Son casi las 12 de la noche y Clara ya ha construido seis montañas, fusionado dos átomos de albóndiga, ha descubierto cómo se vacuna a un virus y ha realizado una lobotomía bilateral compartida: le ha intercambiado los cerebros al unicornio y al dragón. Y, aunque está agotada, no puede dormirse. Su padre lo ha intentado todo: el salto de masai (cogerla cerca de su pecho y saltar al ritmo de su corazón), el barco en alta mar (mecerla de lado a lado) y los tambores del Himalaya (acurrucarla junto a su corazón), pero de nada sirvió. Cada vez que estaba a punto de encontrar el sueño, una bocina, una alarma, un frenazo o una música estridente, la despertaba.
A la cuarta vez que sucedió esto, el padre abrió la ventana, asomó la cabeza y con toda la fuerza de sus pulmones gritó: «¡¡¡A callar ciudad!!!». Pero, obviamente, la ciudad no calló... por el momento.
Clara tenía los ojos como platos, pero no en los que se sirve una porción, sino de esos en los que se ponen tartas de seis pisos. El padre la cogió de la mano, le hizo el puente (ponerla boca abajo sobre su regazo y simular que miles de coches pasaban por su espalda, acariciándola) y le dijo: «Vamos a hacer que la ciudad calle».
Y mientras cogía todos los peluches, los cojines y las mantas, llevó a Clara al salón.
—¿Sabes por qué escuchamos todos los sonidos? —Le preguntó el padre—. El sonido es como el viento, solo que, en lugar de sentirlo en la piel, viaja a nuestros oídos. Cuando el viento sopla en un bosque, ¿qué pasa?
Clara puso cara de «no entiendo nada» mientras su padre hablaba le había tendido el colchón en el medio del salón y por encima había hecho una tienda de campaña, como en la que duermen quienes viven en el desierto. Había colocado las luces blancas del árbol de navidad y había vestido de cielo el techo.
—Cuando el viento sopla en un bosque… —continuó el padre de Clara—, las hojas de los árboles se agitan, se mueven... esto es lo que los científicos llaman vibrar. Este movimiento crea energía.
Y Clara lo entendió perfectamente, porque mientras su padre decía esto, se puso a agitar la manta, como si fuera un mar lleno de olas, y los peluches que estaban encima salían volando por todas partes, gracias a la energía de esas ondas.
—Esas son las ondas que llegan a nuestros oídos y su energía hace vibrar los huesos que tenemos dentro. Pero los sonidos necesitan un medio por el que viajar. Del mismo modo que si yo no tengo una manta, no puedo agitarla y mover los peluches, si el sonido no tiene un medio sólido —y el padre de Clara golpeó la mesa con un toc toc—, un medio gaseoso, como el aire, o un medio líquido, como gritar bajo el agua, el sonido no puede viajar... Por eso, cuando viajemos a la Luna, vamos a tener que comunicarnos escribiendo: allí no hay atmósfera y el sonido no puede viajar.
Clara ya estaba cerrando los ojos, pero le quedaba una última pregunta...
—¿Por qué mi voz suena más finita que la tuya si el sonido viaja en ondas?
—Porque las ondas —le susurró el padre al oído—, al igual que las olas del mar, pueden ser muy altas o muy bajas, pueden llegar rápido, una detrás de otra o tomarse su tiempo. Y la altura y la velocidad de esas ondas hacen que un sonido sea más o menos agudo.
Y Clara se durmió pensando que al día siguiente tendría una respuesta para su padre que siempre que ella gritaba enfadada por un capricho, le decía: si no puedes mejorar el silencio, mejor callar. La próxima vez que él le dijera eso, Clara le diría: «pero cuando dices algo importante, hasta el silencio escucha».
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