Nicholas Saunderson. El hombre que enseñaba a mirar

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Para Juanjo y Nuria, que me enseñaron a ver con otra mirada.

TEXTO POR JUAN SCALITER
ILUSTRADO POR PAULA CUÁNTICA
ARTÍCULOS | KIDS
DISCAPACIDAD | MATEMÁTICAS
13 de Octubre de 2020

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Tengo superpoderes. Todo comenzó cuando tenía un año y la viruela me quitó la vista. Yo ya había visto el verde infinito de los campos, cerca de la casa de la familia. Había espiado el azul del mar, el del cielo y el de los ojos de mi madre. Todos distintos, todos profundos, todos inalcanzables.

Había visto el blanco, el rojo, el naranja... Todos los colores del mundo. Solo había un problema: había aprendido a verlos, pero no a nombrarlos. 

Así, la primera vez que usé mi superpoder fue para nombrar los colores. Al azul, por ejemplo, lo llamé tranquilidad, porque me recordaba la mirada de mi madre, la paz del cielo... Al verde le puse horizonte, porque cuando lo sentía no veía límites. El blanco era terciopelo y el naranja se convirtió en otoño, con un sonido y un olor muy específico: a lavanda y a ... bueno, obviamente naranja. 

De este modo, igual que otros obtienen información del entorno mediante la vista, yo lo hacía con los recuerdos. Con los propios y los ajenos. Así aprendí a leer también, o al menos lo hice según cuenta la leyenda. Antes de cumplir los siete años ya era un experto: durante meses había recorrido el cementerio cerca de mi casa y en lugar de hablarles a los que allí descansaban, ellos me hablaban a mí: con las manos recorría sus lápidas y el relieve de sus nombres, sus fechas de nacimiento y las palabras de quienes los echaron de menos me enseñaron a leer. Recorría con la yema de los dedos aquellos dibujos, que al principio eran solo grietas, hasta que se transformaron: las huellas en la piedra en historias y mis dedos en la brújula para llegar a ellas.

También tenía el superpoder de la confianza. Al principio fue la de mis padres, que confiaron en mí y, pese a ser ciego, me enviaron a la escuela. Eso hizo que naciera la confianza en mí mismo. Así aprendí a hablar latín, griego y francés.

Pero entonces llegó mi mayor superpoder. Mi padre tenía un trabajo aburridísimo y muy mal visto: recaudador de impuestos. Su trabajo eran los números, y mientras lo acompañaba en sus visitas, las matemáticas se convirtieron en otro idioma más con el que podía hablar. Pero ahora lo podía hacer con el universo: el recorrido de los planetas, las curvas de las olas, la altura de los acantilados y el diámetro de una pupila...

Todo eran matemáticas y para ello me inventé mi propio abecedario. Como no podía escribir los números en un papel ni sumar o restar, me construí una tabla de madera en la que hice cien cuadrados, y cada uno de los cuadrados tenía un agujero en el centro y otros ocho más pequeños que lo rodeaban. Usaba alfileres de distintos tamaños y los clavaba en los agujeros para poder hacer cálculos. Cada posición era un número, cada agujero una decena, cada alfiler una cifra. Muchos años después, cuando ya había escrito varios libros que aún hoy, casi trescientos años después, se siguen leyendo, cuando ya era amigo de mi admirado Isaac Newton —y quiero creer que gracias a él fui profesor de matemáticas en Cambridge— y asombraba a todos sacando raíces cuadradas y cúbicas de mi cabeza, alguien dijo que aquel tablero era «matemáticas para tocar». Creo que tenía razón. Para mí las matemáticas se tocan, sí, pero también nos tocan a nosotros. Y por eso los números los sentía en la piel. Quizás por eso mis alumnos decían que, aunque yo no veía, les había enseñado a mirar.

 

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