María y el códice perdido II

Portada móvil

La mañana amanece fría y de color añil. Napoleón duerme aún, espachurrado sobre la alfombra con forma de mandala de la habitación. María salta de la cama, se enfunda unas mallas y una sudadera de Coldplay, coge el teléfono móvil y sale a correr. Lo necesita. Debe pensar, analizar cada uno de sus movimientos durante este día. No puede dejar ningún cabo suelto o cabe la posibilidad de perder el códice para siempre. 

TEXTO POR ESTER MARTÍ SENTAÑES
ILUSTRADO POR MARTA CASTRO
ARTÍCULOS | MUJERES DE CIENCIA | KIDS
HISTORIA
24 de Octubre de 2019

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Regresa con la mente despejada, la respiración agitada y las manos suficientemente gélidas para ser descongeladas con una ducha caliente. No hay tiempo para desayunar, piensa. Se viste a toda prisa, recoge todo el material que necesita en su bolsa, acaricia a Napo delicadamente e inicia su marcha hacia la estación de cercanías a la carrera. Dos paradas de metro y por fin, a las nueve en punto, está petrificada ante la puerta del Archivo Histórico Nacional.

Una vez superados los controles de seguridad, accede a la sala de consultas. Se acerca al mostrador y pregunta por Antonia, su archivera de referencia. María siente una ola de mariposas en su estómago mientras espera.

—¡Vaya, qué bueno verte de nuevo! Pensé que habías terminado de consultar todos los registros  —dice Antonia.
—En realidad, terminé. Me haces un favor, Antonia. ¿Recuerdas el códice 743B, el que no se encuentra por ningún lugar? Necesitaría dar una hojeada a los viejos registros de consultas. Tengo una hipótesis y necesito demostrarla.
—¿Qué fechas te sirven exactamente? —A Antonia se le empezó a hinchar la vena de la sien derecha. Mal asunto, piensa María. Cuando hace así prevé problemas.
—Entre 1900 y 1940, diría.
—Imposible. Lo siento, tesoro, pero no queda nada de este periodo. Desgraciadamente, muchos documentos se quemaron durante la Guerra Civil y los viejos registros de consulta son un tipo documental de entre los más afectados.
—¡Pues si que empieza bien el día! —murmura María mientras saca su mal humor a pasear en la salita de las máquinas del café. De repente tiene una idea.

A falta de fuentes de un tipo, intentemos tapar huecos con otras, ¡contrastemos la información! Eso decía siempre su profesor y eso haría ella ahora mismo .

A correr de nuevo, ahora hacia la hemeroteca del Instituto de Estudios Contemporáneos, una fundación pública que cuenta con una completa colección de periódicos locales. El instituto cierra por las tardes por falta de personal y la señora Úrsula, la bibliotecaria histórica, es muy estricta con los horarios. De camino, María llama a Alex Simón de Ayala para informarle de la poca fortuna que ha tenido en el archivo, pero responde el contestador automático. Mientras entra en la sala de lectura, María se sorprende pensando que si no tuviera tanta prisa no habría colgado tan rápido y hubiese podido escuchar un poquito más su cautivadora voz...

—¡María, esto es telepatía! Te habría llamado en dos minutos, el tiempo de salir de la hemeroteca —dice Alex con una sonrisa.
—¡Qué sorpresa! ¿Qué haces aquí? Te estaba llamando para comentarte que en el archivo no he encontrado ningún registro que atestase la última fecha de consulta del códice perdido, y por lo tanto nada que lo relacione con tu bisabuelo Víctor. Precisamente venía aquí a ver si encontraba algo sobre él en los periódicos de la época.
—He trabajado para vos, valiente e implacable protectora de mi historia familar, guardiana de los secretos de mi estirpe, luz de...
—Alex, disculpa si freno de golpe esta escena más propia de una commedie shakespeariane. ¿Deduzco por tu tono burlesco que has encontrado algo interesante?
—¡Señores, por favor! Son ya grandecillos para hacer semejante estruendo en un lugar de lectura, ¿no les parece? —Úrsula les clava su déspota mirada enmarcada en sus gafas redondas y de montura de los ochenta, que un día fue dorada.
—Pido humildemente perdón, he tenido la culpa yo. Ya hemos terminado, hasta pronto —dice Alex, mientras besa con delicadeza la mano huesuda y amarillenta de la bibliotecaria y acompaña María elegantemente a la puerta.

Bajando por las escaleras se ponen a reír como dos tontos.

—Veo que la fama de Rottenmeier es completamente merecida. ¿Puedo ofrecerte un té en el Margot?  Así te cuento qué he encontrado —susurra, divertido, el joven arquitecto.

Sentados alrededor de una tradicional mesa redonda de mármol blanco, Alex saca de su bolsa de  piel color berenjena, rigurosamente de marca y a la moda, un par de fotocopias.

—Tóma, frescas de la  hemeroteca, a falta de poder sacar fotos con el teléfono móvil o escanear nada... ¡Viva la tecnología! Como verás, son dos notícias de dos años diferentes. La primera es del 1916, del periódico El Humanista, donde mi bisabuelo publicó un artículo sobre nuestra familia, que habla sobre todo del siglo XV y de la oposición acérrima que tuvimos con los Beltrán de Añil, otros importantes terratenientes de la zona. Utiliza registros del Archivo Nacional, aunque no cita cuales. La segunda es del 1932, esta vez de La Gazeta. El periodista realiza una entrevista a mi bisabuelo, que era notario, sobre la ley de la reforma agraria que se decretó aquel año, durante la Segunda República. La noticia no me habría interesado mucho, pues era de suponer que un exponente de mi familia, tradicionalmente bienestante y amasadora de notables posesiones vinculadas a la tierra, se opusiera con ferocidad a tal medida que preveía, como bien sabrás, una repartición de las posesiones de grandes terratenientes y nobles entre los campesinos más desaventajados. Pero un detalle me ha llamado la atención: mi bisabuelo Víctor critica duramente al alcalde de un pueblecito, don Amancio Beltrán de Añil. Este señor parece que quería favorecer sin pudor la expropiación de unas tierras de nuestra propiedad en esta localidad.

Las noticias de Alex son sin lugar a dudas interesantes y abren una nueva línea de investigación en las pesquisas, pero no demuestran nada, piensa María, abatida. Tampoco ofrecen muchos indicios sobre el paradero del códice.

María, mientras se toma su té, da vueltas a la información que tiene. Por el momento logra vislumbrar solamente una línea que une al bisabuelo de Alex, la cripta familiar con sus pinturas del siglo XVII, los registros del siglo XV del Archivo Nacional y la mala relación de los Simón de Ayala con los Beltrán de Añil. Aunque, pensando un poco más, le parece extraño que un hombre aparentemente tan preciso como Víctor, notario, no citase en su artículo de El Humanista qué registros consultó. Da la sensación de que quiso esconder deliberadamente esta información y esto podría estar relacionado con la desaparición del códice 743B.

María percibe de nuevo en el estómago el vuelo de mariposas. Sabe que es necesario ir a la capilla funeraria de la familia de Alex y ver la sepultura de su bisabuelo. A Alex le parece estupendo acompañarla. Así que, después de un placentero paseo por las calles del centro, llegan a la iglesia que alberga la capilla gentilicia de los Simón de Ayala. Esta, a pesar de sus dimensiones más bien moderadas, logra transmitir la fuerza en el tejido social urbano de esta estirpe gracias a la elegancia de sus líneas neogóticas y a una considerable colección de piezas de arte de distintos períodos, que descansan entre sus muros. A la izquierda de María, bajo una bóveda con restos de pinturas, un ecléctico medallón en alabastro con la imagen de San Isidro, de considerables dimensiones, contrasta con la severa y aséptica lápida de mármol de Carrara que lleva esculpido el nombre de Víctor Simón de Ayala. María no puede evitar acercarse y dirigir su mirada hacia el techo, donde la imagen de una calavera negra rodeada de una escritura barroca bastante bien conservada la observa impertérrita: Nemini parco. Un escalofrío recorre toda su espalda hasta la nuca. 

—¿Por dónde empezamos? —pregunta ansioso Alex, a quien tampoco parece entusiasmarle demasiado este espacio macabro. 
—Alex, creo recordar que hicisteis la restauración de la capilla hace poco, ¿verdad? ¿Notaste algo peculiar? No sé, algún elemento extraño que estaba donde no debía, algún detalle que no cuadraba? Podría ser, si es que el códice fue robado por tu bisabuelo, que lo hubiese escondido aquí, aunque desconozco sus motivos. La alusión de la calavera con la amenazadora frase en latín en el folio que hallé en el otro códice parece ser una pista segura.
—Pues no sé qué decirte, María. Durante los trabajos en la capilla no noté nada extraño. Tampoco recuerdo ninguna cavidad o falso techo. Quitamos parte de las pinturas del siglo XIX porque se encontraban en muy mal estado por culpa de la humedad y así descubrimos las del siglo XVII justo encima de la lápida del bisabuelo. No recuerdo ningún detalle en particular, todos los elementos de este lado de la capilla han sido restaurados, menos el medallón y la lápida, que estaban en buen estado.  
—El medallón es precioso, ¿de qué época es?
—También es de finales del siglo XVII. Tenemos conservada su comisión, donde en un documento ante notario el artesano que lo creó se compromete a respetar la forma, los materiales y el tiempo de entrega preestablecidos por parte de mis antepasados. Ha estado siempre en esta parte de la capilla. El alabastro ha resistido más o menos bien a la humedad, pero en particular es sorprendente que la madera dorada del medallón no haya necesitado ninguna restauración.
—A menos que... —susurró María.
—A menos que no sea la original o haya sido manipulada con posterioridad. Nunca había pensado en ello, María.

Alex se acerca al medallón y pasa sus manos por su contorno. Se para de golpe y mira a la joven investigadora.

—Ayúdame a descolgarlo, por favor, pesa bastante. A la de tres lo levantamos y con sumo cuidado lo apoyamos sobre la lápida.

Alex empieza a dar golpes suaves sobre el alabastro, como si supiera qué está buscando, como si esperase encontrar algo. Los segundos se paralizan en el aire, como una aurora boreal incierta, de la que se conoce el inicio y no el final. Un ligero gemido, casi un lamento, rompe el silencio angustioso de la capilla, y un tímido rayo de sol ilumina la placa de alabastro que empieza a moverse lentamente dejando al descubierto un rectángulo cubierto de polvo del que emerge un folio añejo y desgastado.

21 de Febrero de 1964

 

            Apreciado desconocido,

            Si está leyendo esta carta, debo felicitarle por haber conseguido llegar hasta aquí. Imagino lo que busca, y lo ha encontrado. Espero y deseo que sea un estudioso, un historiador del futuro, y que pueda contar mi verdad, que no es otra que la que usurparon a mi familia.

            Me he ido de este mundo sin poder confiar a mis descendientes este secreto. Era todavía temprano, no eran tiempos seguros ni democráticos para poder desenmascarar a muchos.

            Debajo del folio que está leyendo hallará el códice 743B que, muy a mi pesar, debí llevarme del Archivo Histórico Nacional para evitar que fuese destruido. Lo he protegido toda mi vida y ahora usted, que ha mostrado habilidad, inteligencia y método científico para llegar hasta él, va a devolverlo, después de contar la verdadera historia de Alejandro Simón de Ayala y de mi familia.

            Mis antepasados gozaban de una envidiable condición económica y social. Alejandro, a la par que muchos otros ciudadanos y ricos mercaderes del siglo XV, deseaba aumentar el prestigio de su estirpe, y por ello compró distintas tierras y un feudo que incluía distintas villas. Se casó con la única hija de un barón, con más problemas económicos que sangre noble, todo sea dicho, pero heredó el fatídico título, que era lo que contaba. Título que, a su muerte, pasó a su primogénito, como se puede ver claramente en el códice. Desafortunadamente, un segundo matrimonio de su viuda con un Beltrán de Añil cambió la suerte de mi familia, pues invirtiendo el orden natural, el padrastro tuvo para sí el título, que pasó a sus descendientes, obviando al hijo de Alejandro. Ello desencadenó una lucha de bandos entre las dos familias y una antipatía que duró hasta mis tiempos, aunque nunca supimos el porqué.

            Después del hallazgo, durante una de las tantas discusiones con los Beltrán de Añil sobre las tierras que nos querían expropiar durante la Segunda República, les reproché que fueron nobles a costa de robarnos el título. Las amenazas que sufrimos, unido a un incremento de poder de algunos personajes de esta familia en los años futuros, me llevaron a esconder el códice.

            El resto de la historia la conoce ya. Le dejo el reto de contarla científicamente, sin dejarse influir por mis comentarios, para la posteridad. 

                                                                                           Víctor Simón de Ayala.

Nota de la autora: Todos los nombres y referencias son fruto de mi imaginación. Cualquier parecido con la realidad es fruto de la casualidad.

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