Nahali se asomó por encima de la valla como todas las mañanas, pero la elefanta Sully no vino a saludarla. La observó desde lejos; se había refugiado bajo la sombra de un árbol y se balanceaba hacia delante y hacia atrás sobre sus cuatro patas. Nahali estaba preocupada.
Cada día, desde que iba a la escuela, después de desayunar, cogía un puñado de arroz, lo envolvía en una hoja de palma y salía corriendo entre las casas de los trabajadores de la reserva de animales. Pasaba de largo el cartel, verde con letras blancas, que anunciaba la entrada al orfanato de elefantes más importante de la India. Y, cada día, ella y la elefanta Sully se acercaban al trote para encontrarse a cada lado de los barrotes.
La niña de diez años, ruidosa como un gorrión, anunciaba su llegada con el tintín de sus pulseras de colores y el flip-flop de sus chanclas de goma. La elefanta de tres mil kilos, silenciosa como una nube, pisaba la tierra con sus pies redondos y acolchados y saludaba levantando la trompa. Entonces, Nahali le ofrecía la bolita de arroz y estiraba el cuello para mirar muy arriba, a los ojos negros de la elefanta, rodeados de pestañas larguísimas. Y Sully cogía su desayuno con la trompa, se lo llevaba a la boca y masticaba mientras abanicaba las orejas.
Pero esa mañana Sully no vino. Nahali la llamó; su voz resonó por la explanada de los elefantes. Sully la miró desde lejos y dobló las rodillas para estirarse en el suelo. Nahali se preocupó aún más.
La niña volvió corriendo a casa y se encontró con su madre, que recogía la cocina.
―Nahali, ¿tienes todo preparado para ir a la escuela? ―Mientras hablaba le puso bien la falda, que la llevaba torcida.
―Sully está rara, ¿dónde está papá? Se lo tengo que decir.
―Se está vistiendo para ir a trabajar, pero no te entretengas.
Nahali esquivó los brazos de su madre, que le intentaba recoger unos mechones sueltos bajo la trenza, y fue a buscar a su padre a la parte trasera de la casa. Él estaba calzándose unas botas de goma manchadas de barro.
―Papá, Sully se ha tumbado en el suelo y no ha venido a comer el arroz.
El hombre se puso en pie y cogió el chaleco con el logotipo de la reserva.
―Qué raro, ayer estaba bien. Lo primero que haré es ir a verla.
―¿Puedo ir contigo?
―De acuerdo, pero lleva la mochila y así podrás ir a clase directamente desde allí.
Diez minutos más tarde, los dos observaban a Sully en silencio: Nahali a través de los barrotes y su padre por encima de la valla. Seguía estirada en el suelo y tres elefantes huérfanos se habían congregado a su alrededor. Sully era la matriarca, la elefanta más vieja y sabia de toda la reserva, y llevaba allí casi treinta años cuidando de los más jóvenes.
―No me gusta ―dijo el padre de Nahali―. Llamaré a la veterinaria hoy mismo.
Nahali asistió a la escuela toda la mañana, pero no se podía concentrar en las explicaciones del maestro. Sus pensamientos se deslizaban una y otra vez al recinto de los elefantes. ¿Sully estaba enferma? Si era así, ¿la veterinaria podría curarla?
De regreso a casa, Nahali vio la furgoneta de la clínica veterinaria, que iba en dirección a la reserva. La niña corrió por las calles sorteando a la gente y llegó casi a la vez que el vehículo, cuando la doctora estaba abriendo la puerta trasera para coger un maletín. Su padre y otros trabajadores salieron a recibirla.
―Soy la doctora Uma. ¿Dónde se encuentra la elefanta enferma?
La acompañaron hasta el recinto de los elefantes sin entretenerse. Uma caminaba con energía y vestía un uniforme de color arena. Nahali dejó caer la mochila junto a la furgoneta y siguió al grupo. Mientras andaban, su padre le apoyó una mano en el hombro y, colocando un dedo delante de los labios, le indicó que no dijese nada.
Sully estaba estirada bajo un cobertizo. La doctora abrió su maletín, se puso unos guantes de látex y se aproximó con cautela.
―Está acostumbrada a las pruebas veterinarias y es muy tranquila, puedes acercarte sin problemas ―dijo el padre de Nahali.
―Muy bien ―contestó Uma―. ¿Cuándo empezaron los síntomas?
―Ayer su comportamiento era normal, pero esta mañana ya se encontraba desorientada y cansada, y parece que le cuesta respirar. Mi hija nos avisó.
Uma se fijó por primera vez en Nahali y le sonrió. Luego, examinó con cuidado los ojos de Sully y miró dentro de su boca. Anotó unas palabras en una hoja de papel sujeta a una tablilla. Entonces, sacó una aguja y una jeringa para extraerle sangre de la oreja. Nahali vio como el líquido rojo oscuro viajaba por el tubito de goma desde la aguja, clavada en la piel de Sully, hasta la jeringa, en las manos de Uma. La elefanta no se quejó. A continuación, Uma sacó del maletín un bote de plástico con una espátula y tomó una muestra de saliva. Por último, introdujo un poco de líquido en la trompa y recogió en una bolsa las gotas que dispersó Sully al expulsar aire.
Nahali tenía mil preguntas. Mientras Uma escribía de nuevo en la tablilla, levantó la mirada, sonrió a Nahali de nuevo y la niña se atrevió a preguntar.
―¿Qué le pasa a Sully?
―Aún no lo sé, llevaré estas muestras para que las analicen en el laboratorio ―Uma terminó de escribir y siguió hablando―. Pero puede ser tuberculosis. Hemos recibido un aviso de la facultad de veterinaria que decía que muchos elefantes de la India están enfermando de un tipo de tuberculosis.
―¿Qué es tuber… culosis? ―Nahali estaba orgullosa de haberlo pronunciado bien―. ¿Y cómo puedes saber si es o no lo que le pasa a Sully?
―Es una enfermedad de los pulmones y la causa una bacteria. En el laboratorio intentarán encontrar esta bacteria en las muestras que he recogido. ¿Sabes lo que es una bacteria? ―Nahali balanceó la cabeza sin decir ni sí ni no; había oído hablar de ellas, pero no estaba segura de entenderlo―. Son unos microbios muy pequeños, no se ven a simple vista. Cuando una bacteria hace enfermar a un animal o una persona es porque se multiplica mucho dentro del cuerpo, hasta que son millones, y dañan a las células.
―¿Y por qué escribes tanto?
―Cuanta más información apunte, más fácil será averiguar qué le pasa a Sully.
La doctora Uma se fue tras prometer que en unos días volvería para comprobar cómo estaba Sully y para decirles si se trataba de tuberculosis u otra enfermedad. Nahali iba a ver a Sully diariamente y empezó a anotar en una libreta todo lo que veía: si comía, si se pasaba varias horas tumbada, si parecía que le costaba respirar…
La furgoneta de la clínica veterinaria regresó al tercer día. Nada más bajar de ella, Uma les informó de los resultados de los análisis:
―Es lo que pensaba, tuberculosis resistente al antibiótico isoniazida. No será fácil de curar, pero podemos intentar el nuevo tratamiento que están estudiando en la facultad de veterinaria. ¿Queréis que Sully participe en un ensayo clínico? ―El padre de Nahali dijo que estaba de acuerdo y Uma sacó su tablilla de escribir―. Prepararé la documentación y los medicamentos.
Nahali, que escuchaba muy atenta, no había podido entender casi nada.
―¿Qué quiere decir resistente a la… eso que has dicho?
―Significa que la bacteria que hace enfermar a Sully se ha acostumbrado a una medicina y ya no le afecta, y por eso ya no se puede usar para curarla ―Nahali separó los labios para seguir preguntando, pero Uma se adelantó y continuó su explicación―. El ensayo clínico quiere decir que probaremos una nueva medicina en Sully y estudiaremos cómo responde. Tendremos que anotarlo todo y luego enviaremos los datos a los investigadores de la universidad.
―Yo he estado anotando lo que hacía Sully estos días ―Nahali enseñó a Uma la libreta, que ya tenía varias páginas escritas con esmero. Uma la hojeó, asintiendo.
―¿Quieres ayudarnos a recoger datos? Tus apuntes serán útiles para curar otros elefantes enfermos en el futuro. Pero tendrás que hacerlo cada día, sin excusas.
Nahali respondió un SÍ gigantesco, levantando los talones del suelo, mientras asentía con la cabeza para que nadie dudara de que quería ayudar. Uma añadió muchas hojas a la tablilla de escribir, una para cada día, y le explicó a Nahali lo que tenía que anotar en ellas.
Nahali pasó las siguientes semanas rellenando cada día una hoja, sin faltar nunca a su promesa. Mañana y tarde se acercaba a la valla, unas veces bajo el sol tropical y otras bajo la lluvia del monzón. Anotaba a qué hora le daban la medicina a Sully, qué comía, si le costaba respirar, si caían lágrimas de los ojos, si caminaba, si parecía que estaba triste o contenta… Poco a poco, Sully fue recuperando la energía, como si se volviese más joven, y a los pocos meses estaba del todo recuperada.
El día que rellenó la última hoja, Uma volvió a la reserva para hacer más pruebas a Sully. Se alegró mucho de verla tan bien y felicitó a Nahali por el trabajo que había hecho. Entonces, sacó su teléfono móvil y le dijo que tenía un mensaje para ella.
―Les hablé de ti a los investigadores y han querido darte las gracias por tu trabajo ―le dijo mientras le guiñaba un ojo, sujetando el teléfono para que pudiera verlo bien. En la pantalla apareció el vídeo de un hombre con turbante y una mujer con gafas. Ambos llevaban una bata blanca y sonreían. El hombre empezó a hablar:
«Nahali, muchas gracias por rellenar las hojas todos los días. La información que has recogido nos ayudará a que conozcamos mejor cómo actúan los nuevos medicamentos y será muy útil para que otros elefantes con tuberculosis puedan curarse. Para los científicos es muy importante colaborar y compartir los datos. Con tu capacidad de observar, podrías convertirte de mayor en una gran investigadora».
Al día siguiente, Sully esperaba su bolita de arroz tras la valla. Nahali le acarició la piel rugosa de la trompa, deseando que, si otros elefantes enfermaban, pudieran curarse igual que Sully, gracias a sus apuntes y al trabajo de los investigadores.
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