El otro Darwin

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TEXTO POR CARLOS ROMÁ-MATEO
FOTOGRAFÍA POR HARRY PATOS
ARTÍCULOS
DARWIN | EVOLUCIÓN
12 de Febrero de 2020

Tiempo medio de lectura (minutos)

El calor. Aquel maldito calor le quitaba a uno las ganas de vivir. Y sin embargo…

Sin embargo se sentía más vivo que nunca. A pesar del sudor, de las picaduras, de las diarreas. Durante meses aquello fue lo más parecido a un infierno en vida que jamás hubiese podido imaginar… hasta que todo había empezado a encajar. Todas aquellas calamidades no habían conseguido apartar su mente de lo que ahora le parecía una evidencia aplastante, un hecho incontestable, una imagen tan vívida y clara que había que ser ciego para no darse cuenta. La realidad se había impuesto implacable. Cuando llegó a aquellos confines del mundo no tenía claro qué debía esperar; pero no importó, porque la verdad había llamado, sin ser invitada, a las puertas de su cerebro. Invitada por Malthus, había hecho un hueco entre los sentimientos de angustia y cansancio para susurrar a su mente la solución al enigma de la vida. La misma vida implacable en forma de exuberancia vegetal y animal que atormentaba sus noches y agobiaba sus días, había desvelado sus secretos y ahora se mostraba ante sus deducciones, desnuda y frágil, expandida como las ramas de un frondoso árbol esperando a ser desvelada ante el mundo.

Pero necesitaba algo. Algo que no estaba en su mano, sino en la de otros.

Tenía evidencias, todas las que podía imaginar. Pero en aquella época de mentes obtusas y sociedades injustas, necesitaba a alguien que respaldase aquella verdad por muy incontestable que pudiese resultar para una mente entrenada como la suya. Y ahora, por fin, después de tantos años… estaba a punto de conseguirlo.

Sin embargo, habían pasado meses y todavía seguía sin una respuesta. Tal vez su delirio se hubiese impuesto a la razón; tal vez la vida no estuviese aún dispuesta a desvelar sus secretos. Tal vez aquel Dios inmisericorde que protagonizaba las Escrituras se había vengado de su soberbia y le castigaba en aquel purgatorio selvático y aislado, esperando una carta que no llegaría nunca. Pero por fin llegó el barco con el largamente ansiado correo. Aunque más tarde desearía que no lo hubiera hecho nunca...

Entró en su sofocante cabaña, excitado como un niño con un juguete nuevo, arropando entre sus manos la tan postergada misiva en respuesta a su petición de consejo. El remite era claro, pese a la humedad imperante: Down House, Londres. C. R. Darwin.

Con manos temblorosas rasgó el sobre y comenzó a leer.

Al principio pensó que se trataba de una broma. No había allí ni rastro de la humildad que le habían asegurado dominaba el talante de aquel prestigioso naturalista, aquel afable explorador cuya ansia de saber solo era superada por su humildad y prudencia a la hora de extraer conclusiones. No, quien había escrito esa carta era una persona huraña, despreciativa, que rechazaba con sorna y no menos soberbia las ideas que él había tenido la confianza de compartir. No solo descartaba de un plumazo la osada hipótesis de la diversidad generada por selección natural como motor del cambio en el linaje de las especies; es que renegaba de toda evidencia, demostrando una opacidad de miras totalmente alejada de lo que una mente científica debería suponer. Conminaba a su interlocutor a dejar de fantasear, a regresar a la civilización y volver a abrazar la cordura. A olvidarse de Malasia, de la fauna y la flora, de los viajes en barco y del origen de las especies.

Con lágrimas en los ojos, Alfred Russel Wallace estrujó la carta hasta clavarse las uñas en su propia carne. Fue lo último que sintió, justo antes de que una mano oprimiese contra su boca un pañuelo empapado y lo envolviesen las tinieblas.

***

Era un día completamente gris, incluso más de lo habitual en un primero de julio en Londres. Las puertas de la sede de la Sociedad Linneana se abrían y cerraban con un constante entrar y salir de socios embutidos en sus largos abrigos; se palpaba la animación levantada por las nuevas comunicaciones que aquellos naturalistas esperaban conocer aquel día. En el interior, en una de las cámaras privadas donde pocos socios habían puesto el pie, tenía lugar una reunión previa y mucho más reservada. Dos hombres permanecían en silencio. Uno de ellos, de pie junto a la ventana, observaba la calle con mirada perdida. El otro, sentado junto a la chimenea, jugueteaba con un bastón mientras se mesaba su larga y barba blanquecina.

—Sé que no te gusta, Thomas —rompió al fin el silencio—. Pero es lo que hay que hacer.

El de la ventana suspiró profundamente, dando a entender que no compartía aquella opinión.

—Charles —dijo por fin—, mentiría si te dijera que no estoy parcialmente de acuerdo contigo. Pero sigo sin poder creer que hayas renegado de un descubrimiento semejante. Después de tantos años, tantos viajes, tantas pruebas…

—Basta —atajó Charles—. No vamos a volver a empezar con esto. Lo he explicado ya muchas veces. Demasiadas.

Se levantó trabajosamente, apoyándose tanto en el bastón como en el sillón. Tras avanzar unos pocos pasos, se acomodó junto al hogar del fuego mirando de frente en la dirección de Thomas. Al parecer, y en contra de lo expresado, juzgó necesario un nuevo resumen de sus decisiones.

—¿Evidencias? De qué sirven las evidencias, me pregunto, si con ellas lo único que conseguimos es destruir lo que amamos. ¿De verdad crees que el conocimiento de que somos una especie más, una mera entrada en el catálogo de seres vivos que habitan este planeta, va a beneficiar a nuestra sociedad de alguna manera? ¿Ir en contra de todo lo que hemos creído, de lo que nos han enseñado, de lo que garantiza nuestro modo de vida actual? Si las especies han cambiado a lo largo de estos años, si todas provienen del mismo y humilde origen, que se pierde en la noche de los tiempos… ¿en qué queda toda la gloria del Imperio Británico, la grandeza de nuestra sociedad occidental? ¿Acaso es lícito propagar que todo es una cuestión de azar y selección fortuita, sometida a los estragos e inclemencias de clima, depredadores y fortuna? Por favor, Thomas. Mi padre tenía razón. Nunca debí embarcarme en semejante crucero… seguramente el calor de los trópicos fundió mi desequilibrada y estúpidamente juvenil mente…

Por fin Thomas se giró. Le miró desafiante.

—Eso no es cierto. ¿Qué hay de aquel otro colega? El de Malasia. Él llegó a las mismas conclusiones que tú, Charles. ¡De manera totalmente independiente! ¿Acaso también fue fruto del clima tropical? Tú eres más listo que esto. Creo que deberías contactar con él, habladlo, pensad a ver…

—¡Silencio! No vuelvas a mencionarlo —gritó las palabras mientras se acercaba trabajosamente—. Ya me he ocupado de ese pobre diablo. No volverá a entrometerse. Así que lo mejor será que lo olvides.

Sacó de su bolsillo un grueso tomo. Con determinación, lo dejó caer sobre el hogar. Las llamas se sofocaron un instante, pero pronto se alzaron de nuevo. Como una pira funeraria, pensó Charles.

—Jamás debí escribirlo. Al menos no quedan más copias que esta. Pronto no serán más que cenizas.

Thomas se adelantó para decir algo, pero antes de que pudiera abrir la boca las puertas de la habitación se abrieron con un estruendo. Ambos dirigieron sus miradas sobre la sombría figura recortada en el umbral, ataviada con un raído abrigo. Respiraba trabajosamente, mientras sostenía en sus brazos un grueso manojo de papeles. Alrededor de la frondosa barba y las minúsculas gafas redondas abundaban cicatrices y hematomas.

—Tú —escupió con una voz ronca, señalando hacia Charles—. No se puede caer más bajo como naturalista, filósofo, observador de la naturaleza. Has descubierto uno de sus más grandes secretos, y vil, mezquinamente, en lugar de hacerlo visible y compartirlo con tus pares para beneficio de esta y futuras sociedades… has optado por el silencio, por alargar la sombra de la ignorancia para preservar quién sabe qué privilegios. ¿Quién te crees que eres para tomar esa decisión por los demás?

Aterrorizado, Charles retrocedió como si se enfrentase a una visión de ultratumba, hasta chocar con la chimenea donde las últimas ascuas de su obra se desintegraban.

—Sí, puedo leer la sorpresa en tus ojos. Pensabas que unos vulgares matones del tres al cuarto me quitarían del medio… pero te equivocaste, te equivocaste en todo, Charles. Porque tengo de mi lado lo más importante: la verdad. La verdad siempre prevalece y ese es el poder de la ciencia que apenas hemos empezado a vislumbrar. Igual que la evolución, la verdad es imparable, y pronto todo el mundo sabrá lo que hemos descubierto. Tal vez no sea tu nombre el que perdure, ni el mío, pero lo que sí está claro es que dentro de poco el ser humano será consciente por fin de su lugar en el universo. Su legado, su ascendencia… su origen.

Tras soltar la última palabra de su alegato, el estrafalario personaje pareció acusar todo el cansancio y nerviosismo que su aspecto revelaba. Thomas se le acercó y lo sostuvo para evitar que cayese postrado.

En un último alarde de osadía inspirado por la debilidad de su némesis, Darwin bramó:

—¡La verdad! ¡LA VERDAD! La verdad es la que nosotros hacemos, y tú lo sabes… dales un libro lo bastante convincente y no importará si es cierto o no. La mayoría lo seguirán ciegamente. ¿Vas a renunciar a ese poder?

Lentamente, agotadas sus energías, Wallace se apoyó en el brazo de Thomas para dirigir una última mirada hacia Darwin. Una mirada, esta vez, llena de amargura.

—No tenemos ningún poder, Charles. No nos corresponde. Solo somos observadores. Ni siquiera podemos llegar a saber qué es verdad y qué no. Solo tenemos nuestra intuición, nuestra curiosidad, nuestra infatigable manera de recopilar, comparar, experimentar… no nos corresponde juzgar ni manipular. Tú lo has hecho. Y por eso serás castigado con el olvido y la ignominia. Y lo lamento.

Dejó el fajo de papeles en manos de Thomas y se dio lentamente la vuelta.

—Lo lamento profundamente —dijo Wallace en un susurro, mientras salía lentamente de la habitación.

Darwin oscuro en su jardín de Matalascañas. Créditos de imagen: María Romá-Mateo
Darwin oscuro en su jardín de Matalascañas. Créditos: María Romá-Mateo

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