El telescopio de lo humano

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La observación del enorme universo, esa actividad milenaria que necesitamos. El techo que al ponerse el sol nos cubre, intrigante, desde hace generaciones por todos esos movimientos que primitivamente como individuos, más tarde como tribus y, hoy en día como especie, hemos ido descubriendo. Los preciosos patrones del cielo.

TEXTO POR LEONARDO D'ANCHIANO
ILUSTRADO POR ANGYLALA
ARTÍCULOS
ANTROPOLOGÍA | ARQUEOLOGÍA
12 de Septiembre de 2019

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Todo cambió el día que se dedujo la interpretación de la bóveda celeste a partir de un suficientemente sofisticado artilugio mediante el cual los objetos lejanos podían verse inmensamente más grandes que a simple vista. Una aparición que daba una bofetada antológica a esa sensación de hartazgo de no poder avanzar ni siquiera a hombros de gigantes. El telescopio había llegado para quedarse. Corría el siglo XVI cuando las primeras observaciones nos confirmaban cosas que apenas un año antes no eran ni siquiera concebibles. ¿No es preciosa la ciencia? Ya lo digo yo: sí, mucho.

Han pasado siglos desde que Galileo Galilei dibujara las fases de la Luna que fue confirmando durante aquellas noches en vela. Pasaron también los años de la Ilustración y el tremendo boom de la astronomía de finales del siglo diecinueve, la Revolución Industrial. Y llegó el siglo XX: la época en la que el ser humano dedujo que si la luz recorre una distancia fija en un determinado espacio de tiempo, lo que hacemos al mirar a través de los telescopios es mirar al pasado del universo. Dicho de otro modo, las estrellas que vemos en el cielo son nuestro presente, pero la luz que vemos de ellas ha tardado en llegarnos mucho tiempo. Es decir, en realidad vemos su pasado. Por ejemplo, la luz del sol tarda ocho minutos en recorrer los ciento cincuenta  millones de kilómetros que nos separan de él y la de Proxima Centauri cuatro años. Si algo gordo pasase hoy en el sistema de Alfa Centauri, no nos enteraríamos hasta el año 2023. Siguiendo esta regla de tres, cuanto más lejos mires, cuanto más potente sea tu telescopio, más hacia el pasado estarás mirando.

La arqueología tiene ese puntito de astronomía. Un telescopio que enfocar hacia los diferentes niveles de sedimentación que van desenmarañando tantas y tantas cosas. Un telescopio de lo humano, a fin de cuentas, con el que mirar a nuestro pasado más remoto. Y todo ello definido en un meticuloso proceso de recuperación de la máxima cantidad de información que los arqueólogos, una suerte de astrónomos de lo humano, recopilan en ese «cielo de arcillas». Nosotros, en España, tenemos la suerte de poder disfrutar de los yacimientos más sorprendentes del mundo por la ingente cantidad de restos fósiles… y los que quedan. Sin ir más lejos, hace un año, el gran astrónomo de lo humano Eudald Carbonell descubrió el yacimiento de La Paredeja mientras daba un paseo. ¡Mientras daba un paseo! Es tremendo porque lo que en el resto del mundo sería el descubrimiento de tu vida, en Atapuerca es solo uno más.

La Sierra de Atapuerca es una gigante cápsula del tiempo en la que homínidos, macro y microfauna y flora han ido quedando atrapados entre los sedimentos de hasta dos millones de años, esperando a que un día alguien necesitara hacer una voladura en una zona del karst que la conforma para hacer pasar un tren que llevase el hierro desde Madrid a Bilbao. El tesoro descubierto es de un valor incalculable y los emplazamientos pueden compararse a pequeños cúmulos de la bóveda celeste en las que un determinado grupo de expertos quiere observar cuán lejos de nosotros está lo que ahí se van encontrando. A día de hoy, tras cerca de cuarenta años desde el primer descubrimiento, han podido confirmar la presencia continua de homínidos en la sierra durante los últimos ochocientos mil años. Esto, señoras y señores, es maravilloso por muchos motivos, y uno de ellos es que los fósiles que vemos hoy son nuestro presente, pero la luz que arrojan nos permite ver el suyo, el pasado más lejano. Como con un telescopio y la luz de las estrellas. ¿No es formidable? Ya lo digo yo: sí, mucho. Un telescopio con el que mirar a fósiles de microfauna (mustélidos, pequeñas aves o roedores) que nos dicen cuándo y qué tipo de clima había en cada estrato datándolos cronobiológicamente. Parece increíble, pero es —de facto— un perfecto engranaje que interpretado por esos estupendos grupos de trabajo que vienen desde todas partes del mundo permite asegurar qué pasaba en Atapuerca en qué momento preciso de la Prehistoria y, en definitiva, cómo era el entorno en todos esos períodos de la evolución. And I think that it is beautiful.

La arqueología tiene ese puntito de astronomía. Un telescopio que enfocar hacia los diferentes niveles de sedimentación que van desenmarañando tantas y tantas cosas. 

La posibilidad que nos da la ciencia de confirmar elucubraciones, a pesar de la dificultad de unir varios campos de investigación, es fascinante. En la época en la que los grandes hallazgos en la Sima de los Huesos tuvieron lugar, se presentaban montones de hipótesis que había que confirmar, desmentir o rectificar. De todas ellas me voy a centrar en una que tuve a bien conocer hace ya algún tiempo: el lenguaje de los habitantes de Atapuerca. ¿Podemos decir que hablaban? Esa misma pregunta se la hizo un grupo de científicos en aquel entonces. Intentemos encontrar la manera en la que descartar con sí o no los diferentes supuestos. Lo primero que hicieron fue tratar de reconstruir los elementos que no fosilizan a partir de los que sí. Algo verdaderamente complicado porque las diferentes soluciones aportan demasiadas variables como para estudiarlas. Entonces, ¿cuál es el plan B? El plan B es comparar. ¿Qué? Pues en lugar de fonogramas —cómo hablamos—, audiogramas —cómo oímos. 

Un audiograma es el gráfico que te hacen en cualquier revisión metiéndote en la cabina para que aprietes el botón cuando oigas algo. Se va subiendo la intensidad de una determinada frecuencia hasta que la oyes y aprietas el botón, y tú mismo vas dibujando tu curva al hacerlo. 

En el caso que nos ocupa, se hacen otras pruebas a chimpancés para ver entre qué frecuencias oyen mejor y se comparan sus curvas con las de los humanos de hoy, con el objetivo final de compararlo con el Cráneo 5 de la Sima de los Huesos (y confirmándolo con fósiles de Australopithecus). Del mismo modo que no oímos igual bajo tierra que bajo el agua o en la superficie, tampoco percibimos igual los sonidos en la superficie si nos encontramos en un bosque o en la sabana. La conclusión de ese análisis es que los monos tienen muy buena percepción auditiva en sus frecuencias de comunicación de larga distancia (está demostrado que en el bosque oyen mejor los sonidos que sus congéneres producen). Los humanos, sin embargo, tenemos muy buen oído en las frecuencias intermedias, algo que se deduce de nuestro traslado a la sabana. Yendo a las gráficas, se aprecia que nuestro audiograma tiene forma de U, y que la parte baja de la curva es bien para escuchar en las frecuencias intermedias, pero el de los chimpancés es una W, y ahí donde les ganamos: en «ancho de banda», en la amplitud entre la que oímos bien unos y otros. Nosotros tenemos un «ancho de banda» mayor que ellos, y ojo, que eso es fundamental en esta historia: que la amplitud de banda sea más ancha está directamente relacionado con la eficiencia del canal de comunicación. Con más ancho de banda, más cosas podemos decirnos.

Los fósiles que vemos hoy son nuestro presente, pero la luz que arrojan nos permite ver el suyo, el pasado más lejano. Como con un telescopio y la luz de las estrellas. 

Con los audiogramas claros, el siguiente paso es ver cómo podríamos comparar la manera en la que algo suena en el oído para que lo percibamos: el funcionamiento del sistema auditivo. Pero claro, no de cualquier manera, estamos hablando de que los restos que compararemos son de un —obviamente— cuerpo inerte, por lo cuál debemos comparar esa entrada de estímulos con un cadáver humano, porque de lo contrario estaríamos desvirtuando la muestra. El sistema auditivo está compuesto por oído interno,  intermedio y externo, y en el oído intermedio es donde ocurre la magia: algunas de las ondas que llegan ahí se amplifican al tocar la membrana y nos permiten, en definitiva, escuchar en un determinado ancho de banda. La gráfica de las ondas que, por ser amplificadas, son percibidas por nuestro cerebro es inversa a la del audiograma de U que he comentado anteriormente, y tiene sentido que así sea. Si se prepara una muestra y se compara, veremos que nuestro sistema auditivo es muy similar al obtenido (gracias a la ingeniería y el modelado 3D) del oído del Cráneo 5 de la Sima de los Huesos. De la misma manera que esa misma prueba le dista de parecerse al de los chimpancés.

Por eso, y habiendo constatado que tenían una capacidad de producir sonidos como puede ser la nuestra o la de los chimpancés, ya podríamos decir que su percepción —su ancho de banda como herramienta eficiente de comunicación– está mucho más cerca de la nuestra que de la de los otros primates. En este punto surge otra pregunta que nos permitirá reafirmarnos en esta hipótesis o descartarla: ¿qué percepción tenían los Australopithecus (¿el punto intermedio evolutivo)? Los resultados de las mismas pruebas a fósiles de Australopithecus dejan a esos homínidos más cerca de los chimpancés que de nosotros o del Cráneo 5. De este resultado se concluye que, aun no pudiendo afirmar que los habitantes de la Sima de los Huesos hablasen porque quizá neurológicamente no estuvieran suficientemente desarrollados, sí podríamos decir que tenían adaptado su sistema auditivo para percibir sonidos propios de un sistema de comunicación como el nuestro. 

El círculo se cierra. Telescopio, del griego tele (lejos) y skop (ver). Gracias a la astronomía de lo humano podemos adivinar incluso la dieta del dueño de un cráneo, saber de qué murió o deducir, a partir de estudios hechos con los huesecitos del oído hallados, que los homínidos de la Sima de los Huesos podían hablar ya entonces (alguno esos huesecillos son de apenas un tercio del tamaño de una mosca). Todo ello trabajado en equipo, claro. Porque la base del progreso se llama cooperación, da igual las ramas de la ciencia que participen en la ecuación. Procedimientos complementados en los que se aplica el método científico para determinar, como en el caso del lenguaje en homínidos, cómo era la estructura, el hardware, del sistema que nos permite comunicarnos entre nosotros y afirmar que aquellas gentes podían hablar porque esa estructura para hacerlo la tenían. Otra cosa es que lo hicieran, sí. ¿Qué se dirían bajo ese techo que al ponerse el sol nos cubre?… nunca lo sabremos. ¿O sí? ¡Sigamos investigando!

 

El autor del texto desea agradecer a la Fundacion Atapuerca por la invitación a los yacimientos y su colaboración desinteresada con el autor.

Referencias

—Ignacio Martínez. Ecos de la Sima de los Huesos. Universidad de Burgos. 

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