llegué hasta casa. Me crucé con la criada que viéndome en semejante estado de alteración me preguntó qué me ocurría, agarré su muñeca y la metí en lo más hondo de la cocina y a la tenue luz le mostré el brillo dorado de aquellas piedras. Al instante rompió a reír. Enfadado le pregunté qué ocurría y con paciencia me explicó que aquello sí, era oro, pero oro de los tonto. Me sentía traicionado, no sabía muy bien si por mis ojos o por el mundo. Aquel vulgar compuesto de hierro y azufre no valía para nada más que para hacer bulto, no había oro en ningún sitio. Aquello en lo que confiaba, en el mundo, en la tierra, me había traicionado, perdí la inocencia y me volví cauto pero a la vez curioso. Me preguntaba al volver al río como era posible aquello y esa pregunta no me abandonó nunca. He relatado mi nacimiento como lo he escuchado de mis padres, pero aquí nací de nuevo, me desperté y me pregunté dónde estaba, quería vengar aquel escarnio.

#Plata: Al invierno del año siguiente, por mi once cumpleaños, mi padre determinó que siendo el mayor de mis hermanos y habiendo pasado ya los diez años debía comenzar a aprender el valor del dinero. Tras el santo me llamó, me sentó a su lado y extendiéndome una bruñida peseta de plata me dijo:

—Viéndote ya mayor te voy a dar tu primera soldada pero atiende a lo que te digo. El dinero no es para guardarlo pero tampoco has de gastarlo por el placer que esto te done. Prestarlo tampoco se debe, aunque de él vendrán amigos y conocidos, y no dejes nada a fiar ni del dinero te fíes. No adquieras deuda que no puedas saldar y por mucho dinero que tengas se humilde y honrado. Pero ya te he dicho no eres monje y no te es menester hacer voto de pobreza, habiendo, por lo tanto, de gastarlo como la razón aconseja. Come bien siempre que puedas, viste limpio y arreglado, dentro de poco serás hombre y comprenderás lo que es el trabajo. Pero ahora coge esta peseta de la que yo te hago entrega.—

Soltó la peseta que yo había agarrado durante el discurso, el cual enfatizaba con pequeñas sacudidas. Le di las gracias y tras verla brillar al fuego e inspeccionar todas sus partes la metí en el bolsillo.

Aquella noche, ya en el jergón noté su bulto en el bolsillo y sacándola a la luz de las ascuas que nos calentaban volví a mirarla por delante y por detrás. Me quedé ensimismado un rato y maravillado por su brillo y su belleza en el grabado, entendí, desde un punto de vista infantil, que era normal que a todo el mundo les gustase cambiar sus cosas por ellas.

#Zinc: Pasaron los años, las vacaciones de verano se sucedían una detrás de otra de otra sin  más trabajo que alguna oveja y alguna cosecha de uva, garbanzos o trigo hasta que un verano llegó mi abuelo. Como ya he dicho era ferroviario, de los mejores maquinistas que había en la comarca, y de los pocos. Era un hombre ancho de espaldas aunque no muy alto, algo cheposo por la edad y el trabajo en esos claustros de la máquina, pero era feliz. Su aspecto siempre era alegre y supongo que el brillo de su sonrisa y sus ojos vívidos a pesar de la edad en contraste con su cara negra por el hollín hacían que destacase aún más su alegría natural. Nada más llegar a la estación en sus días libres corrimos a saludarlo sus dos nietos. Mi madre, embarazada de un cuarto y llevando a la más joven en brazos se acercó a recibir a su padre junto con mi padre y mi abuela. Se notaba que se había lavado pero seguía negro. Nos besó, le dió la maleta a mi padre que como siempre se había ofrecido para cogerla y nos levantó en brazos a los dos. Fuimos a la casa de comidas a celebrarlo como solíamos hacer. Nos sirvieron comimos y cuando llegamos al postre el abuelo me miró pícaramente, carraspeó para llamar la atención de los demás y con su voz firme dijo:

—He decidido que este verano el muchacho se debería venir conmigo en el tren, buscan revisores fuertes y jóvenes que aprendan el oficio y sería un buen cambio. Vería las ciudades, Madrid, León, Bilbao, conocería España y encima ganaría un sueldo.—

La discusión estaba servida. Mi madre se opuso junto con mi abuela, no les gustaba verme lejos de casa. Por el contrario mi padre se mostraba a favor de aquella idea. Tras horas de discusión decidieron que no había razón para no dejarme ir. Una semana después me encontraba uniformado camino de la estación junto a mi abuelo, ya en su mono lo más pulcro posible, y el resto de la familia. Una vez allí se me entregó mi silbato de latón, con el brillo característico que le aportaba el zinc y cuando nos disponíamos a subir al tren mi madre me agarró de la mano. Con lágrimas en los ojos me colocó una cadena alrededor del cuello a la que iba atado su anillo de zafiros. Se despidieron de mí. Una vez dentro noté como la euforia de los primeros momentos iba desapareciendo y dejaba paso a una tristeza sorda. Me había ido del pueblo y mi familia se había quedado atrás.Sentía el peso de mis dos nuevas adquisiciones tirando hacia abajo de mi cuello, lo que no sabía es que me acompañarían toda la vida.

#Oro: Al cabo de un tiempo me hice a mi nueva situación de niño vagamundo. Iba en el tren de León a Bilbao que transportaba materiales de fábrica con unos poco vagones de pasajeros. Allí trabajaba junto a un revisor viejo y cascarrabias que se empeñó en enseñarme a jugar al ajedrez sin mucho éxito. Tenía el gesto torcido todo el día y trataba a todo pasajero inexperto como si le causase el peor de los malestares. Sin embargo no le faltaban los amigos.

Recuerdo que durante una de nuestras infernales partidas se nos acercó un hombre. No sería mayor que mi padre, era delgado, nervudo y vivo como un rabo de lagartija. Se acercó al revisor con un estruendoso saludo. Él giró su gesto hosco que se iluminó al ver aquel rostro conocido. Comenzaron a hablar y se tiraron así horas hasta llegar al siguiente pueblo. Pasamos revista a los nuevos pasajeros y luego volvimos al pasillo. El hombre misterioso estaba fumando en la ventana y jugaba con algo entre sus manos. Habló con el revisor y al cabo de un momento se volvió y me lo enseñó, era un pendiente de oro en forma un aro con una media luna llena de medias esferas:

—Te voy a contar la historia de este pendiente…— comenzó.
—No te fíes, es un tramposo y un mentiroso.— le interrumpió mi maestro, lo sorprendente fue la sonrisa con la que lo dijo, nunca me había dirigido ninguna hasta aquel momento.
—Callate, viejo estúpido, siempre me interrumpes. Bueno, como te iba diciendo, este pendiente tiene una gran historia. Perteneció a un gran guerrero de una civilización antigua que corrió por las montañas por las que ahora corre esta bestia de hierro...—

Así continuó durante el resto del viaje. Me relató historias de iberos y celtas, la caída de Numancia y Viriato, sujetos aburridos en el aula que se convirtieron en relatos apasionantes. Me fascinó con sus historias sobre el oro de los guerreros y las campañas romanas. Y así nos quedamos hasta el desvío de Soria, iba a Numancia, o más bien volvía, y noté que cuando me lo contó se  sentía como el protagonista de una de sus historias. Que gran poder tiene la materia de transportarnos al pasado, al tiempo en que vivió como viven los objetos, siendo creados, usados y ante todo codiciados.

#Estaño: Pasó el verano y mi trabajo en las vías se acabó. Siguieron los días que se convirtieron en semanas y meses. Las cien pesetas que me había ganado durante el verano, a pesar de que algunas se habían ido en remiendos, las veía como una posibilidad para gastarme en fruta escarchada y chocolate. Estos llegaron con las primeras nieves en el carro del turronero. Los niños nos agolpábamos a ver que traía y a cambiar aquellas pocas sisas que teníamos por dulces golosinas. Yo llegué el último y tras pedir un par de ciruelas me fijé en una pequeña caja con un soldado a caballo pintado en un lado. Viéndome interesado en aquel pequeño artículo lo cogió y me lo enseñó. En ella se agolpaban una decena de soldaditos de estaño, figuritas con el leve brillo metálico y la ligereza de aquel metal. Sinceramente, me recordaban a las historias del hombre del tren y sabiendo que aquel podía ser mi pendiente, mi fuente de historias, los compré. Al fin y al cabo estaño y oro no eran tan diferentes, ambos eran blandos, de un brillo tímido y delicado, simplemente cambiaba el color y la forma, al igual que el peso. Pagué lo que pedía y me fuí.

Aquella compra me resultó extremadamente satisfactoria pues con ello construí mis primeras historias. No las plasmaba en papel ni nadie más las conocía pero, así como sabía las historias de las tribus, me hice las mías, aumentando mis inquietudes por la escritura y la lectura. Creciendo un poco más en definitiva.

#Nitrógeno: Siguió pasando el tiempo y yo seguí creciendo en altura, fuerza y saber. Debido a la importancia del pueblo con el ferrocarril pasando hacia Valladolid instalaron una oficina de Nitrato de Chile y fui escogido, con motivo de mi facilidad para los números, contable.

Entré a trabajar en un almacén reformado y me encargaba de las transferencias de aquel necesario elemento, de registrar sus entradas y salidas del tren al almacén y de este a los particulares. Lo que no llegué a comprender hasta bien entrado en la carrera de química era la importancia de aquella sal, aunque sabía que la tenía por algún motivo. Con el tiempo aprendí la importancia del nitrógeno en todos los cuerpos y su facilidad de unión una vez separado de su gemelo en estado gaseoso.

El encargado que me contrató era un tipo misterioso, pero amable. No me hizo entrega de aquel puesto porque necesitase un contable si no porque deseaba librarse de aquel tedioso trabajo que era sumar y restar números, justificando gastos e ingresos para dedicarse a su química. Con la sabiduría de los años descubro que era inexperto en su método, muy sucio y atolondrado, pero en aquel momento, aquellos humos y reactivos me resultaban fascinantes. Con el tiempo comencé a acercarme un poco más, al fin y al cabo la oficina era estrecha y del roce nace el cariño. Me enseñó algunos test básicos del salitre y me hizo alguna demostración de sus conocimientos químicos que le brindaba su “libro de recetas” aunque a mi no me resultaba nada apetecible la colección de metales, ácidos y óxidos que allí venían descritos. Con el tiempo construimos una relación de amistad que me llevó a enseñarle el lenguaje del entorno natural, pues era de Granada y nunca había pisado el campo. Nos compenetrábamos a la perfección y, como al nitrógeno, era raro vernos separados el uno del otro. Así como el fue cogiendo soltura entre las zarzas y las mieses yo demostré gran avidez entre los frasquitos. Por eso, una cálida noche de agosto se acercó a casa a hablar con mis padres sobre un puesto de contable en Bilbao. Mi madre volvió a oponerse pero en menor medida, comprendía que en algún momento tenía que irme y al cabo de dos días me encontraba con un pliego que me entregó el encargado para un conocido suyo, una carta de recomendación en el bolsillo de la chaqueta y una maleta rumbo a Bilbao. Como el nitrógeno se me había separado de mis iguales de nuevo para volver a ser más reactivo.

#Iridio: Desde que llegué a Bilbao todo era sorprendente. Los edificios eran más altos que los que había visto nunca, todo plagado de casonas. Los coches eran habituales y el tranvía unas enormes máquinas que no se inmutaban ante nada ni nadie. Parecía otro país totalmente. Pasada una semana ya estaba asentado en la comodidad de mis posibilidades en un pequeño piso, mi primer salario se había ido en adecuar un poco mi situación comprando un reloj, un traje de segunda mano y unos manguitos, salvando la parte que correspondía para la comida. Una semana más tarde me movía por la ciudad como si hubiese nacido en ella y recordando una tarde la carta que cogía polvo en mi escritorio, la recogí y me dispuse a entregarla. Iba dirigida a un tal O., un conocido del encargado de la Universidad del País Vasco. Vagué durante horas buscando la Universidad pues nunca había estado allí. Después de un largo paseo me encontré en la recepción pregunté por el destinatario y me dijeron que se encontraba en su despacho, seguí las indicaciones y me encontré en la puerta. En una inscripción venía escrito O./ Vicerrector. Llamé a la puerta y se me invitó a entrar. Dentro, un hombre delgado y espigado escribía sobre un papel con una de aquellas plumas de punta de iridio que anunciaban las librerías modernas. Le entregué la carta sin mediar muchas palabras fuera de las de cortesía. La leyó rápidamente tras lo cual me examinó igual de rapido por encima de sus gafas.

—Comienza usted a estudiar en septiembre en la facultad de química. Escriba su dirección y le mandaremos la información correspondiente.-

#Berilio: Llegó septiembre y mi primer día de clases. Estaba emocionado por aquel nuevo comienzo y a la vez nervioso como la cincuentena de alumnos y alumnas que nos encontrábamos allí, a las puertas de nuestro nuevo destino. Nos dirigieron a nuestra aula y cuando nos hubimos sentado apareció O.. Caminaba por el estrado sin prestarnos la mayor atención. Cogió una tiza y escribió un nombre en el enorme pizarrón. Se dió la vuelta, se acercó a la palestra y dijo:

-Este nombre pertenecía a un querido compañero que falleció hace tres meses por beriliosis debido a su adicción al óxido de berilio y a su incapacidad para tratarlo con el cuidado que necesitaba. La química es mortal en sí y se ha de tratar siempre con respeto, no quiero un solo accidente en ninguno de mis laboratorios y si lo hay el culpable será expulsado. Dicho esto, abran su libro por la página trece y comiencen a leer.-

#Hierro: Conforme iba avanzando el curso comprendimos la naturaleza de las leyes químicas que formaban nuestro mundo. Como reaccionan entre sí los distintos compuestos, las valencias, ácidos y bases de todo tipo, sales y más sales junto con compuestos de nombres extrañísimos. Y de entre toda esa verborrea del aula recuerdo con especial cariño el día en que se nos explicó la magnetita.

La magnetita tiene su origen sin esclarecer, algunos lo atribuyen al monte Ida por el que paseaba un pastor llamado Magnes que al pasear sobre unas piedras vió como estas se pegaban a los clavos de sus botas y otras a la ciudad de Magnesia. Pero más sorprendente que su origen de leyenda es su estructura química. Esta piedra está compuesta por un óxido de hierro que presenta ambas valencias de este (+2,+3) que colaboran entre sí dentro de la estructura cristalina del material. Es de esta colaboración, como de la colaboración que se dá entre un ingeniero y un médico a la hora de diseñar prótesis o entre nosotros y nuestro bioma interno a la hora de aprovechar los frutos de la tierra, de dónde nace sus capacidades sorprendentes pues al fin y al cabo tanto el mundo de la química como el mundo vivo están determinados por innumerables colaboraciones de unión.

#Plomo: Estalló la guerra civil y a mí me pilló en Bilbao. Nos llamaron a filas, se nos asignó un fusil y se nos agolpó en barracones a la espera de que fuésemos lo suficientemente duchos en el arte de matar con pólvora y plomo. Se nos enseñó a cavar trincheras, a poner minas y marcar la senda entre estas, a echar cuerpo a tierra y todo lo que necesita saber un soldado aunque creo que pocos de nosotros nos sentíamos como tal. Sin embargo, entre aquel bautizo de plomo conocí a gente como yo, gente que no veía en ello ningún placer, ni siquiera lo consideraba una etapa de su vida si no un mero trámite. Conocí gente de todos los lugares de españa que estaba ahí por mera casualidad.

Trabé amistad con un extremeño que no pintaba nada ahí, simplemente había venido hasta Bilbao vagabundeando buscando un trabajo de lo que fues. Jamás había visto el campo más que pos la ventanilla del tren. Conocí también un vasco, comunista por su vida en la metalurgia aunque se mostraba bastante en contra de ciertos aspectos y los negaba tajantemente en muchas ocasiones.

Y estos tres hombres tan dispares nos juntamos en aquel barracón. Fumaban mientras jugábamos a las cartas, nos haciamos favores y más de una vez robamos en la cantina. Nos unimos y como el plomo de las balas que ya se disparaban en los frentes nos volvimos dúctiles y encajamos los golpes de aquel momento lo mejor posible.

Más tarde, debido a mis estudios, me destinaron a botica y allí les perdí la pista. Del extremeño oí que perdió un hermano, fusilado al final de la guerra y del vasco no supe nada desde que lo destinaron al cuerpo de artilleros.

#Silicio: La botica era un lugar tranquilo, sin más ajetreo que el de esconder nuestras comidas clandestinas cuando llegaba el capitán. En ella estábamos una enfermera y yo, que no tenía ni idea de medicina y me guiaba por lo que había en el libro del anterior boticario y las recetas de los médicos. Consultaba en los libros la enfermedad, el tratamiento seleccionado y empezaba a mezclar polvos, líquidos y demás productos de aquellos frasquitos de transparente silicio hasta hacer el ungüento, cataplasma o sal requerida, lo mandaba con su método de uso y una receta más expedida.

A parte de recetas médicas de aquellos frasquitos sacabamos los ingredientes que necesitásemos. Las hierbas nos servían para asar los lagartos que yo cazaba como en mi infancia y el bicarbonato para hacer subir las magdalenas que de vez en cuando preparábamos. Usábamos los infiernillos para freír pequeñas piezas de carne de paloma, hasta una vez hicimos una receta de tortitas que ella consiguió de un periodista americano novio de una amiga suya. Pero como ya he dicho, una vez a la semana, venía el capitán, lo que no sabíamos era qué día ni a qué hora. Era un hombre gordo con una nariz enorme que nada más entrar en nuestro cuarto tomaba una gran inhalación y gritaba: “aquí no huele a botica muchachos”. Nosotros tragabamos rápidamente lo que sea que hubiésemos hecho o escondíamos la sartén aun chisporroteante debajo del mostrador.

Pero no todo era así de divertido. Lo malo de las estanterías llenas de frasquitos y los útiles de silicio es que son muy frágiles y las cargas de obús los hacían añicos al caer contra el suelo aunque peor que aquello era su tintineo lúgubre. Un campaneo triste, constante y rápido que a ambos nos producía escalofríos a ambos. En los últimos años de la guerra con la intensificación del fuego de artillería y los ataques aéreos teníamos los nervios destrozados. Depositábamos los vidrios con sumo cuidado para evitar su tintineo y aún hoy es el día que detesto el más mínimo ruido de vidrio y un vaso que se cae me transforma en un Mr.Hyde agrio y violento durante unos segundos.

#Mercurio: Salí de la tienda de antigüedades con mi nueva adquisición, un termómetro del siglo pasado que hacía tiempo que quería comprar y aunque los sueldos del ejército no eran holgados con un poco de ahorro y sacrificio conseguí hacerme con aquella maravilla. Traía consigo los tres sistemas de medición de la temperatura que se usaban en el mundo, fahrenheit, kelvin y celsius al igual que un pequeño manómetro. Vamos, el deseo de todo aficionado a la meteorología y con él me dirigía a la botica. Dediqué toda la mañana a buscarle un sitio en la pared y con una vieja barrena hacer el agujero, colocar la alcayata y más tarde colocar mi gran termómetro. Se ajustaba a la perfección con el gancho de latón de su espalda. Di un par pasos hacia atrás para observar mi obra y mientras ensimismado miraba aquel magnífico instrumento sonó la alarma antiaérea. Nos escondimos la enfermera y yo y comenzó de nuevo el incesante tintinear de cristales, los obuses cada día caían más cerca, en las calles aledañas hundiendo las murallas de la guarnición. Y ese día justo uno calló a la puerta de la botica. Reventaron los cristales que había, algunas vitrinas pero lo más desgraciado fue ver como mi nuevo termómetro se hacía añicos contra el suelo. Su enmarcación de madera se desgració en el golpe y el pequeño tubo de cristal se partió en dos lo que me permitió ver cómo las pequeñas gotas de mercurio corrían por el suelo como canicas. Canicas con las que mi madre no me hubiese permitido jamás jugar y que me recordaron a como las recogía ella para guardarlas en un pequeño frasquito en lo alto de la cocina. Canicas que rodaron como las lágrimas y fueron las únicas que derramé pues aquella beligerancia ya me había consumido por dentro.

#Wolframio: Un buen día la guerra terminó. Las tropas del bando sublevado entraron en los últimos bastiones republicanos entre ellos mi ciudad adoptiva. Cuando ví inminente su llegada lance mi uniforme al fuego de la calle y me vestí con una ropa de cambio que guardaba en un cajón sobre la que puse una bata manchada y raída que había en allí desde que llegué. Pasaron los soldados al lado de los estruendosos carros de combate con sus chapas reforzadas en wolframio.

El wolframio, aquel metal descubierto por dos españoles que durante décadas se convirtió en el mineral de sangre europeo. Familias enteras se encerraron en las minas después de que la demanda se disparase con motivo de los conflictos posteriores a la primera guerra mundial. Minas insalubres, sucias, con humos negros, estrechas y oscuras que se llevaron con ellas más gente de la que alimentaron. Aquel mineral que recorrió europa y que puso a nuestro generalísimo Francisco Franco en el punto de mira de las naciones occidentales que buscaban aquel mineral pues hacía sus blindados más resistentes y más tarde sus balas más mortíferas. Allá a dónde iba abría heridas supurantes, convertía el paisaje en un lodazal destrozado con el único relieve del alambre de espino. El mineral que dictó la forma de Europa durante los próximos años y que forjó el destino de miles de jóvenes como ya hizo con el mío.

#Aluminio: La posguerra se asentó en España mientras Europa se desangraba. El hambre y el frio eran el día a día de los españoles. En aquellos momentos de necesidad todos tirábamos de lo poco que había y yo hacía días que no tenía nada más allá del anillo de mi madre.

Hacía semanas que no probaba bocado más allá de los gatos que las gitanas viejas vendían por conejo y un poco de tocino rancio. No llegaba ni el marisco del puerto. Pero era eso o calentarse y el invierno había comenzado muchas semanas antes. Con el corazón en un puño me acerque a una tienda de joyas a cambiar el anillo por las pocas pesetas que me fuesen a dar. Entré en la que había en la calle de mi piso. Había pasado muchas veces pero nunca había mirado dentro. No sabía nada sobre aquella pequeña tienda de la esquina y su escaparates repletos no ayudaban. Al empujar la puerta sonaron las campanitas que más de un comercio tenía para avisar de la entrada de un nuevo cliente. Saludé y lo hice una segunda vez pues tardaba en encontrar una respuesta pero nada más terminar el segundo saludo este fue recibido por un resoplido y una voz que en un tono burlesco más que cascarrabias decía que si tenía mucho que hacer podía irme y volver en otro momento. Me quedé callado y esperé. Al cabo de unos quince minutos salió una mujer del almacén. Tenía el pelo largo y oscuro recogido en un desgarbado moño y una sonrisa burlona a juego con la expresión de sus grandes ojos.

—¿Quiere usted algo o se va a quedar mirando mucho más tiempo?— se burló de nuevo.
—Que… Quería vender este anillo—eché mano a mi cuello y lo saqué. Me temblaban la voz y el pulso.

Lo tomó con sumo cuidado y comenzó a hacerme preguntas sobre por qué quería venderlo, de dónde había salido, cuánto esperaba sacar que en el ritmo de la conversación se fueron volviendo más íntimas. Notó que mi acento no era vasco y me preguntó por mi pueblo, por la salud de mi madre y que hacía yo allí. Con los años me doy cuenta de que ante la respuesta de químico vaciló un momento, como si le hubiese parecido un profesión extraña, pero pronto retomó sus preguntas y me preguntó por su trabajo, sobre si sabía algo de metales preciosos y gemas ¿Que si sabía? Le conté cómo se formaba un cristal de diamante, más tarde las esmeraldas y por último, con motivo del anillo que se encontraba en el mostrador entre nosotros por los zafiros. Le hablé sobre el origen de su color en el óxido de aluminio, aquel metal que estaba en las cucharillas de los bares y las ollas de las cocinas, que nos acompañaba en nuestro día a día. Continué con mis breves conocimientos de geología básica, narrando el origen de todas aquellas piedras que conocía. Con todo esto me escuchó fascinada, apoyada en el mostrador como una niña que mira a su abuelo cuando le cuenta una historia y cuando hube terminado sacó doscientas pesetas de la caja registradora, las enrolló y las metió dentro del anillo. Tras esto me tendió el atillo y me dijo:

—Este anillo se merece algo mejor que el dedo de una señorona zafia y sucia. Y sobre este dinero que te presto que sirva en pago por tus historias y entretenimientos y como excusa para que te vuelvas a pasar por esta tienda.—

#Oxígeno: Me casé con la joyera tras un noviazgo largo y alegre en el que gastábamos nuestro tiempo en dar largos paseos, ver la ría o en ir hasta Guecho a disfrutar de la playa y tras desposarla no dejó en ningún momento de ser la mujer alegre que había conocido tras el mostrador.

Tras casarnos busqué un trabajo lo más estable posible en vizcaya pero viéndome incapaz de ello recurrí a viejos conocidos de la carrera. Resulta que un valenciano con el que establecí cierto contacto sabía de un puesto de químico en una empresa de pólvora cerca de Valencia. Se lo comenté a mi mujer y en una semana nos vimos con unas pocas maletas en un precario cuatrolatas.

En lo que nos instalábamos en Valencia yo entré al puesto. Consistía en, sin mucho aparataje, comprobar la calidad de la pólvora que se producía midiendo mediante reactivos los gases producidos tras la combustión, la “ausencia” (pues los estándares de calidad dejaban bastante que desear) de metales pesados ajenos a la fórmula y otra infinidad de exámenes a los que también sometía las materias primas. Mientras hacía todo esto en el pacífico trabajo del laboratorio me maravillé como lleva haciendo la humanidad durante años de aquel explosivo.

Cuenta la leyenda que surgió por suerte mientras unos médicos chinos buscaban la inmortalidad. Un compuesto que tenía su base en el salitre, el mismo con el que desperté mi deseo sobre la química y de este salitre surgía su capacidad deflagrante. Una combustión es una reacción bastante simple, tan solo requiere combustible, comburente y calor. El combustible es aquello que se va a quemar, el calor la forma en la que se libera la energía y el comburente el oxígeno y la pólvora ya tiene una gran parte en su interior en la forma del salitre antes mencionado. Esta riqueza en oxígeno hace que se produzca una rápida combustión, muy energética debido a la rotura de los enlaces carbono-carbono, de los más fuertes en el mundo químicos y que rápidamente genera una gran cantidad de gas. Si este gas se mantiene encerrado en un recipiente aumenta la presión hasta el punto de hacerlo reventar. Pero he de decir que, a pesar de que esto resulte ya de por sí algo fascinante que nos ha fascinado durante años, mi fascinación viene de que no posee una fórmula química como tal. Consiste en una mezcla de sustancias que, como ya se ha dicho, trabajan conjuntamente, como catalizadores, combustible o comburente. El eterno retorno de la colaboración es algo universal en la química que nos permite pensar que quizás la entropía no sea tan hegemónica como se piensa.

#Estroncio: La fábrica prosperó desde la posguerra, alimentábamos con nuestra pólvora las mascletás de toda la provincia de valencia y debido a nuestra fama nos pedían que hiciésemos petardos de diferentes formas y sonidos. Esto obviamente a mi no me incunbía aunque alguna vez me pidieron ayuda para algún tipo de pólvora especial. Lo que sí resultó de mi incumbencia fue el deseo de un empresario valenciano, de una estirpe querida por su participación en las fiestas. Quería unos fuegos artificiales que conformasen las barras rojas y amarillas de la bandera valenciana y a mi se me encargó encontrar los productos. El amarillo es sencillo, nitrato de sodio el cual tan solo había que comprarlo a nuestros proveedores de salitre pues se encuentra en ocasiones en la composición de este. Sin embargo el rojo es de producción más complicada pues aunque también es un nitrato es nitrato de estroncio, un metal no muy abundante en España en aquel momento. Me armé con mis contactos de la carrera y comencé a mandar cartas pero aquello era de todo menos rápido. Nadie contestaba después de haber mandado una treintena de cartas y un mes antes de San José encontré la ansiada carta en el escritorio. Un amigo de Bilbao que aún ejercía allí me habló de un inglés el cual conseguía cualquier elemento habido y por haber, me mandaba el número de teléfono de dónde se hospedaba. Llamé durante todo el día sin éxito, tan solo contestaba la encargada del hostal a la cual dejé aquel número. Cuando me preparaba para salir sonó el teléfono. Corrí hasta él, lo agarre casi con furia y saludé. Al otro lado una voz con fuerte acento inglés contestó. Hablamos un rato con dificultad y al final conseguí hacerme entender. Mandaría el estroncio una semana antes del día señalado pero ya lo tenía. Colgué y salí gritando a la calle como Pitágoras de los baños. No cabía en mí de gozo, estaba loco de alegría. Lo tenía.

#Litio: Durante mi época de universitario entre mis más aledaños y yo adquirimos el hábito de pasarnos distintos descubrimientos que hacíamos en nuestras respectivas especializaciones. Un día, por acto de estos buenos amigos míos y de forma totalmente inesperada, llegó a mi poder una carta con un texto sobre un tratamiento revolucionario contra el trastorno bipolar. Consistía en medicar al enfermo con pequeñas dosis de litio, un metal extremadamente reactivo. Escribí mi agradecimiento antes de nada y me dispuse a leer el artículo. El artículo era farragoso y complicado y no pretendo amargarle al lector esta última parte con él pero el concepto de que un metal que al contacto con el agua arde y llega a explotar se usase para tratar semejante tipo de trastornos resultaba sorprende. Se ha encontrado la salud en los venenos en múltiples ocasiones y siempre se ha dicho que el veneno está en la dosis y este es el caso. Aunque se desconoce por qué razón, el valor de aquel aquel metal en nuestro encéfalo debía mantenerse entre unos estrictos parámetros, casi más que cualquier otro del cuerpo humano. Por debajo, y el trastorno bipolar causa estragos, más, y perdemos el control sobre nuestros cuerpos. No es tan sólo débil la carne por los placeres que provoca en la mente de los hombres si no por su estrecha relación con la tierra. Tras aquel artículo me sentí agradecido de haber visto lo que me da de comer, de haber crecido entre los termones de tierra de campos, de haber visto el caldo vivo del mar y de haber comprendido la materia. Me emocioné al volver a sentirme, como el litio, parte pequeña pero indispensable de ese agua, de esa tierra. Di gracias por haber vivido un poco más, en estrecha relación con el mundo, por haber sido más humano que muchos.

#Bromo: Al ver cómo cambia el color de los pequeños cristales de bromuro de plata del papel fotográfico comienzo a vislumbrar el final de este libro. A medida que lo agito dentro del reactivo comienza a aparecer la sonrisa de mi mujer con el puerto viejo de Valencia detrás. Sigue siendo tan alegre como siempre. Me transporta la foto al momento en que la conocí, recordando sus burlas desde el otro lado del mostrador que tampoco había perdido. Continúo repasando todos los momentos de mi vida y viendo en ellos una parte de mi, de lo que soy, y estando parte de ellos aquí, y por ende parte de mí. Y con esto apelo al lector que espero que haya disfrutado con este breve relato. En él se cuenta la vida de un químico como el hombre del pendiente la relataba de sus jefes bárbaros.Aprovechando la inercia del desplazamiento espaciotemporal me desplazo a mi casa de piedra caliza en aquel pueblo del que sabía que comenzaba a decaer y me invadía la misma tristeza que lo hizo ambas veces que partí de allí, del abrazo de mi madre y de las risas de la criada. Pero me siento en la obligación de aclarar que en ningún momento fue una vida triste sino, como ya he dicho plena. Recordando termino con el revelado y lo paso por el fijador. Con cuidado de no arruinar la fotografía la pongo a secar y me dispongo a hacer lo mismo con este libro que es como una larga fotografía pasarlo por el fijador de las últimas frases. Salgo del cuarto oscuro y mientras cierro la puerta dejó en sus manos el deseo de cerrar este libro que le aconsejo, por su naturaleza fotográfica, rememorar en algún momento.

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