Presa

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Este texto corresponde al segundo premio del VII concurso científico-literario dirigido a estudiantes de 3º y 4º de ESO y de Bachillerato, basado en El enigmaTuring, de David Lagercrantz, organizado por la Escuela de Máster y Doctorado de la Universidad de La Rioja.

Aquí puedes ver la entrega de premios.

TEXTO POR SANDRA BARRUTIETA SAN MIGUEL
ILUSTRADO POR ANA CARDIEL
ARTÍCULOS
CÓDIGO MORSE | VIOLENCIA MACHISTA
13 de Agosto de 2020

Tiempo medio de lectura (minutos)

Eran las 8:17 de la mañana cuando sonó el telefonillo que acabó con todo. La mañana estaba tranquila, no había ninguna nube en el cielo y no se veía a nadie por la calle. Además, se había despertado multitud de veces aquella noche de abril, como si intuyera que la mañana siguiente fuera a cambiarlo todo. Y así fue.

Alberto seguía en la cama, así que fue ella la que corrió hacia el telefonillo y, al ver los uniformes tras la cámara, respiró esperanzada. Había imaginado esa situación tantas veces y de maneras tan diversas que no se lo podía creer. Desde luego, la realidad superaba toda ficción y, aunque siempre pensó que es ese momento rebosaría de felicidad, sentía miedo, mucho miedo.

Fue a apagar la cafetera esperando impaciente que la policía llegara y dejó la puerta del piso entreabierta para que no hicieran ruido ni llamasen al timbre. Lo único que deseaba en aquel momento era que Alberto no se levantara y que todo pasara lo más rápido posible. Parecía que el tiempo se había parado, esos pocos minutos de espera hasta que llegó la primera policía se le hicieron eternos, tanto que al verla no pudo contenerse y comenzó a llorar.

Poco a poco fueron llegando los demás y, una vez estuvieron todos, entraron hasta la habitación a través del estrecho pasillo que dividía la casa dando voces y recitando el protocolo que debían seguir ambos a partir de entonces.

Eva no quiso pasar ni ver cómo lo detenían porque sabía que la furia se iba a apoderar de él. La policía intentó tranquilizarlo, acaba de despertarse y ya había perdido el control. Le agarraron las manos, le esposaron como pudieron e incluso tuvieron que retenerle con fuerza porque iba directo hacia ella. No paraba de gritarle, aunque no la viera. Le insultaba, le culpaba, quería dejarla en mal lugar e intentar que la policía estuviera de su lado aun cuando sabía que aquello no era posible, y menos viendo cómo su ira crecía por momentos. No paró de gritar hasta que se encontró fuera del piso, donde ya Eva no podía oírle.

Si alguien había pensado que esta detención nunca pudiera tener lugar, era él. No la veía capaz de delatarlo. Había ido arrancando sus pétalos de valentía a lo largo de los años, pero, al final, Eva había conseguido florecer, aunque no sola.

Una vez acabó todo, ella se quedó en casa con un par de policías, que le pidieron más información sobre Alberto, y con una psicóloga que la ayudó a tranquilizarse. La parte más difícil ya había terminado.

Eva se rodeó una muñeca con la mano libre y dirigió una última mirada a su pareja antes de darle la espalda. Los ojos de Alberto no se apartaron de ella ni siquiera cuando esta desapareció tras la puerta. Ella seguía caminando con los ojos fijos en la pared, como si pudiera seguir avanzando una vez llegara a ella y mordiéndose los labios tan fuerte que estos estaban a punto de sangrar. Todo para no tener que oírle.

Era pronto, pero estaban cenando. Tras toda una tarde en casa, no les quedaban ideas sobre qué hacer, hacía tiempo que se habían acabado. Él había estado todo el día viendo la televisión y comentando en tono satírico todas y cada una de las noticias. Ella, en cambio, no había parado de pensar cómo sobreviviría a aquel infierno que se avecinaba: quince días, como mínimo, sin poder salir libremente de esas cuatro paredes, quince días sin que Alberto desapareciera de casa para ir a trabajar, quince días más sin contarle a nadie aquella tesitura…

No se retrasó más y volvió al comedor con los dos platos llenos de sopa de fideos.

—Al final, parece que, queramos o no, vamos a tener que estar todo el día encerrados juntos en casa.
—Sí… —respondió ella.
—¿Qué pasa, es que no te gusta la idea o qué? Porque me parece a mí que esto va a ir para largo.
—Claro, claro que me gusta —dijo tras un incómodo silencio—. Lo que pasa es que a ti te gusta mucho, ya sabes, salir, pasear…
—Ya lo sabía yo… si lo que te pasa es que crees que no voy a aguantar aquí.
—No, no he dicho eso, solo decía que…
—¡Déjalo! —gritó Alberto enfurecido—. No lo empeores, que estás siempre igual.

Al término de la cena ocurrió lo habitual: él salió al balcón con su cajetilla roja de cigarros para intentar calmarse y Eva fue a la cocina a terminar de recoger. Todavía no sabía qué parte de ella necesitaba sanar más, si la que quería acabar con él o la que aún le quería.

A lo tonto, llevaba ya dos años huyendo de la realidad y mintiéndose cada noche con la esperanza de que todo cambiaría a la mañana siguiente, aunque nunca lo hacía. Durante ese tiempo había pensado muchas veces hacer lo que él: pagar su vacío y su rabia en el cuerpo del otro. Eran innumerables las veces que había soñado con la misma escena: sus manos rodeaban el cuello de Alberto y, cuando ya parecía que su sufrimiento había acabado, soltaba. Sin embargo, y para su sorpresa, no le hacía ningún rasguño, no quedaba ninguna marca de lo sucedido. Sus manos no eran lo suficientemente fuertes y su voluntad, menos. Tras esto, se despertaba repentinamente y al mirar hacia el lado izquierdo de la cama le encontraba allí, durmiendo.

También eran innumerables las veces que ella había pensado llamar a la policía. Sin embargo, la falta de esperanza y el miedo siempre paralizaban sus pensamientos en el último momento. Una terrible presión le impregnaba el pecho y notaba que le faltaba el aire cada vez que intentaba expresar su frustración. Además, tampoco tenía adónde ir.

Al mudarse con Alberto, había cambiado de ciudad. No tenía a sus padres cerca, no tenía hermanos y sus amigos… bueno, de distanciarse de sus amigos ya se había ocupado su pareja.

En el fondo, estaba segura de que si necesitaba ayuda nadie se la negaría, pero después de cómo les había tratado y olvidado no le parecía lícito. Tenía tan metido el sentimiento de culpa que ni siquiera se preguntaba si realmente ella podía haber cambiado algo de lo que había ocurrido o no.

Por otra parte, en casa no tenían teléfono fijo y el suyo hacía tiempo que no funcionaba, lo que hacía aún más difícil pedir ayuda. Sin darse cuenta, Alberto le había ido anulando poco a poco hasta haberse convertido en su propia sombra. Hacían todo juntos, o al menos todo lo que hacía ella lo hacía con él, y de alguna forma u otra, todo su comportamiento había cambiado por y para él.

Vivía sometida, entregando sus sentimientos y su cuerpo a un hombre que tan pronto la llenaba de halagos como de golpes. Sentía que el nudo de su garganta se hacía cada vez más grande y profundo y había llegado a tal punto que ahora era incapaz de decir nada.

A menudo cumplía lo que él le decía por no discutir y no agravar la situación; otras veces, él no daba pie a la tranquilidad. La insultaba, la humillaba y a veces llegaba a ponerle la mano encima. De todas formas, aunque no llegara a sobrepasar aquel límite, él sabía tan bien, o incluso mejor que ella, que no había nada peor que el maltrato psicológico. Daba igual que ella no saliera o no conversara con nadie, siempre había alguna razón por la que buscarle las tres patas al gato y terminar haciéndole sentir culpable. ¿Culpable de qué? De todo y, a su misma vez, de nada.

El punto de inflexión de aquella situación explotó un par de meses atrás a causa de una discusión, por llamarlo de alguna manera, que había acabado con la paciencia de Eva. Aun así, todavía no había logrado hacer nada para cambiarla. No le cabía duda de que tanto los chillos como los golpes tenían que escucharse en el rellano, incluso en los pisos vecinos. De todas formas, se escuchase o no, tenía que buscar la forma de que se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo porque no podía con todo sola. Necesitaba un pequeño empujón o, mejor dicho, un empujón entero.

Había intentado pensar diferentes formas de escape durante esos meses, pero la llegada sin previo aviso del confinamiento las había reducido considerablemente. No podía hablar con ninguna vecina, no podía salir de casa y, a fin de cuentas, no podía hacerlo sin que Alberto se diese cuenta, así que esta era la última de las opciones.

En resumen, tenía que buscar la manera de llamar la atención de manera concisa y silenciosa, algo que pudiera hacer un par de veces al día sin levantar sospecha y que fuera visto por la comunidad.

Lo primero que se le ocurrió fue intentar pasar pequeñas notas por debajo de alguna puerta vecina o escribir mensajes y dejarlos en un par de buzones cuando Alberto saliera a comprar. No obstante, este plan no daría mucho resultado ya que encontraba un problema claro: no sabía muy bien quién vivía en cada casa y muchos de los vecinos tenían buena relación con Alberto, es decir, podían no creerla y contárselo.

Por otra parte, también podía intentar llamar a números de ayuda desde el teléfono de su pareja. Pero, a pesar de que las llamadas a estos números no se registran en la factura, sí se registran en el historial de llamadas del móvil y tendría que eliminarlo. Además, sería complicado llamar sin que él la oyera. La casa no era tan grande y, sin duda, él pensaría que le ocultaba algo.

Tras haberle dado miles de vueltas, la solución más eficaz se le apareció un día de la forma más inesperada posible. Era ya tarde cuando vio, a lo lejos, un láser reflejado en la fachada de enfrente. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Era rápido, insonoro, claro, fuera de peligro... ¿El problema? Ella no tenía ningún láser ni ninguna linterna con la que hacerlo.

Minutos después, al apagar la luz del pasillo, fue cuando cayó en la cuenta de que no necesitaba ninguno de esos instrumentos. Claro que no podía hacer ninguna señal en la pared, sin embargo, las podía hacer con la luz que daba al patio interior, la luz del baño.

El plan era arriesgado y, probablemente, de película, pero por fin le serviría de algo haber aprendido los mensajes básicos en código morse. Esta vez, la dificultad no tenía nada que ver con sus capacidades, ya que ella tenía los medios, ahora bien, tenía que confiar en que sus vecinos la vieran y, además, la entendieran.

La mañana siguiente se levantó temprano, no podía dormir y llevaba desde las 6 de la mañana despierta, dando vueltas en la cama, como habituaba. Al levantarse y ver su reflejo en el espejo no se reconoció, llevaba el pelo corto que siempre había odiado, el pijama arrugado y los ojos hinchados de no poder dormir. El único detalle coqueto que reconocía en su cara era el toque rojizo de sus mejillas, el resto de su piel estaba pálida, casi blanca.

En su pierna derecha todavía quedaba rastro de una herida debajo de pantalón. ¿Cuánto tiempo llevaría abierta? ¿Sería nueva? Recordaba perfectamente la primera vez que sucedió aquello y las palabras que él le dijo tras eso: «Vas a guardar el secreto. Los dos los haremos». También se acordaba de la excusa que le puso a la enfermera tratando de justificarse mientras le curaba la herida y del dolor que sintió al mentirse a sí misma. Desde entonces nada había sido lo mismo y el enfrentamiento crecía a la misma velocidad que sus heridas.

Se levantó de la cama frustrada, el enfado había enrojecido aún más sus mejillas y decidió ponerse cuanto antes a idear el plan. Le sudaban las manos de los nervios y pensaba constantemente en las consecuencias que ello podía llegar a tener.

Luz corta, luz corta, luz corta. Pausa. Luz larga, luz larga, luz larga. Luz corta, luz corta, luz corta. Esa sería la secuencia que debía repetir un par de veces al día. No sabía muy bien cómo podían contestarle ni de qué manera podían ayudarle. Solo sabía que cuantas más veces lo hiciera, más fácil se lo pondría a sus vecinos y más oportunidades tendría de acabar con ese infierno.

Decidió hacerlo tres veces al día. Una o dos a la mañana y otra a la noche. Lo ideal sería marcar el mensaje más veces por la noche, ya que seguramente sería más vistoso, pero eso lo iría viendo a medida que avanzara el tiempo.

Finalmente, se dirigió a dar comienzo a su plan. Recorrió el pasillo de la casa con las manos cogidas entre sí y caminando despacio, llegó al baño y se sentó en el bidé. Luz corta, luz corta, luz corta. Pausa. Luz larga, luz larga, luz larga. Luz corta, luz corta, luz corta. Cada vez que pulsaba el botón creía estar haciendo algo prohibido, como el que roba un coche o huye de la policía, pero sentada en el baño y pulsando un interruptor. Hasta ese punto había llegado. Habían llegado.

Pasados unos minutos, decidió parar, ya tendría tiempo de volver a hacerlo. Abrió la ventana y se asomó para ver si había alguien viéndola, pero no le pareció ver a nadie. Era consciente de que el proceso sería largo y de que lo tendría que repetir durante varios días, pero algo le decía que la última herida ya había pasado.

La mañana anterior a la detención todo seguía igual. Eva había estado haciendo las mismas señales durante días sin haber recibido una sola respuesta por parte de nadie. En total, había estado dos semanas y durante ese tiempo la convivencia con Alberto no había mejorado lo más mínimo, solo le había conseguido desanimar un poco más.

Como cada mañana, nada más despertarse fue al baño, un poco cansada de repetir el mismo procedimiento día tras día y decidió mirar por la ventana en busca de algún vecino. Otras veces no le había importado que no hubiese nadie, habría pensado que le podían ver, aunque ella no les viera, pero esa mañana era diferente. No pensaba volver a repetir las señales si no veía a nadie. El plan le estaba empezando a parecer bastante absurdo.

Se asomó a la ventana y echó un vistazo rápido. Estaban empezando a aparecer los primeros rayos de luz y no había nadie ni en los patios ni en los balcones. Suspiró fuerte y cerró los ojos. Sin embargo, cuando estaba a punto de meterse de nuevo e irse, oyó levantar una persiana y se le aceleró débilmente el corazón.

Cerró rápido y fue directa al interruptor. Repitió el mensaje un par de veces y, al acabar, volvió a la ventana y encontró a una mujer mirando su ventana. Suspiró otra vez, aunque esta vez de alegría. Por fin.

Eva comenzó a gesticular con los brazos para llamar su atención y ella le gritó con fuerza. Las ventanas estaban muy lejos así que Eva no podía responderle. Tampoco había oído muy bien lo que había dicho. Volvió rápido al interruptor e hizo la señal otra vez. Al salir, vio a la mujer escribiendo algo en un papel.

No entendía muy bien lo que Eva quería decirle, pero ella tenía claro que no podía dejar escapar la oportunidad, no podía volver a convivir dos semanas con Alberto sin recibir ninguna respuesta. De repente, la mujer le hizo un gesto de espera y volvió a asomarse unos minutos más tarde con un nuevo papel que decía «¿Ayuda?». Eva sintió ganas de gritarle y contestarle el sí más fuerte que hubiera oído en su vida pero tuvo que conformarse con hacer un simple gesto de ok con la mano.

Tras esto, siguió enviándole mensajes cortos a través de la luz. La mujer no sabía contestarle de la misma forma así que se comunicaba con ella por pequeños carteles o gesticulando. Al final, consiguieron entenderse poco a poco. La conversación no podía ser eterna ni muy detallada así que Eva solo consiguió dejar claros dos mensajes: que llamase a la policía cuanto antes y que su problema tenía que ver con su pareja.

El resto del día fue todo lo incierto y extraño que podía haber imaginado. Transcurrió como habituaba, los mismos temas de conversación, las mismas incomodidades y la misma tensión. Aunque esta vez la tensión tenía más de un frente.

A la noche volvió a salir a la ventana del baño. No tenía pensado volver a hacer la señal, solo quería volver a ver aquellos edificios de nuevo, verlos con otros ojos. En el horizonte solo había una pared con muchas ventanas, una frontera invisible que debía traspasar para liberarse, pero esta vez consiguió ver mucho más que eso. Además, la luz de la ventana de la mujer que la había ayudado volvió a encenderse y la mujer salió. Al verla, Eva no pudo resistirse y volvió a hacer la señal. La mujer le hizo un gesto de llamada con la mano y cerró la ventana. A Eva se le erizó la piel y se le dibujó una sonrisa en el rostro.

Antes de ir a la cama se hizo una tila para poder dormir y estuvo un rato con Alberto en la sala. Ninguno de los dos lo sabía, y mucho menos él, pero esa sería su última noche juntos. Su última vez compartiendo cama, su último beso falso. El esperado final.

Inspirado por el importante papel de Alan Turing descifrando Enigma (igual de importante que el papel de la vecina de Eva al descifrar sus códigos) y por la situación de muchas mujeres durante el estado de alarma causado por la COVID-19.

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