La palabra ahuyentadora

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Este texto corresponde al accésit del VII concurso científico-literario dirigido a estudiantes de 3º y 4º de ESO y de Bachillerato, basado en El enigmaTuring, de David Lagercrantz, organizado por la Escuela de Máster y Doctorado de la Universidad de La Rioja.

Aquí puedes ver la entrega de premios.

TEXTO POR EDITH FERNÁNDEZ AMURRIO
ILUSTRADO POR IRENE BOFILL
ARTÍCULOS
ALAN TURING | MATEMÁTICAS
30 de Julio de 2020

Tiempo medio de lectura (minutos)

Ser raro no es nada fácil, independientemente de las razones por las por las que tú u otras personas consideren que lo eres. Está claro que es muy complicado clasificar la rareza por magnitudes, aunque la realidad es que, al ser yo un amante del lenguaje numérico, me encantaría poder ordenar a las personas según su porcentaje de rareza. Yo sería el cien por cien y debajo, estructurados en una pirámide similar a la de las clases sociales, estarían todos los demás raros del planeta. Sé que es una idea propia de alguien mentalmente desequilibrado, pero me entretiene pensar en ella. 

Hay muchas personas peculiares en este mundo, y no por ser raro necesariamente debes sentirte rechazado. Salirse de la norma no es malo, simplemente no encajas en el puzle a la primera y tienes que buscar tu hueco en otra parte. Puede que esa otra parte esté más cerca de las esquinas, pero todo está bien si encajas con alguna de las otras piezas. Por supuesto que la rareza une a las personas y crea fuertes lazos de amistad entre ellas, pero esto no siempre ocurre. 

En mi caso, o como diría Lea, en lo que concierne a mi persona, mi manera de ser conllevaba tener que cargar con una gran losa invisible del tamaño de una puerta y el peso de un coche todoterreno cada vez que intentaba levantarme por las mañanas. Aclaro que no estoy hablando en el sentido literal, algo que era tremendamente difícil para mí antes de conocer a Lea. Ella hizo que me enganchase a la droga de las comparaciones y las metáforas prácticas. Y ahora seguramente os estaréis preguntando quién es la tan nombrada Lea, pero supongo que lo más oportuno antes de contestar a esa pregunta es hablar sobre mí. Sobre cómo era todo antes de conocerla.

* * *

Sentir que no encajas allá a donde vas es algo que no deseo a nadie, sobre todo cuando lo has probado innumerables veces en grupos de distintas personas y nunca ha dado resultados. A mi modo de ver, todos los días eran iguales. Abrir los ojos a las seis y veinticinco cada mañana era el peor momento en ellos no solo por la hora, sino también porque se rebobinaba el disco de todas las jornadas anteriores. Un disco que me sabía prácticamente de memoria y que deseaba cambiar a cualquier precio. Mentiría si dijese que esa gran losa de la que he hablado antes puede empequeñecerse mágicamente de un día para otro. No lo hace, simplemente te acostumbras a llevarla porque no tienes muchas más opciones. Si sois personas empáticas en mayor o menor grado, me gustaría que os imaginaseis por un momento que no sois capaces de entablar una conversación con nadie porque cada vez que lo intentáis sentís cómo algo os presiona el pecho. Y esta presión, la presión del rechazo, no os deja respirar como lo hacen todos los demás. En aquel tiempo yo me sentía incomprendido y el aire que alojaban mis pulmones parecía mucho más pesado que ahora.

Cualquiera diría que acabo de dar un discurso tremendamente negativo. No voy a mentir, claro que lo es. Sin embargo, es la realidad y nunca he sido especialmente bueno ocultándola. Soy del tipo de personas que ve y dice las cosas como son. Tomo el sentido literal de la mayoría de las palabras; no entiendo ni las ironías ni gran parte de las bromas y se me da bastante mal mentir, aunque tampoco es una práctica frecuente en mí. Estas son algunas de las cosas por las que me consideran —y me considero— una persona rara. Y no creo que vaya a dejar de serlo nunca.

A veces —aunque cada vez con menos frecuencia— desearía ser más parecido a los demás, sentir que hablo el mismo idioma que ellos, ser capaz de gustarles y seguirles el juego. Pero ¿qué pasaría si fuese como el resto de las personas? Según Lea, ya no sería yo mismo. Y creo que tiene razón en eso. Confieso que las cosas que dice son verdad la mayoría de las veces. También es un hecho verídico que cuando estoy en un ambiente que me hace mantener la seguridad en mí mismo, empiezo a desarrollar mis ideas y me centro más en el contexto que en la propia esencia de aquello que quiero contar. Por eso creo que debería exponer ya lo que realmente nos interesa a todos antes de que me empecéis a odiar.

Podría comenzar diciendo que Lea me llamó la atención desde el primer día y todos esos clichés que aparecen en las películas. Pero no, ni siquiera advertí su presencia hasta la tercera semana de octubre y tampoco la miré con demasiada atención aquella primera vez. Yo tenía quince años cuando empecé a cursar el primer año de bachiller. Aquel septiembre de 2021 no parecía muy distinto a todos los demás y, aunque es cierto que estaba siendo bienvenido en un ciclo distinto, los alumnos eran los mismos de siempre. Esa es la razón por la que no esperaba nada distinto de mis compañeros, si es que los puedo llamar así. Mis expectativas tenían como base algún que otro saludo cordial por compromiso y el fallido acercamiento del chico nuevo que quiere hacer amigos, pero no tan raros como yo. Y no andaba nada desencaminado porque, con lo que respecta a ellos, acerté en todas mis suposiciones. Aún así, no pude evitar pasar por alto un pequeño gran detalle: la repetidora. Y sí, esa es Lea. Lo más probable es que ya lo estuvieseis intuyendo. Si no lo sabíais todavía: no pasa nada, confío en vuestra intuición para la próxima vez.

Como iba diciendo, pasó desapercibida ante mis ojos hasta bien entrado el mes de octubre. Y es que tuvo que venir de manera totalmente impredecible a hablar conmigo para que yo supiese de su existencia. Al principio —y a pesar de lo exóticos que resultaban todos sus rasgos físicos— no presté mucha atención a su pelo teñido de violeta ni a todas las pecas que invadían su cara. Necesité descubrir su tan oculto ser interior antes de empezar a conocer al exterior, normalmente más expuesto y fácil de entender.

Lea se empeñaba en clasificar a las personas en grupos sociales según su apariencia, aunque no hacía falta ser muy inteligente para saber que soy bastante raro. Nunca le importó, ya que ella también lo era. Pero eso no es algo que se pudiese apreciar a simple vista. Yo necesité una tarde entera hablando con ella para asimilar toda la información que esa chica me estaba aportando y que no encajaba en absoluto con el estereotipo de repetidora. Sin embargo, según Lea —que llevaba observándome atentamente durante tres semanas como lo hace un espía desde su callejón oscuro— yo era un ser fácil de entender. A diferencia de otros años, esta vez había alguien fijándose en mí. Y yo tan concentrado en mis compañeros numéricos que ni siquiera me enteraba. Ella se cansó de esperar el fortuito encuentro de miradas que sí solía ocurrir con el resto de las personas en las que se fijaba, así que decidió acercarse a mi mesa.

En ese momento yo estaba resolviendo una complicada ecuación —que me había costado un punto negativo en la clase anterior de biología— cuando oí una voz cercana. Pensé que Lea se dirigía a otra persona. Lo normal hubiese sido eso, pero sus intenciones andaban lejos de hablar con alguien que no fuese yo.

—¿Es que no te das cuenta de que llevo mirándote y apuntando todo lo que haces desde hace unas semanas? —Dijo ella, dando un comienzo brusco a la conversación.

Yo miré a mi alrededor, confundido y esperando a que otra persona contestase. Enseguida me di cuenta de que su campo de visión solo me incluía a mí.

—Perdón, ¿hablas conmigo? Creo que te has confundido de persona.
—Por supuesto que hablo contigo. Tendría su gracia no saber distinguirte entre los demás, sobre todo cuando llevo vigilándote en mi labor de espía rusa secreta durante tantos días.

Era obvio que no lo decía literalmente, pero interpretar esa clase de cosas era mi punto débil. Ya os he dicho que mis destrezas para la comunicación son destacables por su inexistencia. Esta vez no fue la excepción.

—No pareces rusa.
—Porque no lo soy. No hablaba en sentido literal. —Respondió entre carcajadas—. Aunque la idea de ser espía no me desagrada en absoluto, si te soy sincera. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Ya lo has hecho, y puedes hacerme otra si quieres, pero no te voy a contestar hasta que no encuentre la solución a esto. Dame dos minutos y habré resuelto la incógnita.
—No, no lo habrás hecho. Has intentado la misma ecuación tres veces, lo sé porque te estaba mirando. Pero parece que eres poco observador, por eso te has dejado este signo al lado de la equis al cuadrado al cambiar de hoja —dijo mientras señalaba el papel que acababa de mencionar. Después se colocó un mechón rizado detrás de la oreja izquierda y me miró con suficiencia—. Es la mayor ventaja de ser espía rusa: a diferencia de ti, yo me entero de todo.

Quizá debería haber estado encantado porque alguien estaba por fin molestándose en hablar conmigo. Sin embargo, no podía evitar sentirme un poco humillado por haber fallado en eso y que justamente ese alguien estuviese mirándome. Lo cual me llevó a pensar por qué Lea se había empeñado en observarme desde su mesa. En un momento me invadió la necesidad de mantener mi orgullo y guardé todas las hojas con cuentas matemáticas a las que pensaba que solo yo prestaba atención.

—Soy observador y de hecho bastante más de lo que piensas. Que no me fije en las personas la mayor parte del tiempo no significa que no me esfuerce en encontrar cada detalle numérico en todo lo que conocemos. Aunque no lo parezca, todo es mecánico y digno de observar y calcular.
—¿Y las personas no son dignas de ser observadas o qué? Porque no te fijas en ninguna —replicó.

Si bien es cierto que me resulta demasiado fácil desarrollar mis ideas en un ambiente adecuado, la incomodidad en la conversación me da dolor de cabeza. En esas situaciones no soy capaz de seguir el hilo de lo que digo y me trabo varias veces en la misma frase. Y esa pregunta en concreto se me antojó tremendamente incómoda.

—La… La mayoría de las personas que nos… que me rodean ni siquiera se acercan a mí. Yo… si todo fuese distinto… o sea es demasiado difícil para alguien como, bueno, como yo. Todo es fácil con los números.

Terminé la frase con la boca seca y sin ganas de seguir hablando con nadie. Entonces recordé que la chica que decía ser una espía quería hacerme una pregunta.

—Antes… ibas a decirme algo.
—Ah, sí. ¿Qué haces hoy?
—Ecuaciones y sistemas complejos. Aunque no sé por qué me preguntas si ya lo sabes, me has visto antes.
—Sí, pero no me refería a eso. Quería saber qué vas a hacer luego, después de clase —insistió Lea.
—Pues volver a casa y seguir con mis cálculos. Tampoco tengo nada mejor que hacer —contesté yo, sin entender muy bien a dónde quería llegar con esa pregunta indirecta.
—Oye ¿No sabes leer entre líneas? Cuando alguien te pregunta qué vas a hacer luego es porque quiere quedar contigo. ¿Lo entiendes? —Preguntó, aumentando mi desconcierto. Yo nunca entendía esa clase de lenguaje. No sabía interpretar el significado más allá de lo que se dice.
—Vale, creo que sí. No sé por qué te empeñas en pasar tiempo conmigo, el rarito de los números, pudiendo irte con el futbolista. Además, ¿no hay examen de biología dentro de dos días?
—Por eso tienes que ayudarme. Necesito aprobar, déjame estudiar contigo, por favor.
—Ya me lo sé todo.
—Bueno, pues explícamelo. Sé que entiendes el temario, te vigilo en clase. Por cierto: me llamo Lea, encantada. Vivo aquí. Ven a partir de las cinco —concluyó.

Tomé el papel del mismo color que su pelo y leí la dirección. Estaba escrita en una limpia caligrafía que yo nunca llegaría a tener. Mientras analizaba el papel, algo me convenció de que era imposible y tuve unas irreprimibles ganas de inventar una excusa. Maquiné rápidamente algo relacionado con mi hermano —que nunca había existido hasta ese día— y me dispuse a rechazar la primera oportunidad de conocer a alguien que había tenido en mucho tiempo. No podía aceptarlo. Todo sería incómodo, ella se daría cuenta de que se había centrado en la persona menos adecuada y, después de todo, yo me volvería a sentar solo como siempre. Solo había que soltar la mentira piadosa.

Pero Lea ni siquiera me lo permitió. Me había concentrado demasiado en el papel con la dirección mientras buscaba una excusa y, para cuando quise abrir la boca, el último mechón morado de su pelo desaparecía ya por detrás del marco de la puerta de clase. Ahora no tenía opción alguna de evitar ese encuentro.

* * *

Ya en mi casa, montones de pensamientos contradictorios comenzaron a arremolinarse en una mente muy acostumbrada a los números y símbolos, pero nula con los sentimientos en aquel momento. Una parte de mí deseaba no haber seguido la conversación que llevó al compromiso. Pero, a pesar de todo y muy en el fondo, quería estudiar biología. Quería ir a casa de Lea. La gran losa cargada a mi espalda hizo mucho más difícil que saliese de mi casa y me costó horrores preparar todo, eso sin mencionar las tres veces que me desvié del camino a propósito antes de llegar a la calle correcta. Cualquier otra persona hubiese estado nerviosa por el simple hecho de que Lea es una chica, pero yo andaba lejos de eso. Lo que realmente me preocupaba era la posibilidad de quedar en ridículo, y eso me mantuvo todo el trayecto pensando en posibles ironías y en cómo las debía encajar para no quedar como un estúpido.

Anduve durante dos minutos analizando el número dieciséis del papel violeta intentando así distraerme de mis pensamientos pesimistas. Dos minutos en los que, además de darme cuenta de que me gustaba cómo Lea escribía los seises, no pude dejar de pensar. Pero no pensaba en lo horroroso que iba a ser todo, sino más bien en lo fácil que lo podía hacer yo si quería.

Solo íbamos a estudiar biología. Tan complicado no podía ser. Pasaba por el número catorce de la calle cuando se abrió la puerta del siguiente domicilio. Al principio me asusté, pero del portal salió un hombre con barba y no una chica morena de —casualmente— dieciséis años. Eran las cuatro y cincuenta y siete. Todavía tenía unos minutos que utilizaría para mentalizarme para aquella tarde mientras miraba la línea dibujada entre el cielo y los edificios bajos de un barrio más humilde y bonito que el mío.

Estaba equivocado. Dispuse de treinta segundos escasos antes de que la chica del pelo morado me sorprendiese de nuevo, esta vez abriendo la puerta del tan nombrado portal dieciséis.

—Eh, rarito. Todavía faltan unos minutos para las cinco. Por favor, dime que no eres del tipo de personas que piensan que llegar antes de la hora es ser puntual —dijo ella arqueando las cejas.
—No lo soy. De hecho, llegar demasiado pronto también es ser impuntual. Estaba esperando a las cinco pasadas para llamar al timbre.
—Vale, no te voy a preguntar qué ibas a hacer en estos minutos, pero debes saber que yo estaba recogiendo mi casa y he parado porque te he visto desde la ventana —explicó, señalando hacia arriba—. Sube detrás mío, pero no esperes nada majestuoso.

A su pregunta indirecta podría haberla acompañado una respuesta sincera por mi parte, pero prefería no mostrar todo lo raro que era. Porque nadie se apoya en el portal de un edificio para mentalizarse de una situación tan ordinaria como esa. Ese tipo de cosas solo las hago yo.

Todo lo que vino después de subir las escaleras hasta el 4ºB y encontrar el desorden hecho una casa está bastante difuso en mi mente. Pasaron tantas cosas y tan buenas en esa tarde de otoño que me cuesta demasiado clasificarlas en orden y describirlas con exactitud.

* * *

«Las apariencias engañan». Siempre intenté aplicar esa frase a mi persona para así justificar el hecho de que nadie se me acercaba, aunque ni yo mismo me la creía. Pero con Lea cada palabra se ajustaba a la perfección. Me engañó por completo y fue culpa de mis estereotipos. Qué irónico resultaba que ella, la persona aficionada a clasificar a la gente, fuese imposible de clasificar.

No recuerdo mi reacción a los cambios que se presentaron súbitamente a partir de la entrada a su piso, pero puedo garantizaros que pagaría por ver mi cara durante las seis horas que Lea y yo estuvimos juntos. Hablamos, reímos, discutimos diversos temas y comimos helado dando vueltas por una casa en la que apenas fui capaz de distinguir entre las habitaciones y la cocina. La realidad es que hicimos cualquier cosa menos estudiar biología, que era a lo que yo me aferraba en un principio. Lea no quería estudiar el tema de neurología. Ni ese ni ningún otro. Y tampoco le hacía falta porque, aunque yo no lo sabía, sus intenciones nunca fueron abrir un libro en ese momento. Ya se sabía todo el temario de memoria desde hacía muchos días, y algunos conocimientos relacionados con él desde hacía años. No me necesitaba para aprobar.

Me contó que leía mucho para distraerse de sus propios pensamientos cíclicos que parecían estar atrapados en una casa demasiado grande para una adolescente como Lea. A pesar de los libros, su mente era tal torbellino de emociones que no podía callarlas si no las compartía con alguien.

Ella intentaba enfocar su caos en actividades como la pintura, la escritura y el baile. Pero al final el bucle vicioso de obsesiones y problemas volvía a empezar una y otra vez. Por eso se había centrado tanto en mí, como ya lo había hecho antes con otras personas. Quería evadirse de todo lo que le atormentaba. Y sé que suena extremadamente raro, pero, según Lea, yo soy «el mejor hombro en el que llorar cuando una no puede apagar su cerebro ni siquiera al dormir».

He de admitir que lo único relacionado con biología que hicimos en toda la tarde fue comparar a las neuronas con personas. Parece absurdo porque es como tomar la parte por el todo, pero tiene su sentido. Los seres humanos tenemos impulsos que nos llevan a actuar de cierta manera o decir tal cosa. Lo interesante es que estos actos llegan a otras personas, que transmiten a su vez el mensaje o su reacción a otras distintas. Desde este punto de vista, los humanos, al igual que las neuronas, no solo estamos transmitiendo un mensaje —verbal o no verbal— constante e inconscientemente, sino que también morimos, dejamos de ser tan útiles al igual que ellas lo hacen. Y es cierto que las células cerebrales transmiten una misma información, pero ¿no lo hacemos también nosotros cuando repetimos lo que nos han dicho o hemos visto tomándolo como verdadero?

Lea ama intensamente las comparaciones y las metáforas prácticas. Y creo que me ha llegado a transmitir parte de ese amor, pero las metáforas son muy complicadas para mi mente literal. Según ella, puedes aplicarlas en cualquier situación y son útiles para explicar sentimientos. A veces también incluso para dejar a alguien en ridículo de manera sutil. A través de esa comparación con los diminutos habitantes cerebrales, la conversación nos llevó a mencionar a los terrestres y mis relaciones con ellos. Ella estaba interesada en saber por qué yo nunca parecía hablar con nadie. En otras circunstancias no hubiese respondido a esa pregunta insinuada, pero llegados a ese punto de la tarde —creo que ya eran las ocho—, ya confiaba en ella más de lo que había confiado nunca en nadie.

Le hablé sobre lo difícil que es para mí mantener conversaciones incómodas o sobre temas que no me interesan. Creo que hay algo en mi cabeza que no me permite tratar temas aburridos, ya que enseguida tengo dolores de cabeza y me veo forzado a marcharme sin previo aviso o cambiar de tema. Pero lidiar con esto no es tan complicado como interpretar el idioma que parece hablar todo el mundo menos yo. Jamás he podido establecer ningún tipo de conexión medianamente fuerte con alguien que no fuese Lea. Esto es porque cuando alguien habla espera que se le entienda. Y yo no puedo hacerlo. Como decía, puede que algo en mi cerebro esté mal codificado y esa sea la razón por la que mi calculadora social siempre da error. Cuando la gente habla, nunca soy capaz de discernir si me están queriendo decir algo más allá de las palabras que pronuncian. Y todos esperan que sepa lo que realmente dicen cuando sugieren las cosas o utilizan la ironía, pero yo nunca lo sé. Por eso se alejan de mí. Bueno, y también porque soy el rarito de las mates. Al menos sí entiendo los números.

Mientras hablaba sobre mis rarezas, conseguí fijarme por primera vez en las reacciones físicas y el aspecto de Lea. Era tremendamente guapa —algo que no ha cambiado— y creo que el color de su pelo hacía una gran labor. Tenía el pelo largo hasta la altura del codo y bastante rizado. Eran unos rizos que relajaban al tacto, supongo que por eso Lea siempre estaba colocándose unos mechones detrás de la oreja. Era algo que hacía también cuando intentaba explicar algo. Al emocionarse, su pelo parecía de repente de un morado intenso y la miel que inundaba sus ojos la hacía brillar más que nunca. Su tez morena y esas cejas marrones que contrastaban con su pelo la hacían destacar sobre cualquier otra persona. Pero no solo era destacable su aspecto físico, sino por supuesto su inmensa inteligencia. Leer tantos libros le había otorgado una gran capacidad de imaginar, reflexionar y expresarse. Hablar con ella es el puro placer auditivo. La lectura también debió de darle un increíble don para la escucha, pues después de mi explicación me preguntó «por qué usaba tanto la palabra raro». Ante esta pregunta yo tenía una respuesta muy clara:

—Porque yo lo soy, pero también porque la palabra raro, junto con todos sus derivados, ahuyenta a la gente con las predeterminadas connotaciones negativas que tiene. Y sé que no debería ser una palabra ahuyentadora, pero la uso porque yo también tengo ese efecto con la gente.
—Entiendo a lo que te refieres. Ser raro no es mejor o peor que ser normal, simplemente es distinto. Y mira que somos curiosos los seres humanos, porque lo normal nos aburre y lo distinto nos provoca desconfianza. Tú la provocas en muchas personas y yo también, aunque sea solo por ser la repetidora —dijo Lea, intentando sacar algo cómico de la tragedia—. Lo que no puedes hacer nunca es dejar que te hagan creer que no puedes hacer algo por llevar esa palabra a tus espaldas. Sería muy fácil implantarse un cerebro electrónico para entender a los demás y gustarles, pero yo te pediría que no cambies. Las personas como tú, de las que nadie imagina nada, suelen ser más susceptibles a hacer cosas que nadie imagina.

Cuando Lea terminó de exponer su opinión sobre la palabra ahuyentadora ya eran casi las once de la noche y yo tenía más de diez llamadas perdidas de mis padres, así que me vi obligado a marcharme, muy a mi pesar.

—Eres una persona muy interesante, ha merecido la pena haberte espiado.
—Gracias, supongo.
—De nada. Puedes venir siempre que quieras, ya sabes dónde estoy. Ah, por cierto… seguramente no lo conozcas, pero debes saber que me recuerdas mucho a Alan Turing. Él también era un rarito de los números.
—El creador de la máquina antecesora a la computadora, lo buscaré.

* * *

Investigué sobre la vida de Turing y —cómo no— Lea estaba en lo cierto. Nos parecíamos en la mayoría de los rasgos psicológicos y también en algo que me sorprendió bastante: la orientación sexual. A mí nunca me habían gustado las mujeres y a él tampoco, aunque no estaba seguro de que Lea hubiese podido intuir eso.

No lo intuyó. Lo sé porque unos meses después confesó tener sentimientos por mí que iban más allá de la amistad y yo tuve que revelar el único secreto que sabía esconder. Al contrario de lo que yo imaginé en un principio, nada cambió entre nosotros. Empezamos a forjar una fuerte amistad sin ser conscientes de que lo importante que acabaría siendo aquello que estábamos creando. Encajábamos a la perfección; había encontrado mi lugar en el puzle. Al echar la vista unos años atrás hacia los dos cursos de bachiller, me doy las gracias a mí mismo por haber sido capaz de salir de casa esa tarde para estudiar biología. Lea provocaba que mi losa del rechazo disminuyese su peso notablemente. Por primera vez en mucho tiempo sentía que respiraba el mismo aire que el resto de las personas en este planeta. Yo visitaba ese 4ºB frecuentemente y pronto me acostumbré a convivir con una entrañable chica de mirada llameante. Su ropa ancha —que bien podía ser un pijama—, la risa contagiosa y estridente que seguramente llegaba hasta la calle y todas las palabras estrambóticas y adornadas que Lea acostumbraba a utilizar formaron pronto parte de mi vida también.

Obviamente había momentos de tensión en los que, tanto yo como Lea, volvíamos a cargar con nuestra losa o reiniciábamos el bucle de pensamientos, respectivamente. También había ciertos temas, como la razón por la que Lea estaba repitiendo curso, que eran intocables. Ella buscaba apoyo, pero nunca quería contar qué era lo que le atormentaba tanto. Al margen de eso, nos hacíamos bien el uno al otro y nunca dejamos de repetir aquella frase sobre las personas subestimadas haciendo cosas inimaginables, la cual se convirtió en nuestro mantra. Volvíamos a repetirla una y otra vez cada vez que alguno de los dos atisbaba una señal de fracaso. Tanto la repetíamos que en mi decimosexto cumpleaños —no podía ser otra cifra— me propuse como deseo hacer algo inimaginable.

Y así es como terminamos dando un discurso sobre las personas raras en el descanso de cinco minutos entre dos clases. Intentamos reivindicar el respeto a los distintos gustos de todos y mostrar la posibilidad de un cambio, defendiendo que todas las personas merecemos una oportunidad de demostrar lo que valemos. Nadie aplaudió después de las últimas palabras como lo hacen en las películas y está claro que lo nuestro fue un intento más que fallido. Sin embargo, yo nunca me había atrevido a hacer algo así hasta aquel día con Lea cogiéndome de la mano, por eso me dio completamente igual que nadie nos hubiese escuchado. Lo importante era que había conseguido que las palabras saliesen prácticamente solas. Ya tendríamos tiempo de organizar algo menos pretencioso para los años venideros. Y por supuesto que lo tuvimos. Me enorgullezco de decir que no creo que la amistad que hay entre nosotros pueda ser mejor de lo que ya es. Es fácil decirlo, pero pensad por un momento todo lo que eso implica y la cantidad de experiencias que se tienen que superar juntos para que una persona diga eso sobre su relación.

Debo confesar —aunque probablemente no os interese— que, en vez de contar mi historia con Lea, debería estar terminando un currículum que debo entregar en la entrevista de trabajo que tengo mañana. Ella misma me la consiguió y ni siquiera se ha dignado a decirme de qué trata el trabajo al que opto.

* * *

—No te olvides de nuestra frase y tampoco intentes fingir, los dos sabemos que se te da mal. Buena suerte —me dice ella antes de cerrar la puerta de nuestra casa. Aquí llegó la oportunidad de los rezagados de antes: sí, es el número dieciséis. En una calle distinta, pero la casa está igual de desordenada.

Unos minutos después de salir de casa me encuentro sentado en un despacho hablando con un hombre de aproximadamente cincuenta años cuyo cuero cabelludo dibuja unas entradas graciosas.

—«Sam, veintidós años. Raro». ¿Este es usted? —Pregunta el hombre.
—En efecto.
—Me gustaría saber si Sam es su nombre real y, para la próxima vez: hágame el favor de escribir en el currículum solo la información necesaria.
—Bueno, yo considero que no está de más advertir a mi posible futuro jefe de la realidad. Y me llamo Samuel, aunque si me va a contratar prefiero que me llame Sam.
—Samuel, no sé si sabe usted que este trabajo es serio. Es una investigación matemática secreta —revela el hombre—. No tengo muy claro si es el tipo de persona adecuada para esto. Está claro que no da la talla.
—Es usted quien decide, no yo. De cualquier manera, tenga en cuenta esto que le voy a decir: «Puede que las personas de las que uno no imagina nada sean las mismas que acaban haciendo cosas inimaginables».

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