Un llamado de la corte forestal

Portada móvil

Era una noche fría, poco usual en la Ciudad de México. La luz de la calle entraba por la ventana de aquella oficina en el undécimo piso, y auqnue él no acostumbraba a quedarse a tan altas horas, tuvo que regresar a por unos documentos que había olvidad. Fue entonces que una inesperada tormenta lo hizo esperar en su oficina divagando en su teléfono móvil hasta quedarse dormido.

TEXTO POR ANAHID GUTIÉRREZ
ILUSTRADO POR MARÍA ARCE
ARTÍCULOS
9 de Septiembre de 2019

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De pronto, un gran estruendo lo despertó. Un poco sobresaltado miró la hora, pasaba ya de la media noche, y le agobió un poco saberse completamente solo en todo el edificio, así que tomó sus cosas dispuesto a conducir bajo la lluvia de regreso a casa. Sin embargo, antes de abrir la puerta un ruido se lo impidió. Le pareció escuchar que algo se movía detrás de su escritorio, se giró hacia este pero no vio nada. Ahora uno, dos, tres golpes sobre la fina madera… él se disponía a encender la luz cuando un relámpago se adelantó a iluminar momentáneamente la habitación seguido de un estrepitoso sonido. Alcanzó a ver cómo la silla tras su escritorio se giraba hacia él.

—¿Quién anda ahí? —exclamó con la voz entrecortada al tiempo que nervioso presionaba el interruptor de la luz.
—No importa mi nombre, lo único que importa es que he venido por ti —dijo una peluda criatura que reposaba en la silla.
—Debe ser una broma —murmuró desconcertado y a la vez con un poco de miedo mientras miraba al pequeño marsupial que le devolvía fijamente la mirada.
—Nada de bromas, ya te dije que vine por ti para que respondas por tus crímenes contra los ecosistemas —respondió el tlacuache sin moverse de su lugar.

Él no entendía qué estaba pasando. Era algo carente de todo sentido lógico, y sin embargo ahí estaba, pasada la media noche, parado frente a aquel tlacuache que lo miraba con severidad.

—Esto no puede ser, no está pasando, no es real. – repetía constantemente.

El tlacuache subiéndose al escritorio arañó la mano del hombre respondiendo — ¿Esto te parece real?

—Ahh —se quejó —. Esto es muy raro, los animales no hablan —exclamó.
—Sí, los animales no hablamos, y los funcionarios de medio ambiente fomentan la protección, restauración y conservación de los ecosistemas pero ¿quién sigue esas tontas leyes en estos días, no? —dijo sarcásticamente el marsupial.

Así, sin siquiera notarlo comenzó a sudar, sentía que el calor aumentaba, se sintió mareado, trató de mantenerse en pie, pero todo le daba vueltas, todo se tornaba borroso hasta que finalmente cayó inconsciente.

Más tarde, el olor a humo lo despertó, abrió los ojos y se incorporó. Ya no se encontraba en su oficina, si no en lo que parecían restos de un bosque incendiado. No había más luz que la luna llena en un cielo despejado, pero aun en aquella penumbra pudo percatarse de que varios pares de ojos lo miraban, su visión lentamente se aclaraba, giró despacio solo para confirmar que estaba completamente rodeado. Se sintió indefenso por primera vez en muchos años.

—El acusado ha despertado. Muchas gracias, Didelphis, por haberlo traído —se escuchó decir a un Aguililla Cola Roja a unos metros—. Que comience la sesión —exclamó aleteando—. Se te acusa de representar todo lo dañino, corrupto y avaricioso que puede ser un Homo sapiens. También se te acusa como principal cómplice de una serie muertes despiadadas y despojo injustificado de cientos de hogares, pero sobre todo —dijo el ave mirándolo directamente a los ojos—… se te acusa a ti, José Luis Ramírez Cárdenas, por traicionar un juramento realizado en estas mismas tierras.

 Conforme enlistaban los cargos, el funcionario se sentía aún más desconcertado, sin dejar de advertir las miradas furiosas de los ahí presentes.

—Yo no sé de qué hablan. Nunca he matado a nadie y ni siquiera conozco este lugar.

Se escucharon murmullos, también miradas de asombro y uno que otro insulto por parte de los asistentes.

— ¡Orden! —replicó Aguililla—. ¿Podrían, señores del estrado de quirópteros explicarle al acusado el motivo de los cargos? —Continuó Cola Roja. Y frente al acusado una fila de murciélagos descendió volando de una rama al tiempo que uno a uno hablaba.
—¿Niega usted haber otorgado permisos de cambio de uso de suelo, sabiendo que con eso cada vez se recorta más nuestro hábitat? —preguntó un Murciélago Cola Peluda Canoso.
—No, pero… —el hombre estaba a punto de responder cuando otro murciélago, un Myotis Mexicano lo interrumpió—. ¿Es verdad, señor dañino, que esta tarde apalabró un negocio con la constructora «Departamentos del Bosque S. A. de CV», la cual pretende construir un condominio aquí mismo?

Fue así como Ramírez supo que se encontraba en el Parque Nacional Lomas de Padierna en la delegación Magdalena Contreras al sur —poniente de la ciudad.   

—No lo niego, pero…
—¿Y niega usted pretender ser uno de los principales beneficiados, aun sabiendo que la Manifestación de Impacto Ambiental entregada por la constructora era una basura? —Preguntó furioso un Murciélago Frugívoro Azteca.
—No, no niego ninguna de las acusaciones, pero se trataba de un predio abandonado, donde no vivía ninguna persona, además el contrato ni siquiera lo he firmado —exclamó José Luis, desesperado.
—¿Tú crees que somos tontos? —replicó molesto Didelphis, el tlacuache—. Hemos visto las máquinas avanzando, a tus humanos midiendo y acordonando el área, hasta hemos visto al dueño supervisar los anuncios de la nueva construcción mientras se pavonea diciendo que su gran amigo, el honorable subsecretario de medio ambiente, está por otorgarle los permisos. ¡¿Qué no vivía nadie?! ¿Qué hay de nosotros?
—Así son humanos, no conocen más vida que ellos mismos y sus bobas mascotas, los he visto en cada migración que he realizado, desde Canadá hasta México. Por cada persona preocupada por conservar nuestro hábitat, hay cien más compartiendo imágenes de mascotas en sus redes sociales diciendo que aman a los animales, sin preocuparse ni hacer nada por los animales salvajes y nuestros ecosistemas. Muchos de esos dueños, irresponsables, de gatos domésticos a los que dejan sueltos o abandonan a sus suerte y que pueden poner en peligro nuestras vidas. Y claro, ahora tú, egoísta, dices que no había vida en este predio —continuó un Mirlo Primavera.
—Pero eso no es mi culpa, cada vez hay más demanda de viviendas, no puedo impedir que la ciudad crezca —insistía el funcionario.
—¡Pero puedes brindar educación ambiental! ¡Nosotros no pedimos que no se acerquen, solo pedimos que nos dejen vivir! —gritaba a una pequeña musaraña.
—¡Orden! —Volvió a decir Aguililla—. Estamos aquí para esclarecer los crímenes en este predio, no todos los que han causado los Homo sapiens, compórtense como animales que somos, no como humanos.
—Es demasiado para este gordito, ni siquiera podría reconocer a las especies que estamos aquí —contestó decepcionado el tlacuache— y dudo mucho que siquiera sepa que la lista completa de especies la puede encontrar en la MIA del Cerro del Judío, en el buscador más simple de internet.
—¡Basta, Didelphis! Prosigamos con la sesión —insistió Cola Roja.
—Díganos, señor Ramírez, a usted que tanto le gusta hablar de cosas de humanos ¿ha usted leído los trabajos de Víctor Javier Arriola Padilla, Cielo María Ávila López, Pedro Álvarez Suárez, Zenón Cano Santana o Rodrigo Medellín y sus estudiantes? Por mencionar a algunos —preguntó nuevamente Cola Peluda.    

José Luis se sintió agobiado, no solo porque todo lo que decían aquellos animales era cierto, también porque le pareció que esas criaturas estaban mejor informadas que él, y eso no le gustaba.

—Conozco al tal Medellín, pero no he leído ninguno de sus trabajos, ni de los demás autores —confesó.
—¿Me permite decir algo, su señoría? —preguntó un pequeño Chipe de cabeza negra, y el Aguililla asintió—. Está claro que el acusado no solo es corrupto, también es ignorante, —se dirigió hacia el acusado—. No deberías pensar que solo ustedes lo saben todo, nosotros volamos por universidades, bibliotecas y hasta institutos, sabemos que noche y día hay personas estudiando y buscando soluciones reales, el conocimiento está ahí, listo para ser aplicado, solo es cosa de que lo usen en beneficio de todos y no en contra de nosotros y para variar en contra de ustedes mismos. Nosotros no tenemos acceso a toda la tecnología, pero no la necesitamos, lo único que queremos es que nos dejen vivir en paz, sin que destruyan nuestro hábitat, que no introduzcan especies que solo nos quitan los recursos o evitar que para variar vengan y nos maten o capturen porque «somos un bonito adorno».

¿Ahora resultaba que un montón de tontos animales le iba a decir cómo hacer su trabajo?, al final de cuentas sólo eran unos cuantos animalitos sin importancia que una vez que iniciara la construcción de los condominios, ellos pasarían a ser historia, pensaba el funcionario.

—¿Qué debo hacer entonces? —Dijo molesto, ante tanta insolencia animal.
—Empieza por cumplir tus promesas —respondió Didelphis.
—No sé de qué estás hablando —aseguró el hombre.
—¿Estás seguro de eso, pequeño Joselito? —preguntó el tlacuache al tiempo que le lanzaba una mirada retadora.

Su piel se erizó, como si agua helada le hubiera caído sobre la espalda. Nadie lo había llamado así en las últimas tres décadas. Fue entonces que un recuerdo cruzó su memoria.

—Si quieres pasar a testificar, hazlo como es debido, Didelphis —dijo el Aguililla un tanto exasperado por las interrupciones del tlacuache.
—Con gusto —contestó Didelphis, acercándose al frente—. Marzo de 1973, el acusado visitaba a Don Jacinto Ramírez…

El recuerdo se iba haciendo cada vez más vívido, lentamente a su alrededor el bosque recobraba su follaje, el cielo se tornaba de un azul intenso, parecía que era una mañana fresca. Él se sentía diferente. Miró a ambos lados, los animales se habían ido, en cambio escuchaba a las aves y a una que otra ardilla brincando de un encino a otro. Pero su paz se vio interrumpida por el sonido de una motosierra a unos cuantos metros.

A su lado se encontraba aquel anciano que tanto quiso.

—Ahí están otra vez esos talamontes, mi Joselito —dijo el viejo, tomando la mano de un pequeño de aproximadamente siete años.
—Pero ¿por qué lo hacen, abuelito? —preguntó asustado el pequeño.
—Porque esa madera ellos la venden.
—Pero ellos no pueden hacer eso, ahí viven mis amigos animales ¿si les quitan su casita dónde van a vivir?
—No lo sé, mijito, no lo sé —respondió su abuelo con lágrimas en los ojos.
—No estés triste, abuelito —exclamó Joselito abrazando a su abuelo—. Cuando yo sea grande voy a ser muy fuerte y no voy a dejar que nadie les haga daño, te lo prometo.

En un instante se encontraba nuevamente en el juicio. Aguililla severamente preguntó cuál era su propio veredicto.

—¡Culpable, culpable de todo! —respondió Jose Luis completamente ensimismado.
—Correcto. Siendo así, usted está ya condenado a no volver a ver este bosque nunca más como lo conoció y a tener que vivir con ello.

En un principio la sentencia no parecía tan grave. Había más bosques en el mundo, pero aquel, donde vivió parte de su niñez, el que su abuelo tanto amaba, ese que juró proteger, ahora estaba completamente perdido y ¿sin poder recuperarlo? Y no era un castigo de sus captores, si no una consecuencia de su propio egoísmo. Eso le dolió más que nada que hubiera escuchado antes, odiaba aquello en lo que se había convertido. Se arrodilló y comenzó a sollozar.

Tanto fue llanto que perdió la noción del espacio y uno a uno los animales se desvanecieron. Pronto no había nada, hasta que el sonido de su alarma lo hizo reaccionar.

Nuevamente se encontraba en su oficina, comenzaba a amanecer. Tardó un poco en darse cuenta qué se había quedado dormido sobre el contrato.

Debía regresar a casa a alistarse para la firma del contrato, así que tomó sus cosas y condujo a casa, aun inquieto por ese extraño sueño. Fue entonces que tomando el volante se percató de algo en su mano derecha parecido a un rasguño y recordando su sentencia se preguntó ¿aún estaría a tiempo de cambiarlo?

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