El despertar

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El pasado es un sueño y el futuro es una ilusión: todo es presente. Es su mantra, pero, aunque se lo repita una y otra vez, su mente siempre se relaja y entra en piloto automático. No se tortura por ello, sabe que nos pasa a todos. Hace poco tiempo leía que pasamos más de la mitad del día realizando tareas cotidianas mientras nuestro cerebro danza otras melodías.

TEXTO POR ENEKO BERAZA
ILUSTRADO POR MANDY KUROSAKI
ARTÍCULOS
11 de Mayo de 2020

Tiempo medio de lectura (minutos)

Sonámbulos, zombis, niños que sueñan despiertos. Por lo visto tenemos una «red de modo predeterminado (DMN)» que nos permite hacer tareas rutinarias sin prestar atención. Alguna vez ha intentado atarse los cordones repasando cada paso, pero no es tan fácil como hacerlo mientras se piensa en otra cosa.

Así es: nos pasamos más de media vida dormidos, ausentes, completamente dominados por lo que nuestro cuerpo sabe hacer en una suerte de modo de ahorro de batería. Pero él lucha contra eso. Siempre pierde, pero nunca deja la batalla. Mete su mano en la arena, coge un puñado y deja que se derrame entre sus dedos. Es el tiempo, la vida. Cada segundo, cuenta, duermas o vigiles. Quiere estar siempre presente, siempre alerta, vivir cada momento, aunque sepa que es imposible.

Se levanta, clava sus pies en el suelo y mira hacia el mar. El viento sopla fuerte y hace que las partículas de la superficie vayan mucho más rápidas que las del interior del agua. El agua llega a su cara, siente el espray natural del mar clavando sus pequeños puñales en las mejillas. «Vamos —se dice—, es la hora».

Coge su tabla del suelo. En las películas veía a los surferos clavando sus tablas en la arena, pero no es tan fácil como parece: hay que clavarla con fuerza. Es pura pose, lo sabe, pero siempre pensó que era como clavarle una estaca a un vampiro en el pecho. Por otro lado está la imagen del héroe, el guerrero pensativo que observa las mareas junto a su tabla erigida como un epitafio. Y, por supuesto, el tipo cool que sale del agua mientras suenan los Beach Boys y las chicas mueven sus caderas al atardecer.

Él es diferente. Está solo, en silencio. Su mente recorre su propio cuerpo desde los talones a la coronilla. Ha calentado cada músculo que usará en unos instantes. Se siente un todo de muchas partes y dedica su atención a cada palmo de su piel. No necesita ver dónde rompen las olas. El sitio queda marcado por un par de surferos locales que aguardan su momento. Camina lentamente, sintiendo cómo se le eriza el vello de la nuca al contacto con el agua. Posa la tabla, que se mece con el oleaje, y se lanza sobre ella, tabla y hombre, hombre y tabla, contra la superficie del mar. Arquímedes hace su magia y ambos desalojan un volumen de agua proporcional al peso de ambos cuerpos mientras el empuje vertical les mantiene a flote. Imagina un vector inclinado hacia mar adentro, parte vertical, anulado por el agua, y parte horizontal, que es el que lo aleja de la playa.

Levanta el tronco y mira al horizonte. Rema, rema, rema. Las olas cambian con el viento. Son vida pura, fugaces, energía en movimiento que sueña por un momento en ser viento antes de recordar que son agua cayendo irremediablemente a su origen. Busca un momento de calma, se sienta en la tabla (buscando con su culo el lugar idóneo para no perder el equilibrio) yforma una visera con las manos. La busca entre bebés olas, criaturas del caos que nacieron a miles de kilómetros de la costa, que llegarán fatigadas a sus pies. Lo siente por ellas, pero solo así él, pobre humano, podrá cabalgarlas.

Tantea un par de oportunidades, pero las deja para los nativos. Sabe cómo comportarse en el agua, lo aprendió de forma rápida y dolorosa. La cicatriz junto a su ojo izquierdo aún le quema de vez en cuando. De repente, lo oye: es el sonido de la ola perfecta. Un sonido que solo él aprecia. Cuando la ve venir, se gira y rema con sus brazos tratando de igualar su velocidad. Solo así podrá ponerse de pie y maniobrar con su tabla para sentir una de las sensaciones más alucinantes: la unión entre un humano y la naturaleza que lo castiga y cobija, lo abraza y lo castiga, el vínculo pasajero entre una pequeña criatura y una fuerza inconmensurable.

Los brazos queman: son esfuerzos explosivos que hacen arder sus hombros. Inicia el take off, pero tiene que lanzarse al agua para evitar pasar por encima de un novato que no debía estar allí. Se sienta, espera de nuevo, siente la gravedad que ama las cosas planas intentando alisar ese océano cambiante, ese hombre que aguarda, esa gaviota que vuela.

Entre sus pies, bajo el agua, una danza de partículas se contagia con el movimiento de sus compañeras: frenética en la superficie, lenta como un tango en la profundidad. A medida que la corriente se acerca a la orilla su distancia al suelo decrece y la energía de esta onda se va concentrando en la superficie. Surge la ola, la onda visible, el movimiento que sale de su corsé y que sueña con cosas que vuelan, que sube tan alto aupado por sus raíces y alarga un dedo hacia el sol.

Un escalofrío recorre su espalda. Ahora o nunca: el instante. Mira hacia atrás, la ola ya se acerca. Se tumba sobre la tabla y rema con todas sus fuerzas. La siente acercarse a sus pies, pero no con la misma velocidad: está funcionando. De un movimiento rápido, apenas se aprecia la mecánica del mismo, pero tiene su técnica, se pone de pie. La curvatura de la ola lo empuja hacia la orilla y el ángulo de la quilla es el correcto. La tiene.

Gira levemente hacia la izquierda, casi en paralelo a la costa. La cresta de la ola, velocidad máxima que se adelanta a su propio cuerpo, sufre el embiste final de la gravedad y va rompiendo a su espalda con un orgasmo de espuma de mar que tiñe de blanco su estela. La ola es alta y forma un tubo, no como el de los videos que ha visto infinidad de veces, pero sí lo suficiente para dejarse envolver y, agachado, disfrutar de una de las habitaciones más maravillosas que puede ocupar un ser humano: la Green Room.

La habitación es verde, es agua pura formando una arquitectura sin aristas, un cilindro que él imagina infinito mientras su velocidad iguala la de la ruptura de la ola tras él. Una cacofonía que impulsa el sonido a través y alrededor del hombre, hacia la salida que es siempre variable y siempre la misma. Y ahí, en ese instante, todo se vacía en su mente salvo la fascinación por estar vivo.

El tiempo se ha detenido. El hombre se ha convertido en una estatua en un paisaje congelado. Avanza a lo largo de la costa, pero nada parece cambiar, aunque todo lo haga. Se siente vivo por fin, frágil, abrazado por la fuerza del agua que cubre esta enorme piedra llamada Tierra que flota atraída por la gravedad de la estrella que lo ilumina. Todo es uno y él es gigante y átomo al mismo tiempo... hasta que la ola cae sobre él y cubre todo de verde y sal.

Saca la cabeza del agua. Su caballo ya partió. Piensa en volver al punto inicial, en esperar otra oportunidad de sentirse así. Pero decide volver a la playa y se tumba boca abajo, dejando que la arena se pegue a su torso como un traje natural. Piensa en que ha sido abrazado por el agua y por la tierra en unos pocos minutos y se siente agradecido mientras clava la frente en la arena y escucha su respiración agitada. El sol calienta su coronilla, su espalda y la parte trasera de sus rodillas.

Es una botella llena que fue vaciada y vuelta a rellenar, varada en la orilla, ahora hogar de un mensaje que esconde en su interior. Es una letra sencilla, una cantinela que pierde su sentido como todo lo que se repite una y otra vez pero que él se tararea sin pausa.

Vive. Ahora.

Y, mientras siente que se queda dormido, desea que mucha gente cante su misma canción. Sería maravilloso cantar unidos, despiertos, esperanzados cada instante que nos quede hasta cerrar los ojos para siempre.

Vive. Ahora.

Y entonces... se durmió.

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