De retrovisores, gps, puntos ciegos y puentes levadizos

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Reseña del libro «El museo de ciencia transformador» de Guillermo Fernández

TEXTO POR JOSÉ ANTONIO GORDILLO MARTORELL
ARTÍCULOS
RESEÑA
19 de Diciembre de 2019

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Resulta curioso observar como ciertas efemérides llegan cargadas de mensajes implícitos… Para aquellos que quieran escucharlos, claro. Este año se cumplen 50 años de la apertura del Exploratorium de San Francisco, un museo mítico que creo una forma nueva de comunicar ciencia al gran público a través de la interactividad, el célebre Hands-on approach. En poco más de un par de años se cumplirá nada menos que el 40 aniversario de la inauguración oficial —tras una etapa de nueve meses de funcionamiento provisional— del primer museo de ciencia de España, el Museo de la Ciencia de la Fundacion “la Caixa” de Barcelona (hoy CosmoCaixa). Creo que podría hablarse perfectamente de un museo fundacional, de esos que crean escuela, tanto por el carácter innovador que supuso para la época (yo fui uno de esos millones de chavales que hicieron su viaje fin de curso en el Instituto para asombrarse viendo por primera vez un Péndulo de Foucault), como por su proyección, nacional e internacional, e impacto social. En el caso de España la aparición de este tipo de infraestructura cultural suponía un auténtico revulsivo que evidenciaba la centralidad que estaba alcanzando en esos momentos la ciencia en la cultura contemporánea de nuestro país. Cuarenta años parece un periodo de tiempo razonable para echar la vista atrás y “poner el retrovisor” sin perder de vista el futuro. En mi opinión esta es una de las grandes bondades del libro de Guillermo Fernández al que considero una aportación imprescindible como GPS para futuras incursiones en el mundo de la organización estratégica de los museos de ciencia.

A partir de este hito —yo diría que ante todo social— asistimos a nivel internacional pero especialmente en nuestro país a una verdadera explosión, a una “burbuja museística” que el autor cifra nada menos que en tres mil en todo el mundo en los últimos veinticinco años. Cuando leía el libro de Guillermo, con quien he compartido, comparto y espero seguir compartiendo multitud de inquietudes y retos intelectuales y profesionales, no podía evitar sonreírme al imaginar qué hubiera sido de los museos de ciencia si este libro hubiera aparecido cuarenta años antes, o treinta, o veinte, o incluso si quieren diez, aunque también es cierto que los libros aparecen cuando les toca, porque son hijos de su tiempo y más vale tarde que nunca.

La obra de Guillermo pone en negro sobre blanco los retos fundamentales a los que debían haberse enfrentado en su momento —y todavía deben hacerlo aunque ya con mucho retraso y con inercias difíciles de salvar— los profesionales que formaron esa primera hornada de museos de ciencia en España y que, salvo honrosísimas excepciones como el siempre añorado Jorge Wagensberg —de los pocos museólogos científicos que han sido capaces de llevar la disciplina al terreno de la investigación publicando los resultados en revistas científicas de prestigio internacional—, la pionera en evaluación de públicos Carme Prats, Pere Viladot, con su encomiable aportación en el ámbito de la educación en los museos de ciencia, Erik Stengler con sus relevantes aportaciones desde la academia,  o el propio Guillermo Fernández —éste último como un impagable outsider—, optaron por otras posibilidades que oscilaban entre el amateurismo, la última moda que pasaba por allí y el golpe de efecto. A ello ha de unirse una tendencia acusada al aislamiento, no sólo de lo que pasaba en el mundo sino también de lo que pasaba unas cuantas calles más allá del museo, convirtiendo la gestión, como apunta el autor, en terreno abonado para adanismos de distinto tipo e invenciones de la pólvora varias normalmente recibidas como genialidades deslumbrantes. Ya se sabe aquello de “En el reino de los ciegos…”. Por cierto, me pregunto qué puede explicar la inexistencia de una “escuela” consolidada a estas alturas, con solera y raíces profundas en la academia que diera continuidad profesional y generacional al proyecto iniciado en Barcelona, cosa que sí ocurrió en otros países como Francia, Alemania o Reino Unido. De la misma forma que me pregunta cómo es posible que aportaciones fundamentales como las que ha hecho Minda Borun en el terreno de la creación de metodología de evaluación de procesos de aprendizaje en los museos de ciencia, o más recientemente Nina Simon con su concepto de museo participativo, hayan pasado sin pena ni gloria por el solar patrio.

Porque precisamente esta carencia sistemática de profesionalización en el sector, esa anomalía, es algo que denuncia nítidamente Guillermo en su libro. Esta carrera desenfrenada durante las últimas décadas vividas en el mundo de los museos de ciencia en nuestro país, al calor de generosos y siempre accesibles recursos económicos por ver quién hacía más cosas en menos tiempo llenando las instalaciones como fuera, ha derivado bajo mi punto de vista en un déficit estructural en lo que respecta al análisis, enfoque estratégico y formación adecuada de cuadros con los que preparar una “cantera” capaz de hacer frente a los retos que enumera Guillermo en su libro y que a día de hoy siguen en buena medida pendientes.

Retos como los de definir qué museo de ciencia queremos y para qué. Retos como el de identificar qué es lo que puede hacer único hoy en día un museo de ciencia frente a otras opciones de ocio e interacción con mucha más eficiencia en el engagement y la penetración social como las redes sociales o las quedadas para cazar Pokémon. Nos puede gustar más o menos pero la realidad es la que es. El autor dibuja en la obra un marco de referencia que resulta extremadamente clarificador para conseguir lo anterior. Su propuesta es la de entender el museo de ciencia como herramienta de transformación social dotado de un lenguaje específico que le es propio y que debe aprenderse a utilizar debidamente para conseguir objetivos acordes con una planificación estratégica previa. Un museo que se ajuste —e incluso se adelante— a las necesidades y demandas reales de sus correspondientes públicos pero no “al gusto del consumidor” subiéndose a la última ocurrencia marketiniana de turno sino a través de un diálogo real, honesto y paciente con el visitante que en muy pocos casos se produce. Un museo en suma con herramientas de planificación estratégica y operativa que le permita ser flexible, sostenible en el tiempo y relevante para la comunidad. Un museo que aporta y tiene algo que decir, algo más que reproducir a través de exposiciones de refrito del circuito blockbuster internacional. Un museo en suma con identidad propia y con vocación de servicio a una sociedad del nivel de complejidad que vivimos en la actualidad.

Las consecuencias de seguir manteniendo estos debates en dique seco o de seguir con el complejo de la avestruz las estamos viviendo hace tiempo y desgraciadamente creo que no harán más que agudizarse en el futuro: museos vacíos o llenos pero donde la gente hace lo mismo que haría en un centro comercial, museos que cierran o son perfectamente prescindibles por su irrelevancia social porque nadie los reclama ni está dispuesto a salir a la calle por defenderlos y que sobreviven exclusivamente gracias a la “respiración asistida” de los presupuestos públicos, museos que se olvidan al minuto de salir de ellos o que se diluyen como un azucarillo en medio de la algarabía de influencers, haters y trolls con una capacidad mucho mayor de ser eficientes en la actual economía de la atención. Museos clónicos, ensimismados o auto-referenciales que es lo peor que puede ser un museo. Museos neutros, que no crean experiencia, esa experiencia única y singular que solo un museo de ciencia puede crear a la que hace referencia al autor en su libro y que identifica con una conversación con los compañeros de visita. Quizá deberíamos empezar a preguntarnos si el museo de ciencia no debe ser por encima de todo un lugar de encuentro personal donde la gente puede hablar de ciencia y hacerla, indagar, curiosear en el sentido mejor del término, preguntar, sonsacar, relacionar, averiguar, formarse, compartir, crear, aportar, construir nuevas redes y contactos, y por supuesto poder intercambiar con otros fuera del museo esas experiencias singulares que en ningún otro lugar son posibles. Sí, un lugar precisamente para el encuentro con los científicos, para conocerlos y saber quiénes son y por qué es tan importante lo que hacen. Incluso para cooperar con ellos gozando de la maravilla que supone el descubrimiento y la creación de conocimiento.

Y hablando de científicos y de ciencia, porque no hay que olvidar que los museos de los que habla Guillermo en su libro no son museos genéricos sino museos con una temática específica, me gustaría aportar al debate un último aspecto que en el libro creo que podría haber sido desarrollado con mayor profundidad aunque en algún momento se habla de ello. Me refiero a la progresiva y preocupante irrelevancia que vive la ciencia en los museos de ciencia hoy como consecuencia directa de todo los procesos que se han comentado anteriormente. Cuando el museo no tiene clara su identidad y se despoja del lenguaje que le es propio el último paso es diluir el contenido científico en proporciones cada vez más grandes de otros tipos de disolventes varios provenientes del mundo del diseño multimedia, el audiovisual, la publicidad o lo que venga bien en ese momento… Para, de esa forma, asegurar el número de asistentes esperado —que es lo único relevante— y hasta una experiencia de visita positiva basada en el acabado de los diseños o en la epatante variedad de los recursos multimedia.

Por razones de tipo profesional en el último año y medio y tras veinte años de ejercer la profesión de divulgador científico en un museo de ciencia, estoy conviviendo 24 horas con investigadores profesionales de prestigio internacional. Gracias a esta experiencia he podido conocer algo que “teóricamente” todo profesional de la comunicación de la ciencia debiera conocer y que se le presupone, y es que conozca mínimamente la materia prima que trata de comunicar. Me pregunto si hoy en día en los museos de ciencia en España esto es así. Y lo digo con toda la honestidad del mundo porque a mí mismo me ha ocurrido. Ha tenido que ser en un lugar muy alejado de un museo de ciencia donde he conocido la ciencia real, la de carne y hueso, la que hace gente con nombre y apellido que curiosamente dista mucho y se parece poco a esa otra idea de ciencia que manejaba cuando trabajaba en un museo… de ciencia. 

Ahora y gracias a mi nuevo cometido sé cómo trabajan los científicos, qué les inspira y qué les mueve a continuar en su trabajo, de qué forma crean conocimiento científico y cuáles son los límites, cuáles son sus preocupaciones y dificultades a la hora de trasladar a la sociedad sus descubrimientos, qué esperan y qué no de la sociedad etc… Les aseguro que es una experiencia transformadora y todo comunicador de la ciencia debería pasar por ella al menos una vez en su vida profesional. Sinceramente  y a fuer de parecer provocador, creo que una de las tareas pendientes más urgentes que tienen los museos de ciencia en España hoy en día para salvar el abismo que hay entre los que crean el conocimiento científico y los que lo divulgan, su verdadero punto ciego, es volver a la ciencia en palabras del Stengler, Viladot y Fernández, “seductora”, o si lo prefieren, darle a la ciencia la centralidad que merece y que nunca debió perder en beneficio del espectáculo y los carruseles, la famosa ciencia divertida que tanto ha dado de sí y tan poco de provecho ha dejado tras de sí. Y bajo mi punto de vista eso sólo se conseguirá restituyendo al profesional de la ciencia en el centro de la institución museística, dándole “voz y voto” (y no sólo invitándolo a dar un par de conferencia o talleres al año para cubrir el expediente y simular que aquello va de ciencia) en la co-creación de contenidos para el museo. Obviamente ello supondría transformar de abajo a arriba el museo, pero es lo que conllevan los procesos de reconexión de instituciones como ésta para volver a ser consideradas relevantes. Podemos llegar a creer que no los necesitamos porque la ciencia es una especie de chicle que podemos malear una y mil veces dado que nuestro público es así de agradecido y nos lo va a perdonar todo, pero la realidad es que son ellos —científicos y público— los que no nos necesitan a nosotros mientras las hordas de conspiranoicos, terraplanistas, antivacunas o negacionistas del Cambio Climático campan a sus anchas en esta especie de neo Edad media oscurantistas cambiando, —ellos si— nuestra visión del mundo con la ayuda de la inestimable ayuda de los algoritmos de recomendación.

Hoy en día existen una serie de fenómenos en marcha que están sacudiendo los cimientos tanto de la producción como de la diseminación del conocimiento científico. Desde la Inteligencia Artificial empiezan a haber algoritmos capaces de hacer descubrimientos relevantes al estar dotados con una capacidad para la minería de datos y el cruce de todos los artículos existentes sobre un mismo tema sin precedentes. Se están llevando a cabo contribuciones importantes en el ámbito de la quimioinformática como por ejemplo la superconductividad potencial de un determinado compuesto cuyo responsable no es ningún investigador sino una red neuronal artificial a la que se entrena debidamente para buscar —y encontrar— propiedades correlacionadas con la una determinada palabra o término clave.

Por su parte y ya en el terreno de la difusión, dinámicas como las de la ciencia ciudadana basadas en la co-investigación posibilitan la interlocución directa, un diálogo fluido en tiempo real, entre el investigador —que por cierto cada vez sabe comunicar más y mejor— y un público curioso por la ciencia, un diálogo de igual a igual para llevar a cabo proyectos de forma conjunta obteniendo resultados relevantes para todos los implicados y e incluso más allá. Gracias a internet y a tecnologías e instrumental de laboratorio que por coste hasta ahora solo eran accesibles a unos pocos profesionales y que ahora son mucho más económicas, cualquiera mínimamente curioso en el terreno de la astronomía, la biología, la robótica o la Inteligencia Artificial entre otros puede hoy en día cooperar con científicos profesionales de primer nivel aprendiendo su metodología de trabajo y aplicando resultados al diseño de acciones que tratan, no solo de satisfacer esa insaciable curiosidad que nos hace ser lo que somos como especie, sino también la posibilidad de resolver problemas de la comunidad reales y urgentes relacionados con su medio ambiente, el uso de sus recursos o adquirir habilidades para enfrentarse a un mundo cada vez más complejo que no suele dar segundas oportunidades ¿Están haciéndose eco los museos de ciencia en España de todos estos debates? ¿Se está tomando postura ante todo ello? ¿Cuáles son las propuestas para afrontar todas estas realidades que son imparables con una cierta solvencia?

Por otro lado, resulta interesante leer el libro de Guillermo Fernández a la luz de los “cruentos” debates que parecen estar llevándose a cabo en el seno del organismo oficial de referencia en materia de museos, el ICOM, para definir lo que es un museo. Es sintomático que la definición que se perfila de momento como ganadora es la de los museos como “…espacios democratizados, inclusivos y polifónicos para el diálogo crítico sobre el pasado y el futuro. Reconociendo y abordando los conflictos y desafíos del presente, mantienen los artefactos y objetos que les han sido confiados por la sociedad, salvaguardan la diversidad de la memoria para las generaciones futuras y garantizan la igualdad de derechos y el acceso al patrimonio para todas las personas. Son participativos y transparentes, y trabajan en asociación activa con y para diversas comunidades para recopilar, preservar, investigar, interpretar, exhibir y mejorar la comprensión del mundo, con el objetivo de contribuir a la dignidad humana y la justicia social, la igualdad global y el bienestar planetario”. Este es un excelente ejemplo de lo que supone hacer una definición impecable desde el punto de vista de lo políticamente correcto pero absolutamente inocua como herramienta de trabajo que oriente y guíe al profesional en su quehacer cotidiano. Es lo que tiene querer contentar a todos diluyendo y diluyendo la definición. Mi impresión es que lo que se ha hecho es recopilar los términos top 20 entre los profesionales y luego unirlos poniendo verbos y conjunciones para armar una frase que suene muy campanuda. Una vez más tirar el dardo para después dibujar la diana. La naturaleza transformadora del museo que tan certeramente reivindica el autor en este libro queda, una vez más, relegada al desván de los buenos propósitos implícitos viéndose sustituida por algo con lo que nadie puede estar en desacuerdo como es contribuir a la dignidad humana y la justicia social, la igualdad global y el bienestar planetario. Signo de los tiempos de impostura en los que vivimos.

Decía recientemente Manuel Cruz al hilo de la reseña de otro libro que existe una gran diferencia entre nostalgia y melancolía ya que mientras en la primera “el pasado es un lugar en el que quedarse a vivir”, en el segundo éste constituye el lugar del que escapar, la palanca para proyectarse, experiencia mediante, hacia el futuro. En ese sentido el libro de Guillermo Fernández podría ser considerado como un libro melancólico pero no nostálgico. Una melancolía que yo mismo he sentido al preguntarme en multitud de ocasiones a lo largo de mi carrera profesional hasta cuándo los museos de ciencia van a poder permitirse el lujo de no tender puentes hacia esa imparable realidad que está sucediendo de puerta para fuera, hasta cuando mantendrán sus puentes levadizos replegados confiando en que el “foso de los cocodrilos” de lo que aparentemente ha funcionado hasta ahora seguirá haciendo su trabajo.

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