Soy o me considero una persona de apariencia normal, con unos rasgos que no llaman particularmente la atención. Si fuera cierto que la cara es el espejo del alma, tal vez la mía inspirase cierta repulsión. Creo que las mujeres ven en mí a un hombre indefenso y carente de esos hábitos que hacen a las personas presumir de ser equilibradas: de veintisiete años bien trajeados, sonrisa difícil y buenas maneras. No me gano fácilmente la simpatía de los niños, que ven en mí a un señor de aire circunspecto y muy serio, que de vez en cuando hace muecas y gestos extraños. Si me lo propusiera, podría pasar fácilmente por un buen padre de familia, marido ideal, hogareño y de moral irreprochable.
A veces me miro con detenimiento ante el espejo y me pregunto si alguien realmente podría ver más allá de unas facciones comunes, aunque no ordinarias: tez clara, ojos verde grisáceos un poco rasgados, mentón alargado, boca pequeña y una sonrisa tímida.
Esta seguridad de que mi rostro me ampara y me encubre ante los demás —incluso ante las miradas más penetrantes y conspicuas— como la chaqueta holgada del homicida oculta el bulto del arma, esta certeza de que nadie más que yo puede adivinarme las sombras, atravesar la retina de mis ojos como una cortina de fuego que me separa de mi rostro, ya sea este un espejo real o falsificado de mí mismo, me produce a veces pasmo y a veces una eufórica sensación de poder y de impunidad, como si tuviera siempre en mi mano una llave mágica que nadie más que yo pudiera usar, la que da acceso a mis archivos internos, y que me confiere la posibilidad del más perfecto disimulo, la apariencia honesta, cordial, incluso encantadora con quien me interesa.
Mi trabajo consiste en liderar un pequeño grupo encargado de descifrar, a través de ecuaciones y cálculos, los mensajes que los alemanes emiten a través de la máquina Enigma. Dado mi carácter retraído, no me he ganado sus simpatías. Sus miradas cómplices les delatan. Sin embargo, parecen tener la certeza de que mi buen hacer les puede granjear prestigio, y así muestran una fingida amabilidad y condescendencia. Ellos creen poder interpretar lo que están viendo, pero rara vez son conscientes de cuánto se equivocan.
Tengo una afición enfermiza por los jardines universitarios. Mejor dicho: por los jóvenes muchachos que se afanan recorriéndolos aprisa diariamente con sus libros bajo el brazo para coger los mejores asientos en las clases. En mi escaso tiempo libre suelo sentarme en un banco, en los jardines del campus para verlos. Mi mirada distraída recae pronto en un muchacho unos ocho o diez años más joven que yo, pelo corto y lacio, castaño, cuerpo larguirucho, enfundado en un correcto traje azul marino con la corbata torcida. Sus movimientos son armónicos, no bruscos, producto de una buena educación y, sobre todo, de la conciencia de su belleza. Al cruzarse con mi mirada, se percata de su influjo. Es una coquetería casi involuntaria. Le interesa descubrir que alguien pueda mirarlo con agrado, por eso, al robar mi mirada, sonríe para sus adentros. Luego sigue andando, ajeno a mí, y en la siguiente ocasión en que pasa ante mi campo visual, se volverá de reojo por si aún lo observo, y esta constatación le deparará un placer narcisista y privado, como el mío.
Él parece no estar contaminado por la moral convencional y gris que todo lo vuelve opaco. Para no incurrir en este percance —la mirada fisgona, impertinente y, en cierto modo, amenazadora—, basta hacerlo con la debida sutileza, ser sorprendido solo de tanto en tanto, dejar que la mayor parte de las veces en que él mire en mi dirección me coja distraído en otra cosa, ajeno a él. Eso es bueno porque siembra en él la duda, hace que insista, persevere en captar mi atención y descubra más su deseo de ser mirado por mí. Es un juego ingenuo, pueril, pero divertido. Sé que él es ahora quien me busca.
En mi trabajo, cada persona habita en un fichero de datos. Se saben muchas cosas de cada uno, todas ciertas, pero ninguna de valor. Sabemos lo que uno tiene, no lo que es. Nada sabemos, en fin, de nadie. En el fondo, habitamos una soledad que intentamos sobrellevar con esa otra vida que vivimos cuando salimos del recinto laboral. Esa soledad nunca me ha asustado, sino más bien al contrario, es algo que busco y cultivo.
En la buhardilla donde me alojo y que encontré hace unos meses por casualidad y a buen precio, recordaba con placer la experiencia de volver a ilusionarme por alguien, evocando a ese joven con el que había cruzado esas palabras mudas al mediodía, sentado bajo un sol tenue que abrigaba nuevas esperanzas. Todos tenemos derecho al bálsamo de la belleza, cuando esta nos atrapa o nos visita inesperadamente. Para cada persona, la belleza representa algo distinto, sea la emoción estética que produce una obra de arte, un paisaje, un espectáculo, una melodía, un perfume, un ser desnudo. Es algo que te embriaga y hechiza, y esa esencia era o había sido para mí Christopher, mi compañero y amigo, tan especial, de cuando estudiábamos en la escuela de Sherborne. El recuerdo de esa relación inocente e ingenua de dos muchachos que se pasaban papelitos con acertijos en clase de matemáticas había regresado a mí y me hacía vibrar ahora como una cuerda demasiado tensa a la simple caricia de unos dedos delicados. Era algo tan real que todo lo demás se esfumaba como si, a pesar de la costumbre, nunca hubiese existido.
Ese joven tan atractivo que había visto en el campus me parecía un río que nunca vadearía, un simple río para detenerse en su orilla y sumergir los pies y las muñecas, para solazarme en su ribera, escuchar su corriente alegre, tumultuosa, y verlo estirarse y perderse bajo el sol. Había llegado accidentalmente a él y me amparaba el derecho del azar por haberlo encontrado, no tenía la menor intención de perturbar su corriente ni remover su lecho, el río estaba bien así y yo estaba bien junto al río, solo quería que siguiera así.
La semana pasada coincidimos en la cafetería de la facultad anexa a mi departamento. Cuando traspasé la puerta, como si dispusiera de un radar en mi mente, lo vi charlando animadamente con dos compañeras. Con toda probabilidad hablarían de esos asuntos que con dieciocho años nos parecen tan trascendentales, pero que, a las pocas horas, al cruzarse otra circunstancia, se disuelven en el aire como el vapor del agua. Mi mirada captó la suya. En esa fracción de segundo nos dijimos lo suficiente como para mantener viva esa relación inexistente que nos empezaba a unir. Entonces, se atusó el pelo indisimuladamente; uno aprende estos códigos en la más temprana adolescencia. Estuve a punto de echarme a reír, pero no lo hice, fingí no mirarlo y ahí estaba, desvió la mirada hacia la ventana y ensayó un silbido nervioso.
Muchas veces desconocemos a dónde queremos llegar cuando nos embarcamos en una travesía sin rumbo; dejamos que el azar tome las decisiones que nosotros no nos atrevemos a tomar y así, como si de una partida de ajedrez se tratara, intentamos prever el resultado de cada itinerario elegido. A lo largo de mi tortuosa y atormentada vida había desarrollado con cierta habilidad una peculiar forma de control mental: cuando un pensamiento doloroso o un suceso me abrumaba, hacía un salto adelante en el tiempo. Convencido de que la inteligencia es el único vehículo capaz de adelantarse al tiempo, imaginaba cómo enfocaría mi problema actual pasados unos años. Lo que solía ocurrir era que ambos —mi problema real y yo— habían cambiado. Pero, en comparación con él, el problema había perdido mucho más lustre, persuasión sobre su capacidad de espanto y ferocidad. Cabía la posibilidad de que se extraviara en algún incierto recodo del camino. Y eso es, precisamente, lo que había deseado que pasara durante todos estos años que me había visto privado de Christopher y a quien la erosión no había desfigurado el recuerdo de sus rasgos.
El secreto para librarse del problema real era llevárselo bien lejos y luego traerlo al presente y sustituirlo por el que tenía. Así quedaría probada su inconsistencia y tranquilamente podría prescindir del problema por su carácter excesivamente provisional y transitorio. Sin embargo, el viejo truco me había fallado. Mi pensamiento regresaba igual de desconsolado al presente con la impresión de que acababa de vivir el mismo trágico desenlace muchos años después.
El curso tocaba a su fin y con él el campus se quedaba desierto. Yo me quedaría trabajando ahí y él se marcharía. Otra vez la pérdida, la pérdida de algo que no se ha tenido podría parecer menos grave, pero no era así. Seguía proyectando sobre él el recuerdo de mi amado Christopher.
Los días empezaron a resultarme insulsos, carentes de cualquier aliciente. La casa se quedaba en silencio. En Bletchley, donde trabajábamos a escondidas del exterior, me sumía obsesivamente en mi trabajo con el doble objetivo de descifrar los códigos de la maldita máquina alemana, pero también para evadir mi mente de pensamientos tristes y calmar mi aflicción. Luchaba por que el entusiasmo no cediera paso a la indolencia. A veces me echaba a la calle para combatir el tedio de una ciudad ajena a mí, salía a dar una vuelta, llamaba a Joan, mi querida colega a la que podía confiar todas mis penurias sin que se mostrara compasiva conmigo; porque eso era algo que no podía soportar. Íbamos a cenar. Su templanza y equilibrio emocional me ayudaban mucho a adaptarme a una vida a la que no encontraba sentido. Comprendía que no sintiera como los demás, que mis gustos fueran otros, admitía sin reticencias ni prejuicios la diferencia.
Ella también había tenido que acostumbrarse a una vida muy distinta a la de la mayoría de sus compañeras de colegio que habían dedicado su vida a hacer feliz a un marido y a criar hijos hermosos y bien alimentados. Joan, sin embargo, se había marchado de las comodidades de vivir con sus padres y había optado por estudiar matemáticas y especializarse en criptoanálisis, un campo reservado casi exclusivamente a los hombres. De hecho, en Cambridge le negaron un título honorífico porque solo se los concedían a personas de género masculino. Todos estos acontecimientos la habían convertido en una mujer muy fuerte, combativa y, al mismo tiempo, tolerante con las injusticias que le rodeaban.
Así que, ahí estábamos los dos íntimamente ligados por nuestras debilidades personales y al mismo tiempo intentando desentrañar los recónditos enigmas que ansiosamente esperábamos que transformaran el desarrollo de la guerra.
Durante este tiempo caí en la estéril tentación de plantearme cómo había llegado a ser así, desde cuándo mi corazón había tomado ese rumbo y por qué, si es que había razón alguna, y el precio que había que pagar por vivir escondiendo mi manera de amar.
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