El hombre de los deliciosos, rojos, frescos y picantes brotes de rábano

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TEXTO POR ÁNGEL ABELLÁN
ILUSTRADO POR PILAR CONTRERAS
ARTÍCULOS
18 de Noviembre de 2019

Tiempo medio de lectura (minutos)

¡Qué orgulloso se sentía el hombre! Él, que fue capaz de matar a un cactus de sed, consiguió cultivar esos maravillosos brotes de rábano. Qué hermosos eran, qué lilas. Cogió uno con cuidado, sacando hasta la radícula —que no la raíz, cuidado, que hablamos de brotes— de la celulosa artificial, sintiendo el sonido de la extracción con su consecutivo placer y llevándoselo a la boca. ¡Buah! Picante agradable, sabor fresco y natural, vitaminas, minerales y compuestos bioactivos por un tubo… era el bocado de los dioses. Y lo mejor es que crecían en apenas una semana y tendría todo el año. Un año entero de brotes, un sueño casi húmedo —tal vez el hombre estaba un poco obsesionado con los brotes—. Un año entero…

O eso creía.

Pasó un otoño repleto de brotes. Brotes otoñales en la ensalada por doquier. Luego el invierno, tan frío como el de hace décadas, se vio aliviado por un buen puñado diario de diminutos cotiledones repletos de antocianos —esos compuestos culpables del color lila del rábano—, de los que luego saldrían unas pequeñas hojas primarias aún más oscuras, y que por arte de magia y por arte de la fisiología vegetal, daría un precioso y delicioso y beneficioso brote. Podríamos decir, sin duda alguna, que el hombre estaba pasando un invierno «brotesco», que no grotesco, y eso le hacía feliz —porque, debería insistir, el hombre estaba un poco desquiciado—. Y así llegó la primavera y el hombre tenía tal cultivo de brotes, que se permitió el lujo de coger muchísimos, echarlos a la bañera, dejarlos con agua hasta infusionarlos y darse un buen baño de antocianos y picante —porque, el hombre, en serio, estaba fatal de la cabeza.

Y entonces llegó el verano y todo cambió.

En julio, el hombre comenzó a notar que sus brotes parecían menos turgentes. El agua de riego que siempre empapaba la celulosa, ahora no era tan absorbida por sus semillas. ¿Qué estaba pasando? Los brotes seguían creciendo, así que la preocupación solo le producía pequeños episodios de ansiedad, pero esa sensación de que lo peor está por venir seguía ahí y, efectivamente, llegó lo peor: agosto. Cuando se levantó por la mañana, dispuesto a recolectar algunos brotes para sus tostadas, observó, pálido y tembloroso, que las nuevas semillas no habían crecido como debían. Estaban feas, espachurradas, incluso había calvas sin un solo brote. ¿Qué les pasaba a esos cotiledones, por el amor de Cristo resucitado y la Virgen del Pilar de la Horadada? ¿Qué ocurría? ¿Qué iba a hacer sin brotes? Esto era peor que cuando su mujer se marchó sin dar explicaciones, aburrida de su obsesión rabanil. Esto es mucho peor, a dónde iba a parar. Necesitaba un plan —también necesitaba medicación porque es muy posible que el hombre tenga un trastorno mental grave.

Realizó las llamadas pertinentes a un amigo suyo experto en fisiología vegetal, que le comentó que el calor era malo para los brotes. Que el verano era una época para usar una cámara de cultivo. ¿Y qué costaba una cámara de cultivo? No importa, maldita sea, el dinero no importa cuando hablamos de sus picantes y antioxidantes brotes. Se gastaría lo que fuera y así fue, vendió su coche e instaló una cámara donde puso sus bandejas listas para crecer. Sus cultivos hidropónicos (sin tierra), crecerían genial y su vida volvería a tener sentido —según él, según la realidad, no. Y al día siguiente se puso su sombrero de paja, se llevó su trigo a la boca y abrió la cámara esperando encontrar el milagro de la naturaleza: ¡Mierda, no habían crecido! ¿Pero cuál podía ser el problema? Necesitarían humedad y frío. Un sistema de frío cuesta mucho pero da igual, merecería la pena vender la casa. Quién quiere una casa teniendo brotes de rábano, deliciosos y vitamínicos.

Sin casa, pero con un sistema de frío maravilloso, el hombre se instaló en la cámara y puso algunas semillas a germinar. Se durmió, impaciente y exhausto, y se despertó ya de día —lo sabía por la hora, porque dentro de la cámara no entraba un rayo de luz—. Se acercó a los brotes… pero no habían crecido. Se hundió en la miseria, prefería morir a vivir sin brotes, y justo cuando sus pensamientos se torcían al peor de los sentidos posibles, una voz lo sacó de su ensimismamiento:

—Psst, eh, tú, colega.

Se dio cuenta de que eran los brotes los que le hablaban.

—¡Brotes de rábano! ¡Me estáis hablando! ¡Dios mío, qué feliz soy!
—Cállate un momento y escucha. No crecemos en verano porque no nos sale del cotiledón, ¿queda claro? Deja de forzar lo que no se puede forzar, cojones. Acumulamos nutrientes de forma distinta a lo largo del año y los utilizamos cuando consideramos que es mejor, y por más que simules movidas en tu cámara, sabemos qué fecha es porque lo llevamos en los genes. Es nuestro puñetero reloj biológico. Si te encierran en una casa y te tapan las ventanas, ¿puedes dormir perfectamente, aunque sean las diez de la mañana? No. Pues nosotros igual. Joder, que nos tienes hartos. CRECEMOS MAL EN VERANO, ACÉPTALO.
—Yo… yo…

El hombre empezó a sudar mucho, muchísimo, y a dejar de respirar, se ahogaba. Se moría. Se estaba muriendo rechazado por sus preciosos y lilas brotes. Era una situación «brotesca», que también grotesca, y entonces despertó.

Era una pesadilla.

Se levantó, ya de día, y observó una imagen preciosa, casi como una revelación divina: sus brotes estaban altos, densos y preciosos… ¡en un solo día!, cuando los brotes necesitan seis o siete o incluso más! Volvía a ser muy feliz, tanto que se acercó para coger algunos. Se los llevó a la boca, masticó, comenzó a sentir placer y picor y… falta de respiración. ¡Se volvía a ahogar! No podía respirar y sentía que perdía la consciencia, hasta que cayó al suelo de golpe y, justo antes de golpearse en la cabeza, despertó de nuevo.

Era otra pesadilla.

Ahora sí, estaba seguro de que esa era la realidad. Y sus brotes no habían crecido. Nada, estaban peor que nunca. Se pellizcó, gritó muchas veces «¡DESPIERTA, DESPIERTA!», pero aquello no era una pesadilla, era la vida real y él no quería una vida real sin brotes. Así que cogió una pala y empezó a golpear todas las bandejas con furia, las paredes, las lejas metálicas, el humificador, el sensor de temperatura. Lo rompió todo, no podía parar, estaba desatado y pasó lo que tenía que pasar: se resbaló, se le escapó la pala y se la clavó en el estómago.

Era un golpe fatal, la sangre bullía con rapidez y el suelo comenzó a convertirse en un cargo rojo. El hombre, en un último suspiro, cogió unos pocos brotes y se los llevó a la boca.

«Sois lo mejor que me ha pasado en la vida, ahora que me muero me doy cuenta. Ojalá mi mujer hubiese sido un brote de rábano. Ojalá yo hubiese sido brote de rábano. Mmmm… madre mía, qué picor tan placentero. Nun… nunca os… nunca os olvida…».

Y con un último aliento, nuestro hombre —perturbado pero buena gente— murió, eso sí, repleto hasta las cejas de compuestos antioxidantes, minerales, vitaminas, glucosinolatos, antocianos, clorofilas y carotenos.

 

REFERENCIAS

—Kays, S. and Canham, D. 1991. Effects of time and frequency of cutting on hardwood root reserves and sprout growth. Forest Science. 37:2:524-539.

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