Otra forma de ver

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Desperté bien tarde, cuando ya estaba todo oscuro, y mi instinto me hacía salir en busca del desayuno. Los murciélagos podemos comer mil mosquitos por hora. Podemos comer hasta nuestro peso corporal en insectos. Mis vecinos lo saben y les gusta vivir conmigo, pero esa noche, sucedió algo inesperado.

TEXTO POR CAROLINA PIERABELLA
ILUSTRADO POR CAROLINA PIERABELLA
ARTÍCULOS
MURCIÉLAGOS
5 de Agosto de 2021

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Desde que me independicé de mi madre, hago mi rutina: salgo por el vecindario, a la hora de la calma, para encontrar mis presas en medio de la oscuridad. En eso estaba cuando una fuerte luz cruzó en mi camino, me distraje y un escobazo terminó con mi veloz trayectoria de cuarenta kilómetros por hora. Aunque era una escoba de cerdas suaves, apenas me rozó me precipité al piso. Y ahí estaba yo, en la vereda, helado, petrificado. Nunca me había pasado nada parecido, solo pude envolverme para protegerme con las membranas de mis alas, sabía que corría peligro.

El piso no es un buen lugar para mí, necesito caer de cierta altura para tomar velocidad y emprender mi vuelo o tiempo para tomar carrera, realizar unos saltitos para volar y poder huir. Así que, lo sabía, era el fin, sentía que el peligro se acercaba, pasos sigilosos hacia mí, entonces escuché una voz familiar: «¡No lo hagas!». Era Ciro quien había evitado un segundo escobazo. Su tía, que estaba de visita, linterna y escoba en mano había decidido acabar conmigo.

Escuché como Ciro le explicaba con paciencia la importancia de cuidar a los murciélagos, que son controladores de plagas, son polinizadores, dispersores de semillas y su excremento, llamado guano, es un gran fertilizante. «El ser humano debe respetar a la naturaleza…», decía Ciro. Pero su tía andaba empeñada en que los murciélagos se enredaban en el pelo de las personas y chupaban la sangre de su cuello. Ella, que era muy valiente por el bien de él y de todo el vecindario, había decidido esa noche terminar con aquel espantoso animal que revoloteaba cada noche el cielo nocturno.

Ciro, armándose de paciencia, le explicó que hay más de mil de especies de murciélagos y que solo tres de ellas son hematófagas, es decir, que se alimentan de sangre del ganado, no de los humanos. Y que sucedía tan pocas veces que incluso para los animales tampoco representaba un gran riesgo.

Me hubiese encantado seguir escuchando todas las cosas lindas que decía Ciro de mí, pero preferí ponerme a salvo. Aprovechando el descuido, tomé carrera e hice unos saltitos para emprender vuelo. No sabía si finalmente Ciro iba a convencer a su tía y por las dudas volé hasta una rama alta. Mi panza crujía, era noche de mosquitos ¡y yo no había desayunado!

Finalmente, la linterna se apagó mientras Ciro y su tía seguían ahí parados en la vereda. Pude pensar un poco, Ciro daba muy buenas explicaciones para protegerme, pero yo también quería hacer algo para ganarme el cariño de su tía. Entonces me lance al aire con unas impactantes trayectorias. Derecha a izquierda, diagonal entre los columpios, arriba del pino, debajo de la rama, sobre el alero, en el pasillo, aquí y allá, mi vuelo fue veloz y preciso, me esmeré y pude ver el brillo de sus ojos.

«¡Es una sombra voladora! ¿Cómo hace para no chocar en la oscuridad? ¿Cómo es que puede cazar en esta oscuridad?», escuché a la tía preguntar emocionada. Ahora su miedo se había transformado en curiosidad y Ciro le explicó sobre mi sofisticado sistema de ecolocalización.

Pude escuchar a Ciro contar con pasión cómo los murciélagos usamos el sonido para ubicarnos, para ver obstáculos y saber dónde está nuestra presa. Con la laringe producimos ondas sonoras que emitimos por la boca o nariz. Las ondas impactan en un objeto y produce un eco que vuelve a nuestras orejas. Con esa información, los murciélagos comparamos el tiempo entre el momento que se envió y volvió la señal y trazamos un mapa del entorno, así sabemos la ubicación, el tamaño y la forma del objeto. Los delfines y las ballenas también usan ese sistema para navegar y encontrar comida, y los seres humanos se inspiraron en él para desarrollar los sistemas de navegación y de radar. Además, antes de emitir un sonido, los pequeños huesos del oído interno se separan para reducir la sensibilidad auditiva (así no se ensordece), luego se relajan y podemos recibir el eco. También nos afecta el efecto Doppler, que es el cambio de frecuencia de las ondas producido por un objeto en movimiento. Como cuando escuchamos alejarse o acercarse a una ambulancia con sirena, nos damos cuenta que se aleja porque llegan ondas cada vez mas separadas (frecuencia de onda baja), y nos damos cuenta que se acerca porque la frecuencia de las ondas que emite la sirena va subiendo, llegan más juntas. Así, podemos cazar incluso insectos en movimiento y conocer exactamente su ubicación.

Mientras seguía la charla, yo había localizado ciento dos mosquitos y cinco polillas, y entonces escuché a la tía: «¿Cómo es que usa el sonido para cazar? Los ecos van y vuelven y yo sigo aquí, con mi escoba, y no escucho nada». Al parecer era una tía difícil de convencer, pero Ciro había investigado y lo sabía todo: «El oído humano puede registrar frecuencias de ondas mayores a veinte ondas por segundo (20 hz), y menores a veinte mil ondas por segundo (20 khz). Las ondas mayores a veinte mil ondas por segundo se llaman ultrasonido y son las que utiliza el murciélago para su sistema de ecolocalización, por eso los humanos no las podemos escuchar».

Ahora ya estaba a salvo. Ciro y la tía miraron un rato las estrellas y se fueron a dormir. Esa noche, el miedo se transformó en curiosidad y luego la curiosidad en admiración.

Por lo demás, todo transcurrió con tranquilidad: comí miles de mosquitos, algunas polillas y cuando los pájaros empezaron a canturrear me fui a descansar, feliz por tener una nueva admiradora.

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