La mirada desquiciada de Alonso Quijano: las plantas en el Quijote

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La obra cumbre de las letras castellanas es un auténtico quebradero de cabeza para los botánicos: paisajes inverosímiles e inexactitudes geográficas aparecen aquí y allá a lo largo de toda la novela. La poca asiduidad de Cervantes en mencionar las plantas formadoras del paisaje ibérico nos hace sospechar, ¿mera casualidad o recurso estilístico de un autor inmortal?

TEXTO POR GUILLERMO VALDELVIRA MEDINA
ILUSTRADO POR ASTOR BARNES
ARTÍCULOS
BOTÁNICA | CERVANTES | DON QUIJOTE | LITERATURA
13 de Julio de 2020

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«En un lugar de la Mancha…», aquella vasta extensión baldía salpicada aquí y allá de grupillos de encinas y alcornoques de la que el legendario hidalgo y su escudero parten a la aventura. Acostumbrados a la «vasta y espaciosa tierra» (I, Capítulo 2) que todos asociamos a las peripecias de Quijote y Sancho, el amarillo secarral castellano, sorprende ver que Cervantes habla de «selvas espesas», «prados floridos» y «gargantas umbrosas». Licencias excusables del autor que no merecerían mayor atención de no ser porque a medida que seguimos avanzando en la novela nos encontramos con auténticos disparates paisajísticos. Cuando nuestros héroes se internan en plena Sierra Morena se dice que no muy lejos de allí hay «un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de Marcela» (I, Capítulo 12). Damos fe de que no hay hayas por debajo del paralelo 40º: el haya (Fagus sylvatica), el árbol más representativo de la Europa húmeda, es muy exquisita en cuanto a sus necesidades hídricas y no osa pasar más allá de Aranjuez.

Quijote y Sancho no pisaron la España húmeda del Norte peninsular, manteniéndose siempre en la zona mediterránea, y si bien es cierto que Cervantes no cesa en mencionar sus especies más representativas (la encina, Quercus ilex, y el alcornoque, Quercus suber), hay parquedad a la hora de describir las plantas formadoras del paisaje: en su peripecia de Ciudad Real al Ebro, el hidalgo y su escudero hubieron de pasar por pinares de pinos rodenos (Pinus pinaster) y pinos laricios (Pinus nigra), especies bien características de la zona que no obstante no se mencionan en ninguna ocasión para describir el paisaje, al igual que sucede con enebros y sabinas (pertenecientes al género Juniperus, arbustos mediterráneos por excelencia).

Acostumbrados a la «vasta y espaciosa tierra» que todos asociamos a las peripecias de Quijote y Sancho, el amarillo secarral castellano, sorprende ver que Cervantes habla de «selvas espesas», «prados floridos» y «gargantas umbrosas»

 ¿Acaso ha cambiado el paisaje desde el siglo XVII? En tiempos de Cervantes la ganadería era la forma predominante del suelo: es la época de la Mesta, la política económica destinada a la protección de la ganadería que confería privilegios a pastores y cabreros (tan asiduos en la novela cervantina). La vegetación leñosa predominante eran los matorrales de jaras, retamas y tomillos, heraldos de la regresión del bosque debida al omnipresente pastoreo, y que con demasiada imaginación podríamos considerar como «selvas espesas». Así pues, ¿qué hace a Cervantes tergiversar por completo el paisaje en el que sitúa las aventuras de sus protagonistas? Llega incluso a describir los campos de Montiel, llanura manchega donde las haya, como «aquellas altas sierras», ¿era el manco de Lepanto un zote en botánica?

¿Qué podía saber un hombre instruido del siglo XVII de los conocimientos botánicos de los que se disponía en la época? El Siglo de Oro es heredero de esa curiosidad renacentista que se atrevió a expandir el conocimiento más allá de lo divino: cuando las grandes potencias europeas se lanzan a la aventura ultramarina, los misteriosos animales y plantas recién descubiertos requieren un estudio actualizado que permita explotar sus posibles usos técnicos y medicinales. Verdaderamente no había tal cosa como una «Botánica» o una «Zoología», pero la exploración de América, África y las Indias Orientales sería el gran motor para el desarrollo de una Biología aún en pañales.

Los grandes naturalistas de la Ilustración se valdrían de los conceptos y técnicas gestados en época de Cervantes, y las obras de esta época serían las primeras que cimentarían el método científico: la Historia natural y general de las Indias, islas y Tierrafirme del mar Océano (1535) de Gonzalo Fernández de Oviedo bien puede ser considerada como el primer tratado de Historia Natural que se atreve a incluir observaciones ecológicas y biogeográficas. Nicolás Monardes en su Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales que sirven en Medicina (1565) estudia las aplicaciones terapéuticas de la flora americana (curiosamente sin haber pisado nunca el Nuevo Mundo, trabajando con descripciones y ejemplares traídos del continente americano tal y como lo hacen los botánicos hoy en día), y organiza en Sevilla el primer jardín botánico del que se tiene constancia, sirviendo de ejemplo a tantos otros que convertirían a Sevilla en el centro mundial de la scientia plantarum. Sería en 1570 cuando Felipe II encomienda a Francisco Hernández de Toledo, médico real y estudioso de las obras de Plinio, la primera expedición a América con fines estrictamente científicos. Esta y otras peligrosas peripecias por el Nuevo Continente permitieron a José de Acosta la elaboración de la primera obra que se atreve a integrar todos los saberes y descripciones que se tenían del medio natural americano: la Historia Natural y Moral de las Indias (1590). Obra estrictamente biogeográfica e inspirada por el más puro afán científico, sentaría las bases y las hipótesis que otros gigantes como Humboldt y Darwin usarían en sus investigaciones siglos después.

... la mirada enajenada de Alonso Quijano quiere ver en el secarral manchego los paisajes fantásticos de sus adoradas novelas de caballerías: las selvas umbrosas son el ambiente en el que los caballeros andantes corren peligros y desfacen entuertos

Siendo entonces la época en la que vivió Cervantes un tiempo de ebullición intelectual en lo que respecta a los saberes de la Historia Natural, ¿acaso el gran autor estaba ajeno a los avances primerizos de la botánica? Es verdaderamente extraño el que no se mencione en el Quijote ningún vegetal venido de América, sabiendo que ya a comienzos del XVI se cultivaban y consumían en Andalucía hortalizas como el pimiento (el llamado ají, fruto en baya de diversas solanáceas del género Capsicum), que pasaron a configurar la llamada cocina nueva. Por otro lado, no es inusual que un hombre de la posición de Cervantes ignorase las grandes obras botánicas de la época: eran obras destinadas a médicos y boticarios, no a soldados ni literatos, oficios en los que Cervantes ocupó sus días. Pero, ¿acaso esto explica la soberana metedura de pata de poblar Sierra Morena de hayas y vergeles?

La gran dualidad entre realidad y ficción que tanto caracteriza el Quijote vuelve a jugar con nuestra percepción del relato: una cosa es lo que se ve en El Quijote y otra muy distinta lo que ve el Quijote. Y es que la mirada enajenada de Alonso Quijano quiere ver en el secarral manchego los paisajes fantásticos de sus adoradas novelas de caballerías: las selvas umbrosas son el ambiente en el que los caballeros andantes corren peligros y desfacen entuertos. Cervantes transforma la amarilla estepa mediterránea en verde bosque legendario, convirtiendo el paisaje en retablo de las maravillas a través de los ojos del viejo hidalgo. Este uso del paisaje como un recurso literario más, el contraste que se da entre lo verdadero y lo inventado, entre lo que se ve y lo que se siente, es otro de los muchos aspectos que confieren la grandeza atemporal que tiene el Quijote. Como todo clásico de la literatura, es fuente de sabiduría a las generaciones que lo leen, y verdaderamente puede ofrecernos lecciones muy valiosas, incluso a los científicos: recuperemos la forma de ver la naturaleza como lo hacía Don Quijote, volvamos a ver con mirada ingenua y sentimental los seres vivos, avanzando más allá del dato puramente objetivo: veamos gigantes donde hay molinos.

Referencias:

Pardos. 2005. De Rocinante al rinoceronte: la historia natural y El Quijote, en La ciencia y El Quijote. Editorial Crítica. Barcelona.

Ceballos. 1965. La Flora del Quijote. Discurso de recepción en la Real Academia Española. RAE. Madrid.

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