El peligro invisible

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Vega odia el verano. Bueno, en realidad también odia el otoño. Y la primavera. La verdad es que también detesta el invierno. Y es que el peligro invisible la persigue durante todas las estaciones del año. Ese peligro es imperceptible y especialmente cruel con un reducido grupo de personas en el mundo que son como ella. Él siempre está ahí, acechando, disfrazado de cielo azul brillante, de lámpara fluorescente o de paseo al atardecer.

TEXTO POR ESTIBALIZ URARTE RODRÍGUEZ
ILUSTRADO POR MANDY KUROSAKI
ARTÍCULOS
ENFERMEDADES RARAS | XERODERMA
25 de Mayo de 2020

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El cielo estaba completamente despejado y era de un color azul brillante, tan brillante que aturdía. Vega sentía cómo la piel de su rostro, sus brazos y sus piernas se calentaban gradualmente. Las primeras gotas de sudor brotaban de sus poros. Notaba que su tez se enrojecía y daba paso a una explosión de melanina. Se imaginaba el pigmento como el chocolate de esos cruasanes rellenos que le solía dar la abuela Antonia para merendar cuando iba a visitarla. Ella los aplastaba con sus manos y el chocolate se escapaba por uno de los bordes, como una lengua de lava marrón, dulce y tentadora.

Le había entrado hambre. Abrió los ojos y miró al techo de su habitación. Blanco nuclear. Ni un rastro de ese azul intenso con el que tanto fantaseaba. Las persianas estaban completamente bajadas y no entraba ni un mísero rayo de luz. La lamparita de su mesilla estaba encendida y el ventilador, a todo trapo, impedía que la temperatura se disparara dentro de la estancia. Era agosto, estaba en Nerja y llevaba cuatro días sin salir de casa. Menuda novedad.

Se levantó de la cama y cogió el móvil que estaba sobre la cómoda. ¡Las 16:30! Quedaban al menos seis horas para que el sol se pusiera y estaba tremendamente aburrida y, por qué no decirlo, deprimida. Vaya verano. «Si solo fuera el verano», pensó. Estar encerrada había sido su estado natural desde que tenía uso de razón, pero los últimos años el asunto del enclaustramiento se le estaba haciendo demasiado cuesta arriba. Dos años atrás, al poco de cumplir los diez, tuvo un ataque de pánico y perdió el conocimiento. Luego estuvo casi una hora vomitando hasta que ya no tuvo nada que echar. Lo del ataque de pánico lo dijeron los médicos de urgencias y luego la psicóloga se lo confirmó a sus madres. Fue el primero de muchos que estaban por venir.

Abrió la puerta de la habitación y Chopo le saludó con un maullido mientras restregaba su cabeza contra su pierna derecha.

— Ahora voy, ahora voy, yo también tengo hambre, ¿sabes? Merendaremos los dos.

El resto del piso también estaba a oscuras. Sus madres habían bajado a la playa con Lola y volverían sobre las 18:00. Qué calor hacía. Encendió el aire acondicionado del salón y se dirigió a la cocina. Se tomó el suplemento de vitamina D con un trago de zumo de naranja que había en la nevera y sacó un cartón de leche. A falta de los cruasanes de la abuela, merendaría unos cereales con chocolate. De tanto pensar en melanina brotando de sus células le había entrado antojo de algo dulce y con cacao.

Echó un vaso entero de pienso en el platito de Chopo. Cogió un bol del armario, lo llenó de leche y volcó los cereales directamente de la caja. Se disponía a llevarse la primera cucharada a la boca cuando escuchó la llave. ¡Qué pronto habían vuelto!

—¡Vegaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!

Lola corrió hacia ella, le saltó encima y le rodeó con sus bracitos. Ese olor a sal, a protector solar, a arena. Ese olor a sol y a cielo azul. Se aguantó las lágrimas.

—¿Cuándo vas a venir a la playa a hacer castillos conmigo?

La miró con una sonrisa tan tierna que derretiría a cualquiera. Los mofletes de su hermana estaban ligeramente rojos y decenas de pequitas cubrían su nariz.

—Lola, ¿cuántas veces te tenemos que explicar lo mismo? Ya sabes que a Vega no puede darle el sol porque se quema mucho y puede ponerse muy malita.
—Ya lo sé, mamá, pero podemos ir por la noche. ¿Podemos?

Gema no supo qué decir. Carmen estaba en el baño con la puerta abierta y había escuchado la conversación. El verano estaba siendo complicado de manejar. Lola cada vez era más mayor, más social y más activa y Vega menguaba cada día más. Le rompía el corazón ver a su hija mayor en ese estado.

A Vega le diagnosticaron xeroderma pigmentosum a los dos años. Llevaban seis meses visitando con asiduidad al dermatólogo porque la pequeña había empezado a desarrollar quemaduras bastante graves sin causa aparente. La cubrían continuamente con protector solar, compraron una sombrilla para la sillita, salían a pasear al atardecer, cuando ya no daba el sol… Pero las lesiones seguían apareciendo, incluso si paseaban bajo un cielo completamente cubierto de nubes. Después de muchas pruebas el doctor Carrión les comentó que había estado consultando el caso con algunos colegas, incluida una oncóloga especializada en melanoma. Fue entonces cuando a Gema y a ella se les cayó el mundo encima.   

—Creemos que Vega padece xeroderma pigmentosum, una enfermedad genética rara. Alguno de los genes de Vega que se encargan de reparar el ADN de sus células han mutado, se han estropeado, por lo tanto, este no puede ser reparado si sufre algún tipo de daño. La radiación ultravioleta del sol rompe el ADN de las células de la piel y es por eso que padece quemaduras y lesiones cancerosas. Además del sol, este tipo de radiación también la emiten las lámparas de los solárium, las lámparas fluorescentes de luz negra, las halógenas… Le vamos a realizar un test genético a Vega para confirmar el diagnóstico, ¿os parece?

Las sospechas del doctor Carrión se materializaron tras esa prueba genética. Vega tenía mutado el gen POLH, que produce una enzima llamada «ADN polimerasa eta», una de las proteínas encargadas de reparar el ADN. Al menos, su tipo de xeroderma no derivaba en alteraciones neurológicas. Les dijeron que les había tocado una de las versiones más leves de la enfermedad. ¿Leve?  Su hija debía protegerse del sol y de un sinfín de lámparas toda su vida si no quería desarrollar cáncer de piel o lesiones oculares severas y morir antes de los veinte. Leve. La empatía y el tacto de algunos médicos brillaba por su ausencia.

—¿Quieres que esta noche vayamos a cenar pizza a Giorgio’s, Vega? —le preguntó Carmen.
—Vale —contestó—. Me apetece mucho la pizza de huevo frito y trufa. —Realmente le apetecía. Esa pizza era su favorita con diferencia.

Vega dejó el bol de cereales en el fregadero y se fue al baño. Encendió el grifo de la ducha, se desnudó y abrió la mampara. Se encontraba de mejor humor ahora que había pizza del Giorgio’s a la vista. Le encantaban las noches de verano.

A los pocos minutos salió de la ducha, se secó, se cepilló la fina melena y se hizo la raya en medio. Se aplicó la crema con retinol, se vistió, echó la muda al cesto de la ropa sucia y salió a tender la toalla en el balcón. Sus madres estaban en la cocina hablando bajito.

—Lola está echando siesta —le susurró Gema.
—Vega, ¿te has pensado lo del ensayo clínico? —Carmen no se andaba con chiquitas. Siempre iba directa al grano. No entendía a las personas que para decir algo muy concreto te contaban su vida en verso. Vega ya conocía a su madre y Carmen conocía a su mujer, así que ninguna de las dos se sobresaltó al escuchar la pregunta.

Las personas que padecen enfermedades minoritarias aprenden enseguida que son ciudadanos de segunda. No se investiga lo suficiente sobre ellas y por lo tanto la mayoría no tienen tratamiento. La falta de pacientes para realizar estudios, el poco interés de la industria farmacéutica y la dejadez de las instituciones dejan a trescientos millones de personas y a sus familias en un segundo plano. Carmen y Gema lo sabían bien y llevaban tiempo moviéndose, contactando con otros pacientes y centros de investigación para promover el estudio de la patología de Vega. Cuando era pequeña lograron, con mucho esfuerzo, poner en marcha un proyecto de terapia génica y se comprobó que funcionaba en células con la mutación de Vega crecidas en el laboratorio. Ahora debían dar el paso a humanos. No querían adelantar acontecimientos, pero esta podría ser la salvación de su hija.

—Mamá, mami, he estado leyendo los papeles que me disteis y lo he pensado mucho. ¡Quiero participar!

A pesar de la tristeza que sentía, confiaba en la ciencia. Era su única esperanza. Quería poder ir a la playa con Lola y ayudarle a hacer el castillo de arena más grande de toda la Costa del Sol. Quería dejar de usar las protecciones cuando salía a la calle: el gorro, el plástico que le cubría la cara, los guantes, las gafas oscuras que tanto detestaba… Quería bañarse en el mar. Quería ponerse un bikini como las niñas de su clase y quedar con los chicos en la playa para comer pipas y beber refrescos. Quería sentir el sol sobre su rostro y notar la melanina explosionando en sus células como el chocolate de los cruasanes. Pero, por encima de todo, anhelaba contemplar el cielo azul brillante que aparecía en sus sueños sin que el peligro invisible acabara con su vida.  

 

Referencias

Asociación Xeroderma Pigmentosum.
When daylight kills: India’s XP children.
Xeroderma pigmentosum: un viaje de espaldas al sol.

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