Los garabatos de la matemática Maryam Mirzakhani

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«Las ideas matemáticas, cuando son reales, no están encerradas en un papel. Las llevas contigo, se transforman contigo. Se convierten en una forma de ver el mundo.»

Así pensaba Maryam Mirzakhani —Teherán (Irán), 12 de mayo de 1977-Stanford (California, EE. UU.), 14 de julio de 2017—. Así vivía. La única mujer en recibir la Medalla Fields —el mayor reconocimiento en el campo de las matemáticas— y una de las mentes más brillantes del siglo XXI, no se conformó con resolver problemas. Se propuso ampliar los límites del pensamiento, encontrar patrones donde otros solo veían abstracción, recorrer superficies imposibles como si fueran paisajes.
Hoy, en el aniversario de su fallecimiento, no basta con recordar sus logros. Hay que contar su historia como lo que fue: un viaje audaz al corazón mismo de la belleza matemática.

TEXTO POR QUIQUE ROYUELA
ILUSTRADO POR ROCÍO CONCHES
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14 de Julio de 2020

Tiempo medio de lectura (minutos)

Una niña de Teherán con hambre de historias

Maryam nació en Teherán en 1977, en plena revolución iraní. Durante su infancia, Irán fue escenario de cambios profundos, tensiones políticas, guerras. Pero en medio de ese contexto, su imaginación florecía. Lo curioso es que al principio no quería ser matemática. Le gustaba leer, escribir. Quería ser novelista. Y de alguna manera, lo fue.

Solo que sus historias no estaban hechas de palabras, sino de curvas, geodésicas y espacios hiperbólicos. Historias sin argumento, pero con estructura. Tramas sin personajes, pero llenas de giros. Matemáticas narradas con la intuición de quien ve lo invisible.

Fue en el instituto cuando su curiosidad matemática se encendió. A los 17 años participó en la Olimpiada Internacional de Matemáticas y ganó la medalla de oro. Al año siguiente, repitió hazaña con una puntuación perfecta. El mundo académico empezó a mirar hacia Irán con asombro. Y en el centro de ese asombro, una joven con una mirada serena y obstinada.

Cruzar el espejo

Tras licenciarse en matemáticas en la Universidad Sharif de Tecnología, en Teherán, Maryam dio el salto a la Universidad de Harvard. Allí estudió bajo la tutela del legendario Curtis McMullen (también ganador de la Medalla Fields), y se sumergió en un campo tan abstracto como fascinante: la geometría de las superficies de Riemann.

Las superficies de Riemann son objetos matemáticos que generalizan la idea de una superficie curva, como una esfera o un toro, pero en contextos más complejos, a menudo multidimensionales. Se usan para entender cómo se comportan ciertas funciones complejas, y tienen aplicaciones en teoría de cuerdas, dinámica de fluidos, incluso en criptografía.

Pero más allá de su aplicación, Maryam las abordaba con una visión casi plástica: dibujaba sus ideas con trazos amplios, sobre grandes hojas de papel, como si necesitara espacio físico para pensar. Algunas personas trabajan con ecuaciones. Ella trabajaba con el espacio.

Las curvas que no se repiten

Su trabajo más revolucionario fue sobre las superficies hiperbólicas y la forma en que las curvas simples se comportan sobre ellas. En geometría hiperbólica, los paralelos no se comportan como en el plano euclidiano: se abren, se multiplican, generan distancias contraintuitivas. Es el universo donde las reglas cambian.

Maryam se obsesionó con una pregunta: ¿qué ocurre cuando una curva recorre una superficie sin cerrarse nunca, sin repetirse, sin encontrar su propio fin? La respuesta la llevó a desarrollar una teoría que conecta dinámica, topología y geometría, demostrando relaciones profundas entre espacios de módulos (estructuras que describen cómo pueden deformarse las superficies) y trayectorias geodésicas.

Su tesis doctoral fue tan innovadora que sus revisores tardaron semanas en asimilarla. Uno de ellos la describió como «una obra maestra matemática». Tenía apenas 27 años.

La mujer que rompió los moldes

En 2014, Maryam se convirtió en la primera mujer en recibir la Medalla Fields desde su creación en 1936. Fue también la primera persona iraní en lograrlo. Lo hizo por sus trabajos sobre geometría y sistemas dinámicos, por conectar áreas que antes parecían lejanas, por descubrir estructuras ocultas en el caos matemático.

El momento fue histórico. No porque necesitáramos más símbolos —que también—, sino porque su figura rompía todas las narrativas. Mujer. Iraní. Matemática pura. Madre. Académica de élite. Un ejemplo para una generación entera de científicas que por fin veían su reflejo en alguien galardonada no por inclusión, sino por genialidad.

Maryam nunca buscó ser ídolo ni bandera. Prefería trabajar en silencio, en su despacho, entre papeles garabateados y conversaciones pausadas. Era humilde, pero no insegura. Hablaba con precisión, pero sin exhibición. Sus palabras tenían el mismo ritmo elegante que sus demostraciones.

Pensar con el cuerpo

Una de las imágenes más poderosas que dejó Maryam fue su forma de trabajar: caminando lentamente por su oficina, haciendo garabatos, borrando, doblando papeles, trazando curvas en el aire. Decía que pensaba con las manos. Con el cuerpo.

Eso nos recuerda que las matemáticas no son solo razonamiento abstracto. También son forma, intuición, movimiento. Maryam era capaz de traducir lo invisible en algo tangible. Sus colegas la describían como una «coreógrafa del espacio», capaz de intuir cómo se plegaban las superficies sin necesidad de verlas.

Su aproximación era visual, incluso narrativa. En una entrevista llegó a decir: «Es como entrar en un bosque oscuro. No sabes por dónde ir, pero sientes que hay algo al otro lado. Y cuando finalmente encuentras una salida, es hermoso. Es una emoción intensa».

Una belleza que no necesita adorno

A diferencia de otros campos científicos, donde los resultados se celebran por su impacto práctico, en matemáticas la belleza es suficiente. Maryam lo sabía. Para ella, encontrar un nuevo teorema era como ver una forma pura emergiendo del vacío. No necesitaba aplicación inmediata. Su valor era intrínseco.

Y, sin embargo, su trabajo sí tenía implicaciones más allá de la teoría: desde el estudio de la física cuántica hasta la criptografía avanzada, pasando por los sistemas dinámicos complejos. Pero lo verdaderamente relevante no era su utilidad, sino la forma en que redefinía el terreno de juego.

Una vida breve, un legado inmenso

En 2013, a los 36 años, le diagnosticaron un cáncer de mama. Luchó durante cuatro años con la misma determinación con la que abordaba un problema matemático: paso a paso, sin melodrama, con atención al detalle. Falleció el 14 de julio de 2017, dejando una hija pequeña y una comunidad científica que aún hoy intenta asimilar su pérdida.

Pero lo más importante no murió. Su legado se expande, como esas curvas que ella tanto estudiaba: sin cerrarse, sin repetirse, tocando cada vez nuevos espacios.

Hoy hay becas, institutos, asteroides e incluso una fecha en su honor. El 12 de mayo —día de su nacimiento— se celebra el Maryam Mirzakhani Day, una jornada para visibilizar a las mujeres en matemáticas. Pero cada 14 de julio, la efeméride de su partida nos recuerda otra cosa: que el talento no necesita tiempo infinito para dejar huella. Solo necesita espacio para desplegarse.

Y Maryam, en eso, fue inmensa.

 

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