Viento, lluvia y gabinetes de curiosidades

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«Curioso, curiosa, adj. Aquel que tiene deseo de aprender, de ver todas las cosas buenas, las maravillas del arte y de la naturaleza (…) Se dice también de aquel que ha recogido las cosas más extrañas, las más bellas y las más extraordinarias que ha podido encontrar tanto en las artes como en la naturaleza. Es un curioso de los libros, las medallas, las estampas, los cuadros, las flores, las conchas, las antigüedades, las cosas curiosas». Traducción del diccionario de Furetière.

TEXTO POR LUCÍA EMMANUEL
ILUSTRADO POR SUSANAIMAGINA
ARTÍCULOS
16 de Enero de 2020

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Precisión, objetividad y metodología son factores clave del ámbito de las ciencias. A estos y no a otros se ciñe en su definición del científico la Real Academia Española. De este modo, deja al terreno del historiador recordar que en la antesala de la ciencia moderna la sociedad se regía por otro tipo de pensamiento y que la ciencia del Siglo de las Luces es heredera de un factor primordial de la época: la curiosidad. Un factor que hoy relacionamos con el carácter humano y no con la práctica académica; pero, pese a la modernidad, me atrevo a pensar que aún gobierna el corazón de los investigadores e investigadoras de nuestro tiempo. Según las Memorias de Trévoux (1771), la curiosidad se compone de «Curiosus, cupidus, studiosus»: atención, deseo y pasión por el conocimiento. ¿O se os ocurre algún (buen) científico que no se mueva íntimamente por estos tres elementos?

Hoy es una tarde de frío, de viento y lluvia, de luz baja, de té caliente, de manta y de sofá. ¿Por qué no una tarde para viajar a siglos pasados? ¿Por qué no una tarde para gabinetes de curiosidades?

Un cuerno de gamuza o de cordero de Etiopía. Dientes de jabalí, ojos de ciervo, corales y fósiles, animales de aspecto monstruoso, piezas de orfebrería de lugares lejanos, el cuerno del legendario unicornio… No, no es ningún conjuro, pero sí resulta mágica la idea de concentrar en una sala todos estos objetos y otros tantos más sin orden ni concierto aparente. Pero, ¿de dónde viene esta idea y cómo ha evolucionado con el tiempo?

Es a través de esta diversidad que las colecciones pretendían conformar la unidad del universo, en este episodio histórico gobernado por la cultura de la curiosidad.

Los cabinets de curiosités, cuartos de maravillas o Wunderkammern se remontan al Renacimiento italiano, y viven su gran esplendor en el siglo XVI y XVII, donde cobran valor internacional. Son exposiciones privadas de nobles y burgueses, príncipes en muchos casos, aunque también de médicos, boticarios y profesores que coleccionaban objetos raros y exóticos de todo el mundo, ya fueran del reino animal, mineral, vegetal o artístico. A dichos objetos, el filósofo Krzysztof Pomian llama semióforos, mediadores entre lo sensible y lo inteligible, lo conocido y lo desconocido; en definitiva, entre el mundo visible y el invisible. Estos cabinets encontraron su vocación enciclopédica a través del concepto de «teatro del mundo», acuñado en 1565 por el médico flamenco Samuel Quiccheberg en el tratado más antiguo que se conoce sobre cámaras de arte y maravillas.

Para Rodolfo II, propietario de colecciones con inventarios de hasta cuatrocientas páginas, los cuartos de maravillas servían para descifrar el misterio del universo. El emperador instalaba laboratorios y observatorios junto a sus gabinetes, de forma que además de coleccionista pasaba a ser creador, a tener un rol activo en la naturaleza. Esta idea refleja el aspecto lúdico de los gabinetes, donde existe un juego humano, eco del juego divino de la creación.

El filósofo Francis Bacon veía en cambio «un modelo de lo universal convertido en privado». Según él, la naturaleza podía ser normal, aberrante o trabajada por el hombre; y es precisamente en los cuartos de maravillas donde tienen cabida aberraciones naturales como sirenas momificadas o esqueletos de dragones.

Lo que poca gente conoce es que existieron gabinetes de curiosidades que pertenecían a mujeres de la aristocracia y la burguesía. Algunos de ellos tenían vocación científica, al utilizar los objetos de las colecciones para investigaciones experimentales en medicina. Es el caso de los gabinetes franceses de anatomía de Marie-Marguerite Biheron o de Marie-Geneviève-Charlotte Thiroux d’Arconville, que se dedicó al estudio de la putrefacción.

A dichos objetos, el filósofo Krzysztof Pomian llama semióforos, mediadores entre el mundo visible y el invisible. Estos cabinets encontraron su vocación enciclopédica a través del concepto de «teatro del mundo», acuñado en 1565 por el médico flamenco Samuel Quiccheberg en el tratado más antiguo que se conoce sobre cámaras de arte y maravillas.

Otro dato curioso es que la práctica coleccionista de los gabinetes ha trascendido a algunos artistas de nuestro siglo, como el escritor surrealista, André Breton, que almacenó millones de objetos en su apartamento de la rue Fontaine.

En cualquier caso, el inicio del auge de la curiosidad y la moda por lo exótico tuvo que ver con la conquista de América, por medio de la cual la Europa de la época alimentó su sed de conocimiento al extraer una gran variedad de maravillas del nuevo mundo.

Pero adentrémonos un poco más en estos cuartos abarrotados, en estos mundos miniaturizados y polvorientos del siglo XVI. ¿Cuáles eran los objetos más codiciados de las cámaras de maravillas?

Encontrar piezas con una alta capacidad de conservación era algo esencial para los propietarios de los gabinetes de curiosidades. Por ello, era frecuente coleccionar fragmentos duros de animales, como huesos, uñas y picos. Del reino animal, los ejemplares con una presencia más notoria eran los acuáticos, como langostas, cangrejos de río y caballitos de mar. Entre ellos, uno de los más célebres era el pez rémora, cuya peculiaridad anatómica consiste en un disco adhesivo en la parte de la cabeza con el cuál se junta a otros peces más grandes para transportarse. Otro puesto de gran popularidad lo ocupaban las tortugas, los cocodrilos y el camaleón, considerado un monstruo marino.

Ilustración completa del artículo. Por Susana Rodríguez Utrilla

En lo referente al mundo mineral, piedras preciosas y no preciosas habitaban las colecciones, entre las cuales era más importante la apariencia (cuanto más extraña, mejor) que el supuesto valor. A muchos de estos minerales se les asociaban propiedades extraordinarias. Es el caso de la piedra de águila o aetita; una piedra hueca que hacía ruido al agitarla y que creían que provenía de los nidos de águilas y que ayudaba a la eclosión de los huevos al regular su temperatura. Quizá por esa creencia lo utilizaban como amuleto durante los partos y los embarazos. En los gabinetes también era común encontrar el bezoar, piedra que se formaba en el estómago de algunos animales a partir de la acumulación de materias no digeribles y que en ocasiones excedía el tamaño de un huevo de gallina.

Por otro lado, la recopilación de plantas y flores exóticas supuso para los coleccionistas una ambición enciclopédica. Al poder reproducir sus condiciones climáticas y conservarlas en jardines y herbarios, que se adjuntaban a los gabinetes, creían que podrían llegar a poseer toda la variedad de especies del mundo. Algunas de las más insólitas eran la mandrágora, con raíces que recuerdan a cuerpos humanos, que se utilizaba para combatir la infertilidad de las mujeres; o la rosa de Jericó, una flor que puede secarse completamente y volver a abrirse en contacto con el agua.

Los objetos inventariados en los gabinetes respondían a diferentes categorías, como Naturalia (criaturas y objetos naturales) o Exotica (plantas y animales exóticos). Aunque también había gabinetes que exponían instrumentos científicos, Scientifica, o los que mezclaban naturaleza con antigüedades y obras de arte, Artificialia. Esta diversidad de los objetos coleccionados, en muchos casos con valores monetarios muy diversos entre sí, constituye una dificultad para homogeneizarlos bajo un mismo paraguas conceptual. A esta cuestión responde Krzysztof, quien agrupa bajo el  término semióforo todos los artículos que formaron parte de una colección, ya que poseen algo en común: todos, en un momento dado, fueron desviados de su función original y de un circuito económico o mercantil, de forma temporal o permanente. Es a través de esta diversidad que las colecciones pretendían conformar la unidad del universo, en este episodio histórico gobernado por la cultura de la curiosidad.

Con la revolución científica cambió todo. Previamente, era aceptado el juego de analogías para pasar de lo visible a lo invisible o la concepción de la naturaleza como algo ilimitado. Pero, con la aparición de nuevos instrumentos, como los microscopios, la observación de la naturaleza se adentró en otras escalas y las leyes científicas fueron dando cuenta de lo reproductible o repetitivo de esta. Así, lo excepcional, lo maravilloso, lo raro ya no era tal, y la ciencia dejó de ser una ciencia de «singularidades». A partir del Siglo XVII, Descartes proclamó la necesidad de discriminar entre verdad y error, mientras que Pascal afirmaba que «la curiosidad es solo vanidad».

Hacia 1750, tal y como explica Krzysztof, los gabinetes comenzaron a desaparecer, pues la curiosidad por las cosas raras se volcó hacia la historia natural, de cuya observación surgirían la clasificación y las leyes. A partir de este momento, la razón y la imaginación, la ciencia y lo maravilloso, toman diferentes caminos.

Igual que terminan todos los episodios de la historia, lo hacen también las tardes, incluso las de viento, lluvia y cuartos de maravillas. Pero, para los amantes de lo maravilloso, quedan los hijos de los gabinetes de curiosidades: los museos de historia natural. Y, para los científicos o amantes de la ciencia, queda esa semilla prerrevolucionaria dentro del corazón, como un bezoar carotídeo que nunca, nunca deja de crecer.

Bibliografía

—Etiembre, Y. Espace de jeu et theatre du monde. Anthropologie de la collection.
—Gargam, A. Savoirs mondains, savoirs savants : les femmes et leurs cabinets de curiosités au siècle des Lumières.
—Nieto-Galan, A. 2011. Los públicos de la ciencia: expertos y profanos a través de la historia. Marcial Pons, Ediciones de la Historia.
—Ramos, J.  Gabinetes de curiosidades en España.

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