Caminaban de la mano por una ciudad deslumbrante ante un atardecer que ambos observan. Era diciembre en Madrid y las vacaciones para los más pequeños, como la niña que iba agarrada a su padre, habían llegado. Padre e hija recorrían las transitadas calles con la intención de llegar a cualquier bar tranquilo, ajeno a los miles de turistas que pretendían visitar la capital con sus características luces de navidad, para cenar un buen bocadillo. Sin embargo, ninguno de los dos tenía hambre, por lo que el paseo pretendía perdurar hasta que el sol ya no se encontrara sobre el horizonte.
La pequeña Helena, guiada por la curiosidad que dormía en ella, no hacía otra cosa más que realizar preguntas. Éstas podían parecer absurdas ante cualquier persona carente de esa intranquilidad que emanaba la niña, pero resultaban fascinantes. Cualquier objeto fuera de lo normal o individuo con rasgos característicos eran víctimas del escrutinio de esos jóvenes ojos. Por eso, cuando la pareja se sentó en el banco de una plaza en la que parecía haber más personas que cupones de lotería de Navidad, fueron el blanco de la gente que escuchaba a Helena hablar sobre ellos. El hombre podría haber dejado de contestar a las cuestiones más insolentes que le planteaba su hija, pero no veía la necesidad de dejar de alimentar una mente con hambre. El tiempo pasaba más rápido de esa manera y las luces adquirían cada vez más presencia.
Minutos más tarde, cuando las caras de los turistas parecían repetirse y la ciudad comenzaba a encender su propio aire acondicionado, el banco se quedó vacío y cogidos de la mano, retomaron el camino que los llevaría a la cena ya planeada anteriormente. Sin embargo, no se podían demorar mucho con el bocadillo de calamares. En el bolsillo de los vaqueros de Gabriel descansaban dos entradas para ver a la Orquesta Filarmónica de Viena. Era la oportunidad perfecta para que la pequeña de siete años pudiera ser partícipe del sonido de un ferviente número de instrumentos siendo tocados a la vez, en perfecta armonía. Con esa excusa, el hombre, gran seguidor de la música clásica desde que sus padres le despertaban tocando una sonata de Chopin al piano, podía ver por primera vez en la vida real la gran orquesta de la que siempre disfrutaba a través del filtro de una pantalla e incontables quilómetros.
Parecía que habían escogido el día ideal para no utilizar ningún tipo de transporte, solamente pasos cortos y tranquilos para dejarse llevar a través de los diversos olores que desprendían los locales. Se encontraron de pronto en la calle donde de una vez por todas, iban a conseguir entrar en algún bar. Al adentrarse en éste, Gabriel se dio cuenta de que su hija no le acompañaba. Confiando en encontrarla cerca, deshizo el camino recorrido y vio a la pequeña parada frente a un escaparate que los ojos del adulto habían decidido ignorar, al contrario que los de la niña.
—¿Podemos entrar, papá?— rogó, con la cara brillante a causa de la luz que provenía del interior de la tienda y de su propia ilusión. Ambos estaban sorprendidos por la estética del lugar visto desde la calle. La juguetería poseía la apariencia de una vieja biblioteca repleta de libros antiguos, de la que en cualquier momento saldría un bibliotecario de barba blanca y gafas de media luna. Sin embargo, el jaleo proveniente del interior y el colorido escaparate demostraban que las apariencias podían engañar a cualquiera.
El hombre, calculó el tiempo que les quedaba para no llegar tarde al tan esperado espectáculo, agarró la mano de su hija y, con una gran sonrisa como recompensa, pasó el primero a través de la puerta pintada de color amarillo.
Las paredes de madera eran poco apreciables ante la gran cantidad de juguetes que tapaban su color marrón oscuro. La luz era leve, pero suficiente como para reconocer los objetos expuestos. Desde peluches hasta juegos de mesa, todo parecía estar en una misma tonalidad que hacía encajar cada pieza dentro de la bonita tienda de juguetes. En las esquinas, los dependientes y dependientas demostraban el poder de algunas piezas ante el aburrimiento, como un ratón de cuerda, un dominó de colores y un parchís en el que las piezas eran pequeñas réplicas de esculturas históricas, como la Venus de Milo, el David de Miguel Ángel o el Manneken Pis. Niños y niñas inundaban los huecos libres del local mientras descubrían nuevas formas de pasar el tiempo, hipnotizados por los sonidos de las cajas de música y de los instrumentos que adornaban la pared más alejada de la puerta por la que no dejaba de pasar gente.
Helena arrastró a su padre por toda la planta baja, tocando cada objeto que se cruzaba en su camino y disfrutando de juguetes reales, no de imágenes plasmadas en un catálogo. Estaba tan influenciada por las grandes empresas de las que procedían la mayor parte de los juguetes de plástico que pedía por navidad, que un simple coche de madera la maravillaba. Sin embargo, esa planta no había sido suficiente para calmar su sed. La niña se había encontrado de frente con unas anchas escaleras, decoradas con una alfombra roja y en las que el pasamanos se veía asfixiado por guirnaldas que se enrollaban alrededor de la madera, creando una bonita mezcla del color marrón con los colores característicos del parchís.
Padre e hija subieron, ambos con una espinita clavada en el cuello llamada curiosidad, sin saber la sorpresa que se podían llevar al descubrir la segunda parte de la tienda. Ahí, la tranquilidad inexistente de la planta baja era palpable, puesto que las manos más jóvenes se suelen decantar por juguetes antes que por puzles. Estanterías repletas de ellos se alzaban ante Gabriel y Helena. Parecía una pequeña librería en la que los libros habían sido sustituidos por miles de piezas que pretendían encajar entre sí para crear formas, dibujos, obras de arte. Cuando fueron capaces de asimilar la belleza del lugar, se adentraron y sus caminos se dividieron según sus preferencias.
El hombre se dejó llevar por pequeños carteles en los que se indicaba la temática de los puzles de las distintas zonas y acabó buscando entre los que recreaban cuadros famosos. Sus dedos habían decidido por él; un cuadro impresionista podría ser un gran reto y a la vez una buena forma de pasar las tardes aburridas en casa. Monet, Renoir, Cézanne…
Helena no seguía otro criterio que no fuera la curiosidad, y sin darse cuenta, muchos números y fórmulas la esperaban para ser ordenados. No había demasiados puzles relacionados con la ciencia, por lo que los primeros los pasó de largo. Sin embargo, a la altura de sus ojos uno había decidido saludarla amablemente. La niña, maravillada por la bonita composición de colores que se mostraba en la caja y la rara combinación de palabras que no entendía, sintió la necesidad de obtener una explicación. Sin dudarlo dos veces, agarró el juego y corrió por los estrechos pasillos que creaban las estanterías en búsqueda del hombre que le explicaba los motivos de todo.
Entre el silencio creado por la poca presencia de personas en la planta y el débil sonido de la voz de Jim Morrison cantando You´re lost little girl, la niña soltó un grito con el nombre de su padre para que se encontrara con ella lo antes posible. El hombre vio primero la caja, después a su hija, lo que causó una pequeña sonrisa en su boca.
—Papá, no sé lo que es esto— dijo la niña de siete años señalando el dibujo de la caja- ¿Me lo puedes explicar?
Gabriel miró el reloj. El tiempo les perseguía más rápido de lo acordado.
—¿Qué te parece si te lo cuento todo con calma mientras nos comemos un buen bocadillo?— le preguntó a su hija a la vez que cogía la caja donde había un gran dibujo de la tabla periódica y la posaba en la estantería más cercana.
Helena, apenada, se agarró una vez más a la manga del hombre que le parecía tan alto y se dispuso a abandonar con él la tienda, dejando a sus espaldas lo que sería el inicio de algo que se le iba a quedar grabado toda la vida.
Les sirvieron la cena pocos minutos después de haberla pedido y ambos disfrutaron en silencio de esos segundos precedentes a la tormenta de preguntas que se les venía encima. Helena quería respuestas lo antes posible, pero sabía que primero tenía que formulárselas a si misma para que al salir de su boca tuvieran algo de sentido. El problema era que no sabía por dónde empezar. Desconocía el campo relacionado con esa tabla tan curiosa que había captado su atención en la tienda de juguetes. Mientras pensaba en silencio, devoraba rápidamente el bocadillo sin ser apenas consciente de lo que estaba comiendo.
Cuando terminaron y consiguieron ser golpeados por el cambio de temperatura que causaba cristales empañados en cada local, el silencio desapareció.
—Papá — comenzó Helena, tirándole de la manga a Gabriel — ¿Tú sabes lo que era ese dibujo? ¿El que aparecía en la caja del puzle, donde había cuadraditos de colores con palabras dentro?
La impaciencia de la niña hizo reír a su padre, quien sabía perfectamente que ese dibujo tan aclamado durante la tarde que habían pasado juntos se trataba de la Tabla Periódica de los elementos, presentada por primera vez por el científico Mendeléyev. Lo que ya no tenía tan claro era la explicación que le iba a dar a la niña. El hombre había estudiado una carrera científica, por lo que poseía conocimientos básicos sobre química, pero nunca se había planteado una explicación de la base de esta rama de la ciencia. Aún menos para alguien de siete años quien apenas acaba de recibir la primera impresión de las ciencias naturales en el colegio, eso sí, sin dividir todavía la materia entre química, física, geología o biología.
La pareja, a medida que se aproximaba a la zona del auditorio, comenzó a ver más y más gente elegantemente vestida, combinada con la majestuosidad del evento y la claridad de esa noche de invierno. Cualquiera que se fijara un poco podía ver que los niños y niñas de edades próximas a la de Helena no iban a abundar esa noche. Muchas de esas personas parecían haberse tomado el concierto como una forma de escapar de las innumerables obligaciones familiares de esas fechas, dejando a los más jóvenes en casa, como si alguien de corta edad no pudiera ser partícipe de un espectáculo como la música. Gabriel, sin embargo, tenía una opinión completamente diferente a la de muchas parejas vecinas. Siempre había sido partidario de mostrarle a su hija todo aquello que le pudiera servir para saciar su curiosidad, o hacerla aún mayor. Museos, obras de teatro, películas, libros, conciertos o viajes. Según él, gran parte del conocimiento que le iba a ser más útil en su vida futura provendría de experiencias vividas, no precisamente del colegio.
Alcanzaron la fila serpenteante, formada por todos aquellos que pretendían llenar el patio de butacas y los palcos, la cual daba casi una vuelta al edificio. Una vez parados, Gabriel sacó el móvil y buscó en Internet la tabla periódica. Se agachó a la altura de Helena y ambos observaron “el dibujo con cuadraditos de colores”.
—Era parecido a este. —corroboró la niña, admirada de nuevo por la complejidad de la imagen. —Pero más bonito.
Juntos, observaron detalladamente la pantalla del móvil, que mostraba un dibujo conocido para unos ojos, pero completamente nuevo para los otros. Helena no quería insistir más en una explicación, puesto que sabía que su padre se la iba a dar, pero no sabía cuándo. Entonces, para su grata sorpresa, el hombre comenzó a hablar mientras la fila avanzaba un poco más.
—Este dibujo es la Tabla Periódica de los Elementos. — dijo Gabriel, todavía agachado a la altura de la pequeña y hablando con voz suave. Parecía que estaban compartiendo un secreto. — En ella aparecen ordenados todos los elementos químicos que se han descubierto o fabricado artificialmente hasta el día de hoy.
La niña le miró, un tanto confusa ante su introducción. Desconocía el significado de palabras como “elemento químico”, por lo que no dudó en preguntar.
—Papá, ¿para que sirve un elemento químico? — dijo Helena, haciendo reír a la pareja que tenían delante en la fila. El hombre los miró con semblante serio antes de articular una respuesta.
—Los elementos químicos que aparecen en esa tabla son como pequeñas piezas de un rompecabezas. Se unen de diversas maneras para crear la materia. — contestó, causando aún más confusión en la cara de su hija.
—¿Entonces mi zapato está formado por ellos? — volvió a preguntar, un tanto molesta. No le hacía gracia que esas cosas pequeñas de las que hablaba su padre estuvieran tocando su pie.
—Tu zapato y tú misma. Todo está formado por ellos.
En ese lugar donde Gabriel igualaba la altura de Helena, ambos respiraban el aire frío de diciembre y apenas unos pasos les separaban de la puerta, se formó un silencio interesante, donde los pensamientos de la niña gritaban sin ser escuchados. No entendía nada. Podría llegar a pensar que lo que le decía su padre era mentira, una historia inventada o sacada de cualquier libro de Roald Dahl, pero confiaba en sus palabras. Aquel hombre que la cuidaba cada día sin la ayuda de nadie más, que le hacía las coletas cada mañana y la llevaba a clases de música nunca le había mentido. ¿Por qué lo iba a hacer ese día?
Se vieron interrumpidos cuando la mujer de abrigo de piel que iba delante ofreció su bolso a los guardias de seguridad para que lo revisaran y se adentró en el auditorio, dejando a la pareja como primeros de la larga fila. Gabriel se incorporó, sacando las entradas del bolsillo para poder entrar de una vez por todas en el elegante edificio donde se respiraba aire de música. Una vez revisadas, dejaron atrás la fila, sintiéndose acogidos por un calor reconfortante.
El hall que les había recibido era muy amplio, con techos altos, decorados de forma discreta pero atractiva. Todo aquel que había superado el tiempo de espera fuera del auditorio caminaba por allí con la misma sensación que el padre y la hija, la de haberse adentrado por unas horas en un mundo completamente diferente al suyo, el cual se encontraba al otro lado de los cristales y donde dominaba una rutina diferente a la que se palpaba dentro del edificio. Un mundo ajeno al suyo, pero en el que las dudas continuaban presentes.
Escasos eran los minutos que quedaban para que el espectáculo diera comienzo, por lo que se apresuraron a sus localidades subiendo unas cuantas escaleras. Antes de adentrarse en zona de butacas, Gabriel se hizo con dos folletos con el programa. Se los dio a Helena para que los sujetara mientras él buscaba cuales eran los asientos asignados. Había tratado de reservarlos en una zona lo más centrada posible, cerca de la barandilla que separaba el primer piso del patio de butacas, que se mostraba ya prácticamente lleno. Lo más satisfactorio que había conseguido eran dos asientos en la fila más baja de ese primer piso, un tanto orientados hacia la izquierda.
Tras unos minutos sentados allí, en los que se habían dedicado a deshacerse de todas las prendas de abrigo que llevaban encima, comprobaron sorprendidos que era un buen lugar desde el que iban a poder disfrutar del concierto. No tenían a nadie delante, solo un cristal que no interfería a la hora de analizar el escenario, y veían a cada uno de los músicos de la orquesta. La niña, maravillada, se acercó al vidrio y no despegó la mirada de los instrumentos hasta que la primera nota inundó la sala. Todas las sillas que había en el escenario estaban ocupadas, solo faltaba el director, pero parecía que querían empezar a tocar. Entonces algunos instrumentos de viento dieron notas que no sonaban bien juntas. Helena, sorprendida, se dirigió a su padre.
—¡Van a empezar y el director aún no ha entrado en el escenario! — gritó, alterada. Esta acción se ganó las risas de las personas de su alrededor. Gabriel tiró de su brazo para atraerla hacia él.
—Están afinando. — susurró, mientras la cara de la niña se volvía de un color más rosado. — Todos tocan la misma nota a la vez, con el objetivo de que suene igual para que así nuestros oídos y los suyos no sufran.
Helena se rio de su padre, mientras volvía hacia el cristal y recuperaba su color de piel normal.
—Ya se lo que es afinar. — señaló, un tanto ofendida — No sé si te acuerdas, pero estoy empezando a tocar la flauta travesera.
El hombre soltó una carcajada. Era consciente de que su hija se estaba adentrando en el mundo de la música y eso le gustaba. Ver una orquesta no era, por descontado, un mal primer paso.
Un aplauso que se extendió a lo largo de todo el auditorio fue el primer indicio de que el director se había expuesto a la vista de todos los presentes. Helena supo que era el momento de sentarse, por lo que tomó asiento al lado de su padre y aprovechando que las luces aún estaban encendidas, leyó el programa. Ambos sabían que ella no conocía los títulos escritos, pero siempre era bueno tener una primera idea de lo que iban a escuchar.
El violín principal le dio la mano al hombre de batuta y smoking. Tras esta típica imagen, se disminuyó la intensidad de las luces y los músicos que se encontraban de pie se sentaron, acomodando los instrumentos y las partituras por última vez antes de comenzar. Esos minutos de silencio, llevaron a Helena a la pregunta que había estado orbitando en su cabeza toda la tarde. Sabía que su padre le había respondido de la mejor forma posible, pero por primera vez, no había sido suficientemente buena la respuesta. La niña de ojos oscuros no había terminado de comprender el objetivo de la tabla periódica y de los elementos químicos. Sin embargo, un sonido delicioso alcanzó el sistema auditivo de ésta, funcionando como señal de STOP para la corriente de pensamientos que había alcanzado una velocidad alta en su carretera.
Terminada la primera pieza, los aplausos hicieron su aparición de nuevo. Gabriel tenía la piel de gallina. Había deseado durante tantos años poder presenciar un espectáculo como aquel que el más sincero sonido de un oboe causaba una gran emoción en él. Los segundos previos al comienzo de la siguiente pieza fueron suficientes para mirar a su hija y descubrir su cara de felicidad. Le había gustado, lo notaba.
—¿Qué te ha parecido? — le susurró, haciendo que despegara su vista de los violines. Ella asintió enérgicamente, dando a entender su aprobación hacia la orquesta.
Pasados unos minutos, en los que destacó la conocida melodía del Danubio Azul, se pudo dar por terminada la primera parte. El público comenzó a levantarse con el objetivo de gastar dinero en alguna bebida cara y de entablar conversaciones en las barras. Ellos esperaron un tiempo antes de seguir a las masas. Necesitaban asimilar lo que acababa de suceder. Sin embargo, cuando todos los músicos habían salido del escenario, abandonaron sus butacas y volvieron al inmenso hall repleto de vestidos elegantes. Las palabras se resistieron un poco más, hasta que la curiosidad de Helena venció al silencio.
—Quiero que me expliques lo de la tabla periódica otra vez. — dijo con semblante serio. Sus pensamientos habían adquirido velocidad de nuevo y no se iban a rendir tan fácilmente.
Gabriel esperaba que el nombre de ese dibujo tan conocido durante la tarde pasada surgiera de nuevo, pero no tan pronto. No se le ocurría de qué forma podía presentar la química como algo sencillo ante los ojos de Helena. Ya lo había intentado una vez y no lo había conseguido. Quizás con alguna comparación, de forma que la niña pudiera visualizar la explicación en la realidad, sin que el concepto pareciera tan abstracto…
Aceleró notablemente el paso, arrastrando a su hija y sus protestas con él. Había encontrado la forma perfecta de hacer entender el dibujo de la caja del puzle, pero para eso tenían que volver a su sitio, con la orquesta entera a la vista.
Bajaron las escaleras que llevaban hacia el cristal, el cual señalaba el final de ese piso, y se arrimaron los dos a este. Gabriel podía apoyar en él los codos, mientras que Helena miraba a través del vidrio. El escenario estaba decorado con sillas e instrumentos, pero ni una sola persona lo pisaba en esos momentos.
La niña todavía no sabía lo que pasaba por la cabeza de su padre, pero este parecía tener los pensamientos cada vez más claros. Acompañado por el murmullo de aquellos que comenzaban a tomar asiento, maquinaba de la forma más precisa sus siguientes palabras. Una vez las tuvo claras, buscó en el móvil la imagen de la tabla periódica, se agachó hasta quedar a la altura de Helena y colocó la pantalla de forma que ambos podían divisar el dibujo y el escenario.
—Lo que te voy a decir ahora no lo vas a entender hasta que acabe el concierto. —puntualizó Gabriel, comenzando con lo que sería la explicación definitiva. -Prométeme que vas a tener paciencia.
La niña frunció el ceño, pero asintió en dirección a su padre. Lo único que quería era comprender, aunque tuviera que esperar más tiempo del que le gustaría.
—Ahora fíjate en el escenario. — continuó el hombre — Voy a hacer una división de los distintos grupos de instrumentos que hay en él.
Helena prestó más atención al lugar por el que los músicos comenzaban a pasear, hablando unos con otros tranquilamente, como si nadie les estuviera observando.
—Al frente, siendo el instrumento mayoritario, se encuentran los violines. Entre estos hay violas, que suelen pasar desapercibidas. — Gabriel rio para si mismo y continuó con la explicación. — En el lado derecho, enfrentando a los violines, los violonchelos dominan la frontera entre acordes agudos y graves. Sin embargo, para marcar el bajo de forma contundente, aparecen los contrabajos en escena. Guardan las espaldas de los violonchelos. En una conversación, estos contrabajos serían respondidos por las arpas, situadas en el lado opuesto.
En ese mismo instante, un par de arcos hicieron sonar una serie de notas con la intención de dejar los instrumentos afinados para la segunda parte. A estos los siguió el sonido de un clarinete junto con un oboe.
—La familia de viento madera, formada por oboes, clarinetes, fagots, el cuerno inglés… - les presentó, agradecido por esta corta intervención en un momento tan oportuno.
Gabriel se vio interrumpido por la pequeña, que emocionada deseó contribuir a la explicación.
—¡La flauta travesera! — exclamó entusiasmada. Su padre asintió. La colocación de la orquesta no era algo difícil de entender.
—Esos instrumentos suenan más débiles que los que se sientan justo detrás, viento metal. Tubas, trombones, trompetas y trompas. – añadió, antes de mencionar a los últimos componentes del grupo tan grande de instrumentos. – Pero nada suena igual a la percusión. Sin ella, no habría finales felices, y a ti te gustan los finales felices.
Casi todos los asientos se encontraban ocupados, clara indicación de que la segunda parte iba a comenzar. Sin embargo, las luces continuaban encendidas, por lo que la pareja no se sentó. Ambos miraron detenidamente a la orquesta, ella sin comprender la importancia de esta en la explicación y él buscando la mejor manera de continuar con su plan.
—Ahora observa la tabla periódica. —continuó el hombre, dispuesto a hacer comprender la química esa misma noche. — En esta podemos diferenciar dos grupos: los metales y los no metales. Los primeros son brillantes y buenos conductores del calor y la electricidad, mientras que los segundos son todo lo contrario.
Helena parecía estar siguiendo la explicación, por lo que Gabriel no dudó en continuar.
—Ahora olvídate de estas características que te acabo de nombrar y céntrate en el hecho de que los elementos de cada grupo van a tener propiedades comunes. Los metales unas y los no metales otras. — la niña asintió con alivio. Ya no recordaba cuales brillaban y cuáles no. — Eso sí, no despegues la vista del dibujo si quieres que tenga sentido lo que viene ahora.
El hombre hizo una pequeña pausa antes de continuar, en la que se dio cuenta de que el público comenzaba a ocupar sus asientos de nuevo.
—El primer elemento de la tabla es el hidrógeno, al que, como caso excepcional, vamos a imaginar de director de la orquesta.
Este hizo su aparición en el escenario, al son de los aplausos. Mientras las luces comenzaban a perder intensidad, padre e hija tomaron asiento. El hombre de la batuta comenzó un discurso hacia los espectadores, lo que dio tiempo a Gabriel para continuar.
—Este elemento principal forma parte de los no metales. Sin embargo, el resto de ellos los verás en la parte derecha de la tabla. —dijo, señalando las cuatro columnas finales. — Por un lado, formado por elementos como el flúor, el bromo, el cloro o el iodo, están los halógenos, que a partir de ahora serán nuestros instrumentos de viento metal. Junto a estos, el carbono, el oxígeno o el azufre podrían ser considerados como nuestros clarinetes, oboes, flautas traveseras…
—¡Viento madera! — completó la niña, participando en la explicación en la que se había sumergido de lleno, al mismo tiempo que el director comenzaba a hablar a través de un micrófono. Esta última acción fue una clara prórroga para la explicación de Gabriel.
—Una vez completados los no metales, deberíamos hablar de los metales. A este grupo van a pertenecer únicamente instrumentos de cuerda. Sin embargo, me gustaría destacar el sector que divide ambos bandos, donde se aprecian elementos como el boro, el silicio o el arsénico y que son conocidos por el nombre de metaloides. — continuó el hombre, señalando la escalera de colores representada en la tabla. — Serían esos instrumentos que caminan a paso continuo, marcando los bajos más profundos de la melodía: los contrabajos.
Gabriel indicó que la explicación iba a ir dirigida a las dos primeras columnas a partir de ese momento, ayudando con esa acción a que su hija observara los elementos dibujados debajo del hidrógeno antes de dar paso al resto de la exposición.
—Las arpas son la competencia de los contrabajos ya nombrados. -susurró, a tiempo que las luces se atenuaban más. – Por ese motivo las relacionamos con los metales alcalinos, como el litio, el sodio o el potasio. Frente a estos, la columna de metales alcalinotérreos representa claramente a nuestros queridos violonchelos, que se mueven en la línea que divide lo grave y lo agudo, la melodía y el acompañamiento. Algún ejemplo de estos últimos sería el magnesio, el calcio o el radio.
Faltaba poco para que diera comienzo, pero no podía dejar en blanco la parte más importante de la tabla.
—Como grupo mayoritario, destacamos a los metales de transición. – continuó - Estos aparecen representados en las diez columnas del centro de la tabla y los violines poseen el gran honor de representar al hierro, a la plata o al oro. Además, en el grupo cercano a estos, donde destacan el aluminio o el estaño, podríamos colocar a las violas. Apenas se diferencian de las diez columnas anteriores.
La niña lucía una sonrisa brillante en la cara. De esa forma era capaz de visualizar la formación de la tabla, y le gustaba. Pero faltaban detalles que no comprendía
—¿La última columna no tendría que estar formada por más instrumentos de viento? -puntualizó, señalando la columna de los gases nobles. Gabriel rio y le pidió un poco más de paciencia.
—Helio, neón, argón, viven apartados del resto de instrumentos. No ceden ni roban electrones, no se relacionan con el resto. No llevan la melodía, pero son tan importantes como cualquiera de los nombrados anteriormente. Platillos, timbales, xilófonos, la percusión entera. – tras estas palabras, vio el amago que hizo la niña de volver decir algo, pero él la frenó a tiempo. -Se que me vas a decir que todavía me falta algo. Esas dos columnas separadas de la tabla, donde pone lantánidos y actínidos, podrías llamarlos solistas. Un ejemplo es la pianista que ha entrado en este preciso instante en el escenario y a la que deberíamos escuchar en silencio.
Helena no había notado la presencia de un piano de cola al frente de la orquesta, igual que había ignorado los aplausos de bienvenida a la mujer solista. Con la sensación de que la explicación no había terminado, se hundió en su butaca y escuchó tranquilamente la pieza que abría la segunda parte. Sin embargo, no estuvo muy atenta a la obra interpretada, pues en su cabeza le daba vueltas a la colocación de la orquesta y a la de los elementos en la tabla periódica. Tenía sentido la relación, pero faltaba la conclusión de ésta. El motivo por el que esta relación había sido establecida. Confiaba tanto en su padre que escondió la impaciencia y disfrutó de las últimas notas del piano.
La solista abandonó el escenario y los organizadores del espectáculo entraron en este para arrastrar el gran instrumento de cuerda punteada hacia una esquina. Había perdido protagonismo tan rápido como lo había adquirido. La orquesta volvía a ser el principal foco de atención.
Gabriel ojeó de nuevo el programa, confirmando que la pieza que iban a tocar a continuación era la que le interesaba. Con la finalización de esta, la explicación quedaría acabada y quizás al día siguiente el puzle podía ser para Helena.
El sonido de los violines acalló los murmullos del público, enérgicos, llevando la delantera frente al resto de instrumentos. El hombre tenía pensado susurrarle a su hija que estuviera atenta a lo que iba a suceder durante esa pieza, pero prefirió jugar con el factor sorpresa. Ésta llegó cuando, tras unos minutos de música vivaz, la melodía se volvió más calmada y varios violinistas se levantaron de sus asientos, abandonando el escenario en plena pieza. A estos los siguieron algunos oboes, trompetas y tubas. Gabriel esperaba los murmullos que inevitablemente se mezclaron con la melodía de los instrumentos restantes, igual que una reacción por parte de Helena. Él simplemente se llevó un dedo a la boca y le indicó que no pronunciase palabra.
Fagot, flautas, violonchelos, contrabajos, todos los percusionistas, fueron alcanzando el lateral del escenario por el que había desaparecido el resto, y el director pasó a depender de la estabilidad de cuatro violines y dos violas. El sonido era débil, por lo que la gente se calló para poder escucharlo. Unos compases antes del final se levantaron cuatro de los músicos, dejando a dos violines pareciendo ridículamente pequeños en el gran escenario repleto de sillas vacías. Estos alcanzaron la doble barra final de la partitura y sin emitir palabra, salieron por la puerta por la que habían salido el resto de sus compañeros. El público aplaudió, confundido, y el director se hizo con un micrófono para enfrentar tal desconcierto.
—Lo que acaban de presenciar ustedes aquí es el último movimiento de la denominada Sinfonía de los Adioses, compuesta por el gran Haydn -dijo con acento extranjero, haciendo una seña a los músicos para que entraran. – La finalidad de esta era hacer entender al público que los músicos querían volver a casa, marcharse del lugar donde los mantenían encerrados, pero de la forma más sutil que se le ocurrió al compositor clásico.
Estas palabras se ganaron un aplauso mayor en el auditorio y la última pieza de la noche dio comienzo. Helena aplaudió emocionada con la Marcha Radetzky, saliendo con una sonrisa aún mayor del lugar cuando el concierto llegó a su fin. Padre e hija abandonaron el auditorio, volviendo a la ciudad abarrotada de luces, ruidos de coches y personas caminando por las aceras. Era tarde, por lo que tomaron el camino más directo a la estación de metro que los llevaría a la calle donde vivían. En el medio de transporte subterráneo no había gente. Quizás un par de estudiantes que salían de las bibliotecas a esas horas y otros dispuestos a tomarse unas copas. Había muchos asientos libres, por lo que escogieron unos al lado de la ventana. Les quedaban unos cuantos minutos de viaje, perfectos para rematar con la explicación.
—Hemos comparado elementos químicos de la tabla periódica con instrumentos de la orquesta. -comenzó Gabriel, para la sorpresa de su hija, quien tenía la sensación de estar flotando en una nube. - ¿En qué aspectos piensas que tienen relación?
La niña se encogió de hombros, dando pie a que su padre le aclarara las ideas.
—Los elementos químicos, como te dije antes, son los que lo crean todo. Sin ellos, nada existiría. Por ejemplo, los seres vivos tenemos una gran cantidad de carbono que nos hace ser como somos, el número exacto de compases que toca la flauta travesera en una pieza. Todo lo que ves y tocas puede ser nombrado con algún elemento que aparece en la tabla. – dijo, hablando claro y recibiendo un asentimiento por parte de su hija, quien seguía el hilo de sus palabras. – Por otro lado, los instrumentos de la orquesta forman parte de su propio conjunto. Pueden actuar como solistas, pero nunca van a poder interpretar piezas como las que hemos visto. Para ello, se unen, crean enlaces. Cada uno hace su función.
Se le ocurrían muchos ejemplos, por lo que decidió adornar la explicación con alguno.
—Sin agua, nosotros no podríamos estar vivos. Una molécula de esta consiste en el enlace de dos hidrógenos y un oxígeno. Necesitamos a los directores y a los instrumentos de viento madera para el gran conjunto de nuestro cuerpo, para el gran conjunto de toda la naturaleza que no puede vivir sin agua.
Hizo una pausa antes de continuar, dejando que la pequeña asimilara las palabras.
—Todos esos instrumentos juntos forman una melodía única, perfecta, que encaja a cada violín, a cada clarinete en su sitio. La tabla periódica es ese conjunto de instrumentos que actúan a un mismo ritmo. La química, y con ella esta tabla tan mencionada, es la melodía del universo, la partitura perfecta que sigue la materia. Si alguno falla, como observamos antes en la sinfonía de Haydn, esta pieza, esta perfecta melodía, se cae, deja de sonar bien. Por eso comparamos los instrumentos con los elementos químicos. Enlace a enlace, a través de reacciones, aparece la vida, los acordes, las notas y un sonido equilibrado, armonioso.
En ese momento, la niña de siete años se dio cuenta de que la tabla periódica era algo más que un complejo dibujo y que cada elemento cumplía su función en el universo de la misma forma que los instrumentos musicales lo hacen en cada sinfonía. Ella era una partitura en si misma, la cual leían cada día millones de partículas para no perder el hilo de la pieza. Era el resultado de un buen ritmo de metrónomo del que no se escapaban sus moléculas.
El metro frenó, padre e hija se bajaron y a la mañana siguiente, Helena no era la misma. Un futuro repleto de melodías de carbono y oxígeno la esperaba a las puertas de su casa.
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