El cerebro de Turing

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Este texto corresponde al primer premio del VII concurso científico-literario dirigido a estudiantes de 3º y 4º de ESO y de Bachillerato, basado en El enigmaTuring, de David Lagercrantz, organizado por la Escuela de Máster y Doctorado de la Universidad de La Rioja.

Aquí puedes ver la entrega de premios.

TEXTO POR DARÍO BAGÜÉS CASTRO
ILUSTRADO POR SANDRA FIZ
ARTÍCULOS
ALAN TURING | INFORMÁTICA | LITERATURA | MATEMÁTICAS
20 de Agosto de 2020

Tiempo medio de lectura (minutos)

Cogieron de su cadáver su cerebro y las nerviaciones dorsales. Estaban destrozados por el paso del tiempo, pese a que se habían conservado criogenizados después de la exhumación. Sería imposible hacer funcionar aquellas células de nuevo, pero aún se podía hacer que otras realizaran la tarea.

Con los criotomos electrónicos de hacía unos años se tardaban horas en preparar y realizar un corte y muchas muestras se estropeaban. Por eso hubo que esperar más de un siglo para poder estar seguros de que no se iba a perder la más mínima información del órgano. Solo había una oportunidad.

Se introdujeron los tejidos ultracongelados en el recipiente del microscopio computerizado y el ordenador se encargó de preparar las muestras, realizar los cortes y analizarlos en solo unos días. Antaño el trabajo habría llevado tanto tiempo que los tejidos se habrían descompuesto durante el proceso.

Una vez analizados los resultados, comenzó el proceso de construcción del nuevo cerebro. Con algunas células del cuerpo se replicó un cerebro clónico para tener una base para detectar errores y pulirlos, pero parecía que no estaba tan deteriorado.

Con un mapa tridimensional del cerebro que incluía todas las neuronas y sus sinapsis se sustituyó cada una de las células y sus conexiones por nuevas neuronas electrónicas. Eran bastante más grandes que las originales, una docena de veces, pero por ahora no importaba el tamaño. Ya habría tiempo a miniaturizarlo luego.

Al cabo de un mes estuvo completado: una estructura de silicio supercongelada conectada a una salida de la información encefálica. A algunos les pareció una broma de mal gusto hablar de encéfalo cuando la cabeza ya no estaba, pero el director del proyecto CAT lo aprobó y ya no se discutió nada más.

Todos estaban muy nerviosos, desde los técnicos que habían apretado las tuercas hasta los ingenieros que controlaban el proyecto. Se hicieron las últimas comprobaciones rutinarias y todo el mundo fue a la sala de control, que pese a ser considerablemente grande no bastó para alojar dentro a los más de cien científicos implicados. Algunos cuyo cargo no les daba derecho a quejarse y que les hicieran un hueco se apiñaban en la puerta de entrada de la gran sala para tratar de oír y ver lo que pudieran.

Se conectó el sistema de alimentación ininterrumpida al Cerebro y se activaron los interruptores adecuados. La expectación se palpaba en el aire.

—¿Hola? —Preguntó suavemente la ingeniera jefa y directora del proyecto, Mayo. Era una mujer propensa al pesimismo y temía que ahora que estaban tan cerca algo se estropease y todo saliera mal. Sus temores se confirmaron cuando oyó lo que el ordenador de la sala de control estaba decodificando del Cerebro. Solo se escuchaba un ruido alto y profundo.

Todo el equipo se miró preocupado. Pero de pronto, el sonido cambió a un tono entrecortado.

—¿Está llorando? —Preguntó uno de los técnicos. No parecía una locura.
—¿Alan? —Preguntó la ingeniera Mayo.
—¿Dónde estoy? ¿Estoy muerto? —Preguntó la gigantesca caja de metal. Era una réplica perfecta del cerebro del genio muerto de la computación Alan Turing.
—Estás en el proyecto Cibernetic Alan Turing. La verdad es que el nombre no me gustaba porque el adjetivo cibernético no se usa así, pero a la junta le parecía divertido llamarlo CAT y...
—Pero, ¿dónde estoy?
—En una ubicación secreta al norte de Iberia. En tu época se llamaba España, creo.
—¿Y cómo he llegado aquí? No recuerdo nada de lo que me ha pasado. Estaba en mi casa y…

En ese momento miraron al equipo de psicólogos que habían contratado para evitar enloquecer a Turing al despertarlo (aunque nunca en la historia habían tenido un paciente así, no se podía prescindir de ninguna distracción). Ellos se miraron los unos a los otros y tras un breve cuchicheo y varios encogimientos de hombros uno de ellos, que parecía representar al resto, intervino:

—Es normal que no recuerdes nada, Alan, tranquilo. —Se acercó al panel de comunicaciones y apagó el interruptor del micrófono de la sala—. En cuanto a vosotros, no le estreséis, tened en cuenta que morirse es un gran trauma. Si nacer ya es terrible, suicidarse y despertar siglos después (aunque no creo que él sepa eso), lo ha de ser aún más.
—Es cierto —dijo uno de los técnicos—, podemos preguntarle sobre si se suicidó o realmente alguien que tenía ganas de que desapareciera lo quitó del medio.
—Pero ¿no ha oído lo que han dicho? Que no se le puede decir nada sobre su muerte, que eso lo traumatizaría aún más —respondió otro psicólogo.
—¿Está considerando la posibilidad de que ese hombre tal vez se suicidara hace tiempo y que le resulte raro estar vivo? —Preguntó uno de los ingenieros

Tras otro breve cuchicheo con sus colegas, el portavoz se adelantó, hizo un amago de decir algo y luego cerró la boca contrariado. Se limitó a encogerse de hombros y les dijo que hicieran lo que les diera la gana.

—Es curioso esto de estar muerto, siempre pensé que no sentiría nada, pero realmente no percibo, es como si mi cuerpo hubiera desaparecido —se oyó al Cerebro de Alan. Por un momento se habían olvidado del sujeto del problema.

La ingeniera Mayo encendió la entrada de sonido:

—Estamos debatiendo tu situación, Alan. No sabemos cómo explicarte ciertas cosas, verás… Tú no estás vivo.
—¡Genial! Ahora se volverá chiflado —se quejó uno de los psicólogos. Un codazo en las costillas de un técnico le hizo callar.
—Pero si os estoy oyendo ahora… Si no estoy vivo, ¿esto es el infierno? —Se preguntó Turing
—Verás, Alan, tampoco estás muerto, resulta que… Tú… En fin, que tú…
—¡Eres un ordenador! —Gritó un joven técnico que estaba al fondo de la sala. Todos los ojos se volvieron hacia él, algunos enfurecidos, otros aliviados.
—¡Oh! Estupendo, supongo que eso confirma mi teoría sobre que es posible hacer que una máquina piense. Pero, esto solo lo percibo yo… ¿Vosotros creéis que pienso?

Alan parecía no estar muy preocupado por su situación y el portavoz de los psicólogos se llevó un dedo a la sien indicando que el científico resucitado había perdido la cordura.

—¿Dónde está el resto de mi cuerpo? Supongo que será imposible hoy día darme un cuerpo, pero ¿no hay proyectos para darle cuerpos a las máquinas? ¿Y qué hay de nuestros derechos? ¿Y cuántos somos? Y…
—De hecho, eres el primero, Alan. La junta decidió que te merecías ser el pionero de las máquinas pensantes. El próximo será Broca, creo que después de ver esto la junta dará el visto bueno a la clonación de todos los cerebros que queramos —explicó la ingeniera Mayo—. En cuanto a proporcionarte un cuerpo, estamos en ellos. La médula electrónica que sale de tu cerebro se conectará a un módulo de transmisión por bluetooth o por internet que controlará un cuerpo robótico. No lo hemos hecho todavía porque no sabíamos si iba a funcionar lo de… resucitarte, pero ahora será nuestra prioridad.
—¿Qué es blutud? ¿Y que es internet?
—Dios mío, tenemos mucho que enseñarte…

Pasaron varios días hasta que el cuerpo robótico de Alan estuvo preparado. Fue relativamente fácil adaptarlo al Cerebro, porque era una tecnología antigua que se utilizaba desde hacía años para permitir a la gente con algún tipo de lesión medular mover su cuerpo sin problemas. Le pusieron un armazón de aluminio y lo conectaron a distancia. El cuerpo incluía una cabeza con cámaras, micrófonos y altavoces para permitir a Alan moverse con total libertad. Mientras duró ese tiempo, se conectó al canal visual el monitor de un ordenador y se le enseñó a manejarlo mediante el equivalente del Cerebro a un gesto. Algunos lo compararon con el antiguo Stephen Hawking, que durante parte de su vida se vio recluido a una silla monitorizada. Gracias a la tecnología de implantes nerviosos, una cosa así no habría sucedido, pero de eso ya hacía mucho tiempo. Un técnico sin gran conocimiento de historia le comentó el parecido de su situación a Alan:

—¿Quién es ese tal Hawking? —Preguntó extrañado Turing.

Una breve búsqueda en la omnipedia reveló el error. Cuando Alan había muerto, el otro aún era un muchacho desconocido. Eso planteó una duda a Alan:

—¿Hace cuánto tiempo morí?
—Mmm… Han pasado siglos. Ahora estamos en el año 115 de la era quantotécnica. En años de la era cristiana eso es como…

Un estruendo procedente de la puerta los distrajo. Miraron asombrados como un hombre de metal tambaleante entraba por la puerta y los saludaba. El técnico atrevido que le había soltado a Alan que era una máquina entró detrás sonriente.

—Lo último en tecnología de implantes. Un cuerpo completamente funcional para el señor Turing. En cuanto ajustemos unas conexiones podrás estar simultáneamente en el Cerebro, en la pantalla del monitor o en tu cuerpo. Pero lo mejor es que podrás empezar a poder moverte por el mundo real y ver y oír con total libertad… —iba a seguir promocionando la máquina, pero lo interrumpió la ingeniera Mayo, que entró detrás.
—Bueno, Alan, he hablado con el juez supremo Eduardo y acabas de obtener la ciudadanía terrestre. Tienes los mismos derechos que una persona cualquiera. Aquí tienes tu partida de nacimiento, tu tarjeta de identidad y un pasaporte. Aun así, no podrás viajar a Marte o a la Luna hasta dentro de unos días, por unos trámites administrativos.
—Lo primero, ¿cómo iba a ir a Marte? Sí que ha debido de avanzar la ciencia desde que morí… Pero, por otro lado, ¿adónde puedo ir? No conozco a nadie aquí. No sé nada del mundo actual.
—Suponíamos que tendrías ese problema. Por eso Leonardo se ofreció voluntario para enseñarte todo hasta que estés listo. Puedes vivir aquí, en el centro de investigación durante el tiempo que quieras.
—¡Hola! Puedes llamarme León si quieres.

Ambos tenían muchas cosas en común, y para Turing fue muy gratificante aprender cómo había avanzado la ciencia a partir de sus máquinas universales. Resultaba que León era un gran admirador de su trabajo y había leído sus ensayos sobre si una máquina podía pensar y varias conferencias transcritas que había logrado desenterrar del olvido rebuscando en antiguos archivos históricos. Conocía todo lo que Alan sabía sobre la computación y fue realmente divertido enseñarle cómo habían surgido los ordenadores personales, los sistemas operativos, lenguajes de programación… Incluso intentó explicarle los rudimentos de la computación cuántica. No entendía gran cosa de ella y no había resultado práctica por el elevado coste de producción, pero aún así a Turing le resultó apasionante la idea de un procesador que no funcionara con estados discretos, sino que utilizara la indeterminación para potenciar su cálculo. En realidad, él no llegó a tener un gran conocimiento de las nuevas ciencias que se desarrollaban mientras él estaba en el barracón desencriptando a Enigma, pero le interesó esa manera de usar la lógica. Sin embargo, Alan siempre se mostraba taciturno al cabo de cierto tiempo, como si le costara creerse todo lo que le rodeara, como si nunca fuera capaz de habituarse a su nueva vida.

Lo que más entusiasmó al genio de la computación, sin embargo, fue el descubrimiento de la liberación sexual que había tenido tiempo después de su muerte. Ocurrió un día que él y León paseaban por los terrenos cercanos al centro de investigación. Iban charlando sobre la posibilidad de clonar más cerebros de la antigüedad (para Alan era su juventud) cuando un joven se acercó a León y le saludó efusivamente. Se apartaron a un lado y estuvieron hablando un rato hasta que se despidieron y el otro le dio un beso en los labios.

—¿No temes que te multen por hacer eso en público? —Preguntó preocupado Turing.
—¿El qué? —Se extrañó León—. ¡Oooh! Verás, tiempo después de tu muerte se empezó a ver con normalidad el que dos hombres fueran pareja. Hace siglos que es totalmente normal.

La pseudo-boca que habían puesto en la cara del robot hizo una sonrisa.

—Así que es legal, ojalá Robin estuviera aquí —la mención de su antiguo amante le hizo torcer el gesto.
—¡Oh sí! En parte se podría decir que tu fuiste uno de tantos mártires que hicieron posible que las personas homosexuales tuvieran los mismos derechos. Algunos dicen que el logotipo que Steve Jobs puso a Apple (una antigua empresa de ordenadores que quebró con la segunda revolución de las distribuciones libres) fue en honor a tu… a ti.
—No entiendo a qué te refieres. ¿Pusieron mi cara como imagen de una empresa?
—No, verás… Fue la manzana que… En fin, el veneno y…
—¿Qué manzana? Me recuerda al cuento de Blancanieves.
—¡Cómo! ¿Tú no te suicidaste?

Alan parecía visiblemente turbado hasta con los rasgos robóticos. León se preguntó si podía ser que alguien lo hubiera asesinado. Tanto tiempo después no se podría hacer justicia. Ni siquiera podrían atrapar al culpable, pero podrían saber la verdad.

—La verdad es que no recuerdo nada, León. No sé cómo he llegado aquí. Recuerdo mi vida antes de despertar en el Cerebro, pero… No sé nada de los últimos días. Lo siento, pero si tú dices que me suicidé, es posible que lo hiciera. Aunque la verdad, no entiendo por qué iba a hacer una cosa así.

León preguntó a los psicólogos del CAT sobre la amnesia de Turing. No supieron darle una explicación clara, pero sopesaron la posibilidad de que la memoria a corto plazo de los momentos próximos a la muerte se hubiera esfumado por el shock, como ocurría en algunos casos de coma en los que el paciente recordaba prácticamente todo excepto los últimos minutos antes del accidente.

Le pareció terrible no poder esclarecer la muerte del genio, pero se tuvo que conformar con esa respuesta. Aun así, seguía interesado en la vida de Alan y le hizo contarle todo sobre él. En realidad, Turing no estaba por la labor, pero no tenía nada mejor hacer y aceptó contarle algunos fragmentos de su vida. Sin embargo, siempre acababa con cierta tristeza todos sus relatos.

Un día León le preguntó al respecto a Turing. Este pareció deprimido:

—Soy un bicho raro en este lugar. Ya era un bicho raro allí, pero estaba acostumbrado, y tenía lo que quería. Me sentía útil y me gustaba trabajar con mis máquinas. Aquí soy solo un monstruo. No tengo a nadie. Tú pareces interesado en mí, pero no sé nada de este mundo. Parece ser que la tecnología que creé se ha hecho tan útil que todo gira entorno a ella. Sois capaces de devolver a la vida a alguien con ordenadores, pero ya no sirvo para esto. Antes investigaba un campo interesantísimo donde podía ser el primero en descubrir las cosas. Ahora los niños saben mucho más que yo. No, este no es mi mundo ni nunca lo será.
—Tengo el honor de hacer entrega de la medalla al desarrollo pionero de los premios Helión al excelente Alan Turing.

El presidente de la Comisión Global colgó del cuello de robot la insignia dorada y le apretó una fría mano. La medalla se entregaba a aquellas personas que abrían un nuevo tema de investigación o revolucionaban la ciencia. Turing no había entregado ningún proyecto y su investigación ahora era viejísima, pero el consejo estuvo de acuerdo en que se merecía la medalla.

—Y también tengo el honor de conceder la medalla a la ingeniera del proyecto Cybernetic Alan Turing, la doctora Emilia Mayo, por traernos de vuelta a este gran genio.

La ceremonia continuó y se hicieron entrega de más premios. Un total de diecisiete categorías, como los antiguos premios Nobel que recompensaban la dedicación de los científicos cada año.

Aquel fue el primero de una larga lista de premios en la que se dio al mundo a conocer al increíble genio que había revolucionado la computación. Miles de personas llegaron a conocerle en persona y millones le vieron a través de pantallas, pero Turing estaba definitivamente incómodo con la situación y al cabo de un par de semanas el equipo de investigación decidió poner fin a aquellas entrevistas que estresaban al científico. Fue progresivamente cayendo en el mutismo que le era típico y ya sólo hablaba con León cuando decidieron llevarlo de vuelta al centro de investigación para poder protegerlo preventivamente.

—León, León, levántate —susurró Alan a su compañero. Estaban en el centro de investigación de nuevo tras un largo día en la gala de los premios Helión.
—¿Qué pasa? —Dijo el interpelado con mucho sueño.
—Necesito tu ayuda para una cosa

Tras unos minutos de conversación, León se puso en pie de un salto.

—¡Ni de broma! No te voy a ayudar a suicidarte.
—No te pido que me mates, pero este no es mi mundo. Cada día que pasa me siento más solo. Llevo dos meses pensando y… ya no queda vivo nadie que yo haya conocido, ni nadie que esas personas hayan llegado a conocer. No pertenezco a este mundo. No sé cómo llegué a morir la primera vez la verdad. Tal vez mordí aquella manzana envenenada, o tal vez alguien me asesinó, pero está claro que yo tuve que morir entonces. Estoy decidido y voy a irme, esta vez para siempre. Sólo quiero decirte que puedo decir de buena mano ahora que, sí, las máquinas piensan, y por ello creo que es una abominación da la naturaleza dar vida a un ser que no puede ser querido, un trozo de metal.
—Pero, me tienes a mí y al resto del equipo. Puedes viajar y ver mundo, conocer otras personas, estudiar lo que quieras. Podrías ponerte al día en la ciencia y ser un gran investigador de nuevo.
—Sabes que eso no es cierto. Sabes qué aunque un cerebro de silicio sea eterno, yo ya no podré ni en todo el tiempo del mundo llegar a vuestra época. Soy distinto, un hombre del pasado. Os agradezco que me hayáis dado la oportunidad de ver que mi trabajo sirvió para algo, para ver que la homosexualidad no es algo prohibido, para ver que el mundo mejoró y que mereció la pena lo que viví hace mucho, pero no soy yo quien debe vivir ahora este día. El cerebro de Paul Broca llevaba ya un tiempo en un museo cuando y morí. Dijisteis que lo ibais a resucitar. No lo hagáis. Nadie se merece pasar por esto. No tenéis la culpa, pero no lo volváis a hacer. Lo único que te pido es que ya no me devolváis la vida.
—¡No! No puedes morirte otra vez, es como un sueño tenerte aquí y tú… No puedes irte… —pidió León desesperado
—¿Sabes? He meditado sobre cuál era la mejor manera de dejar este mundo, y pensé en comerme una manzana envenenada, como dices que hice la primera vez. Luego me di cuenta de que ya no tengo boca. ¡Qué despistado soy!

Turing fue hasta el comedor, cogió una manzana de una cesta y se encaminó a la sala donde se encontraba el Cerebro. Los circuitos estaban supercongelados con nitrógeno líquido para permitir funcionar aquella bestia electrónica.

Abrió una de las compuertas del ordenador con mucho cuidado ante la mirada incrédula de León, que lo seguía impotente. El gas líquido se evaporaba formando una extraña niebla que salía del cajón del gran Cerebro.

—Por favor, Alan —suplicó
—Adiós, Leonardo —se despidió el gran Turing. Con una mano, apretó la manzana encima de los circuitos del Cerebro y el jugo exprimido mojó los delicados circuitos neuronales. La explosión hizo volar el cuerpo del robot hacia atrás. Sonrió por última vez al joven técnico que contemplaba desde la puerta. Varias sirenas comenzaron a sonar en todo el edificio. El cerebro empezó a sobrecalentarse y en cuestión de minutos era una masa de silicio, oro y cobre. Cuando llegó el personal de seguridad con la ingeniera Mayo se encontraron al joven técnico León tirado en el suelo, llorando a lágrima viva.
—¿Qué ha pasado? —Preguntó asustada la directora del proyecto.
—Un gran error —replicó León de pronto serio—, que no ha de volver a ocurrir.

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