El nuevo mundo de Sofía

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Segundo premio del tercer concurso de cuentos infantiles Ciéncia-me un cuento. Organizado por la Society of Spanish researchers in the United Kingdom (SRUK/CERU).

TEXTO POR JESÚS VICTORINO SANTOS
ILUSTRADO POR MARTA NIEVES
ARTÍCULOS | KIDS
MEDIOAMBIENTE | MICROORGANISMOS
14 de Septiembre de 2020

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El humo salía hacia abajo por la chimenea de piedra. «Qué raro», pensó Sofía. Por encima de la chimenea, dos grandes ventanales se abrían, y arriba del todo, la puerta de madera y el camino empedrado hasta llegar al agua. «Está del revés», se decía en voz baja. El sol brillaba radiante sobre el estanque y unos patitos entraban torpemente al agua, persiguiendo a sus padres y ondeando el reflejo de la casa en el agua. Sofía estaba tendida en el césped mirando embobada el paisaje, los patos y la casa de aquella familia que el agua dibujaba completamente invertida.

—Sofía, cariño, vuelve a la mesa que vamos a partir la tarta —dijo su madre desde el merendero.
—Mamá, ¿por qué aquella casa y todos los árboles del parque se ven al revés en el agua? —Preguntó Sofía intrigada y con el ceño fruncido como si el mundo le pusiera trampas—. ¿Es un hechizo?
—No, cariño, no es un hechizo —respondió su madre con una sonrisa, mientras le sacudía los restos de césped del suéter—. Es el reflejo del agua. Como cuando te miras al espejo, que tampoco te ves exactamente igual, sino que ves tu imagen especular. ¡Eres tan curiosa como tu tía Silvia! —y puso la vela de cumpleaños sobre el pastel.

En efecto, Sofía era tan curiosa como la tía Silvia, quien, de pequeña, también andaba de un lado a otro haciéndose preguntas sobre lo que la rodeaba. Cuando la tía Silvia acabó la escuela, se marchó del pueblo para estudiar biología en la Universidad. Ahora era científica y se dedicaba a investigar en algo que llamaba «la tesis».

 Siempre que regresaba al pueblo alimentaba la curiosidad de Sofía mostrándole fotos de microorganismos: unos seres vivos diminutos que no se ven a simple vista. Para poder ver y fotografiar a estos bichitos, la tía Silvia utilizaba un microscopio, una especie de lupa con la que podía investigar sobre la vida de esos seres y gracias a la que podría realizar su misteriosa «tesis».

La pequeña Sofía disfrutaba tanto con las historias de la tía que solía fantasear con aquellos seres diminutos con los que vivía mil aventuras. Pero aquella tarde de cumpleaños, la tía Silvia le tenía preparado un regalo especial.

—¡Es un microscopio! —Exclamó Sofía exaltada cuando solo había rasgado mínimamente el envoltorio. A partir de ese momento Sofía podría conocer los secretos de todos los bichitos del universo y, quién sabe, quizás hacer nuevos amigos.

Lo primero que miró al microscopio fue uno de sus dedos. «Argg», pensó. Al mirarlo con aumento, resultaba demasiado grande y rugoso, no parecía un dedo. Pero lo que verdaderamente intrigaba a Sofía era saber qué otros secretos escondía ese estanque que invertía casas y árboles. Tomó una muestra de su agua sucia y arenosa. Solo un par de gotitas que puso en el microscopio.

—Tía Silvia, tía Silvia, ¡creo que he encontrado un habitante secreto del estanque!
—Y parece que tienes una colección. Por aquí tienes algas, aquí hay muchas bacterias y aquí…
—¡Mira este qué rápido se mueve! —Exclamó Sofía entusiasmada.
—Aquí tenemos una pulga de agua. ¿Ves las antenas y el ojo?
—¡Sí! ¿Qué es eso que se mueve tan rápido? —Preguntó Sofía arrugando la frente.
—¡Es el corazón! Al ser translúcidas podemos incluso ver a través de ella.

Aquel regalo de cumpleaños mantuvo a Sofía de aquí para allá toda la tarde, explorando el estanque, el césped, la corteza de los árboles, flores de muchos colores e incluso un cabello de su madre.

—¡Ay! —Se quejó— ¿Para qué quieres un pelo?
—Mamá, lo necesito para mi investigación.

Al regresar a la casa del pueblo, Sofía decidió que era hora de explorar a Rulfo, su perro labrador.

—Vamos, Rulfo. Veamos qué escondes tras ese abrigo de pelo.

Mientras Sofía rebuscaba entre la melena castaña de Rulfo, poco a poco, el perro comenzó a hacerse más y más grande. ¿O acaso era Sofía quien se hacía más y más pequeña? En apenas unos segundos, la habitación se hizo gigante y Sofía se encogió tanto que ahora medía poco más que un cacahuete. En cambio, el cabello de su perro, ese que había sujetado con los dedos tenía ahora el tamaño un tobogán. Cayó resbalando por el tobogán peludo y aterrizó en la piel acolchada. ¡Estaba sumergida entre el pelaje de Rulfo! Pero, ¿dónde estaba? Al abrir los ojos, pudo ver seres diminutos por todas partes: pulgas de color rosa, algas azules, hormigas verdes y hasta perros multicolor. ¿De dónde habían salido todos esos habitantes de colores?

 —¿Cómo es posible que no me hubiera dado cuenta antes? —Se dijo con las manos en la cabeza y sobre su frente arrugada.

Empezó a recorrer fascinada cada rincón de ese lugar que, sorprendentemente, se parecía mucho al parque donde había pasado la tarde de su cumpleaños jugando a ser científica. También había una casa y un estanque y árboles y flores y merenderos y tartas de cumpleaños. Muchas tartas. Los bichitos cantaban al ritmo de las olas de aquel estanque, donde no solo había familias de patos sino delfines rosados que bailaban apoyados en su cola. Sofía había descubierto un mundo nuevo escondido bajo el pelaje de Rulfo y le pareció increíble lo mucho que le quedaba por aprender de aquel paraíso colorido. El regalo de la tía Silvia había cambiado su vida.

Mientras jugaba con sus nuevos amigos, Sofía observó que algunos de esos seres no cuidaban lo más mínimo a Rulfo: le arrancaban cabellos, ensuciaban todo cuanto podían e incluso dejaban sus restos y desechos esparcidos por el lugar.

—¡No hagáis eso! —Gritó preocupada— Le haréis daño a Rulfo.
—¿A quién? —Preguntaron—. Nosotros no conocemos a ningún Rulfo. Además, ¿por qué iba a hacer daño que dejemos un poco de suciedad por aquí?

Aquellos seres de colores no sabían quién era Rulfo ni eran conscientes de que vivían en un mundo oculto tras su pelaje. ¿Cómo podían ser tan inconscientes del daño que podían hacer?

Sofía se quedó pensando en el parecido entre su mundo y el que acaba de descubrir: el parque, la casa, el estanque… ¿Sería posible que Sofía, su madre y la tía Silvia también vivieran sobre algún gigantesco animal? ¿Que el planeta Tierra tuviera vida y el parque, la casa y el estanque formaran parte de su pelaje? De ser así, ensuciarlo, contaminarlo y descuidarlo podría hacerlo enfermar. Sofía se acercó al estanque y miró fijamente su reflejo en el agua. Se mojó la nariz. Era pegajoso. Ahora sentía cómo si una lengua proveniente del estanque le lamiera la mejilla.

—Pero, ¿qué haces Rulfo? —Se quejaba Sofía mientras bostezaba y se frotaba los ojos—. Me estás llenando de babas —y volvió a recostarse sobre la suave melena castaña.

Mamá observaba la escena desde el sofá del salón. Sigilosamente, se acercó y cogió a Sofía entre sus brazos y la llevó a su cama. Sin lugar a dudas, el día había sido emocionante y agotador. La pequeña Sofía había disfrutado de una intensa tarde de cumpleaños y estaba lista para irse a la cama.

—Mamá, ¿tú crees que la Tierra es como un animal gigaaaante que siente y que tenemos que cuidarla para que no se enferme?
—¡Qué cosas dices, Sofía! —Susurró su madre mientras la arropaba en la cama—. No sabemos si la Tierra siente, pero lo que sí sabemos es que es un lugar precioso que merece la pena cuidar.

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