Gordofobia y violencia estética en la salud

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La gordofobia es un tipo de discriminación que entra dentro del paraguas de la violencia estética y se define como el odio, rechazo y violencia hacia personas gordas, por el simple hecho de serlo. Se encuentra por todas partes, se trata de una discriminación estructural y sistemática. Está normalizada y no se cuestiona. Y el ámbito sanitario, como os imagináis, no es una excepción, donde el Índice de Masa Corporal (IMC) se revela como un claro indicador de que la gordofobia sigue arraigada en la comunidad médica y en la sociedad.

TEXTO POR ANNA MOLINET
ILUSTRADO POR PEDRO DUNCAN
ARTÍCULOS
GORDOFOBIA | SALUD | VIOLENCIA ESTÉTICA
14 de Febrero de 2022

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Al hablar de salud y, en especial, de cuerpos saludables, existe un índice, una fórmula mágica, que determina tu estado, una ecuación simple, rápida, que permite clasificarte en cuatro posibles escenarios: infrapeso, normopeso (o peso «normal»), sobrepeso y obesidad. Este es el archiconocido Índice de Masa Corporal (IMC), cuya fórmula conocemos todos, y cuyo valor se obtiene dividiendo el peso entre la altura al cuadrado:

IMC = peso (kilogramos) / altura (metros)

El resultado de esta operación debe encontrarse entre 18,50 y 24,99 para considerar que nos encontramos en un estado saludable o «normal», y donde se espera que todas las personas nos encontremos. ¿Y si no te encuentras en este rango? No te preocupes, ya recibirás mensajes por todos lados para que te pongas las pilas y entrar en lo que se ha determinado como normal, aceptable, saludable, sano...

Pero… ¿hasta qué punto el índice de masa corporal es un buen indicador de nuestra salud? Vamos a rebobinar un poco.

El índice de masa corporal se origina a principios del siglo XIX. En la década de 1830, el astrónomo, estadista y sociólogo belga Adolphe Quetelet (¡ojo, ni médico, ni biólogo!) quiso probar si las leyes matemáticas de la probabilidad se podían aplicar a los seres humanos. Se trata de una ley que permitía predecir la probabilidad de un fenómeno a partir de observaciones repetidas y su ámbito de aplicación era la astronomía. Quetelet recogió datos de varios reclutas del ejército francés y escocés —es decir, hombres, adultos, blancos, europeos— entre los cuales se incluían el peso y la altura. A partir de los pesos creó una gráfica de distribución donde se los diferentes pesos se situarían en el eje X y el número de reclutas con este peso estaría en el eje Y, tal y como veríamos en el gráfico siguiente.

Créditos: CC-BY-SA 3.0

A partir de aquí lo comparó con las alturas y se fijó en que el peso de los reclutas que se encontraban en el centro (es decir, donde estaban la mayoría) era proporcional a su altura al cuadrado. Fue entonces cuando razonó que este debía ser el peso ideal y creó la famosa fórmula (en su momento, llamado índice de Quetelet).

Así, el índice de masa corporal fue ideado por un estadista sin formación médica ni la intención de crear una fórmula para clasificar el estado de salud de las personas. De hecho, la fórmula quedó olvidada hasta que, muchos años después, en el siglo XX, las aseguradoras se apropiaron de este concepto, ya que querían una herramienta fácil y rápida para catalogar a los pacientes y asignarles una cuota u otra. A partir de aquí, la medicina fue incorporando esta fórmula, que acabó convirtiéndose en un método universal para determinar si un cuerpo estaba sano o no.

Resumiendo, el IMC se trata de una herramienta que no tiene una base científica, desarrollada por una persona que no tenía ni idea de medicina, y que se determinó a partir de una muestra claramente sesgada, pues no tenía en cuenta a las mujeres ni a personas no europeas ni a personas no blancas, etc.

Además, el IMC no distingue entre el porcentaje de peso que corresponde a la materia grasa y el que corresponde al músculo, ya que tiene en cuenta solo el peso total de la persona.

De hecho, como anécdota, se calcularon los IMC de los quarterbacks de la liga nacional de fútbol americano (NFL) y todos obtuvieron valores superiores a 25, e incluso alguno por encima de 30. Es bastante evidente que todos estos jugadores profesionales no tienen ni sobrepeso, ni mucho menos obesidad, ¿verdad?

Tampoco tiene en cuenta la distribución del peso en el propio cuerpo. Por ejemplo, no es lo mismo tener una tremenda barriga cervecera (que se asocia con un mayor riesgo de accidente cardiovascular) que tener esta grasa repartida de manera homogénea por todo el cuerpo.

El IMC se trata de una herramienta que no tiene una base científica, desarrollada por una persona que no tenía ni idea de medicina, y que se determinó a partir de una muestra claramente sesgada.

Todas estas observaciones que he descrito no es que las haya descubierto yo, sino que se conocen desde hace tiempo, y está más que demostrado que el IMC es un indicador que tiene muchas limitaciones y muchos fallos. Tampoco sirve la excusa de que se siga usando porque no hay una alternativa mejor. De hecho, hay varias que resultan mucho más útiles, como por ejemplo el perímetro abdominal o la relación entre altura y circunferencia abdominal. Se tratan de dos medidas que predicen mejor el riesgo de diabetes o enfermedades cardiovasculares, entre otras cosas.

Entonces, ¿por qué se sigue usando? Amigas y amigos, os presento a la violencia estética y a la gordofobia.

La violencia estética, tal y como la define la socióloga Esther Pineda, es la presión social para mantenerse siempre jóvenes, canónicamente bellas y delgadas. Aunque se extiende a toda la población, afecta especialmente a las mujeres. La gordofobia es un tipo de discriminación que entra dentro del paraguas de la violencia estética y se define como el odio, rechazo y violencia hacia personas gordas, por el simple hecho de serlo. Existen una serie de prejuicios que se relacionan con las personas gordas, basándose en que su cuerpo y su aspecto son consecuencia de una falta de voluntad o autocuidado, motivo por el cual merece castigo o rechazo.

La gordofobia se encuentra por todas partes, se trata de una discriminación estructural y sistemática. Está normalizada y no se cuestiona.

La violencia estética tiene su origen en la imposición —por parte del patriarcado— de modelos y patrones de belleza, casi siempre inalcanzables, y que son promocionados por los medios de comunicación, la industria de la moda, el mercado cosmético, alimentación, etc. Posteriormente se interiorizan y se transmiten en todos los ámbitos de la sociedad. Uno de los elementos más obvios es el peso, es decir, el canon de belleza es la delgadez, que ya de por sí es un canon gordofóbico. Según Naomi Wolf, autora de El mito de la belleza, «la presión por la delgadez en las mujeres implica la realización de dietas, cuerpos débiles y mal nutridos, problemas emocionales y de salud mental, y una dedicación a tiempo completo a la estética, dejando cero espacio a la lucha por su libertad y sus derechos propios». Podemos decir que la violencia estética y la gordofobia son unas herramientas más del patriarcado para mantenernos dóciles y controladas.

Así pues, la gordofobia se encuentra por todas partes, se trata de una discriminación estructural y sistemática. Está normalizada y no se cuestiona. Y el ámbito sanitario, como os imagináis, no es una excepción.

El prejuicio sobre la falta de voluntad o autocuidado en las personas gordas, acompañado de la alarma mundial entorno a la obesidad —que, en parte, se encuentra sesgada e influenciada por intereses económicos, como la industria de la dieta— implica que en las consultas médicas las personas gordas se encuentren por defecto con la prescripción de dietas para perder peso, independientemente de la dolencia, e incluso sin indagar más allá con pruebas diagnósticas o escuchando realmente a la paciente, se encuentran siempre con la misma solución: pierde peso, todo irá mejor.

Nuestra sociedad se basa en el peso para determinar si una persona es válida o si es merecedora de los mismos derechos que el resto.

La plataforma STOP Gordofobia, por ejemplo, ha explicado que ha recibido numerosas denuncias de personas gordas a las que se les prescribió bajar de peso y comer mejor, y que tiempo después se vio que tenían cálculos renales, necrosis en los huesos, asma, cáncer o embarazos.

Esta práctica médica de solucionarlo todo recetando bajar de peso también ha implicado que se estudien muy poco las causas multifactoriales de la obesidad, especialmente las que afectan a las mujeres. Un ejemplo muy claro es el lipedema, una enfermedad inflamatoria crónica y progresiva que afecta casi exclusivamente a mujeres y que se produce por el desarrollo de edemas de grasa, especialmente en brazos y piernas. Se cree que afecta aproximadamente al 5% de las mujeres, pero son datos que pueden estar sesgados, teniendo en cuenta su infradiagnóstico. La lipedema empieza en la adolescencia y va progresando con la edad, y aunque se podría frenar con la toma de antiinflamatorios o el uso de vendas compresivas, la mayoría de mujeres son diagnosticadas al cabo de muchos años, cuando la enfermedad está muy avanzada y el dolor crónico que produce es de gran intensidad. Las mujeres que sufren de lipedema, hasta que no son diagnosticadas, se encuentran constantemente con prescripciones de dietas, ejercicio y se frustran al ver que todas estas acciones no tienen ningún resultado.

Las personas gordas acaban por atrasar o directamente cancelar dichas visitas, viendo que no serán correctamente atendidas. Todo esto supone una vulneración del derecho básico a la atención sanitaria de calidad y solo hace que retrasar aún más diagnósticos y tratamientos, y empeorar la salud de las personas gordas.

El hecho de que el IMC siga siendo una medida universal usada para catalogar a las personas en base a su peso es un claro indicador de que la gordofobia sigue arraigada en la comunidad médica. De hecho, es incluso un criterio de exclusión para algunos servicios médicos públicos, como sería la inseminación artificial. En un artículo en Pikara Magazine, María Unanue denunciaba que, para poder acceder al servicio público de reproducción asistida, debía tener un IMC menor de 30, criterio de exclusión que no existía si se realizaba en un centro privado. Así mismo, relataba cómo la ginecóloga le recomendó bajar veinte kilos de peso, y que no se preocupara porque tenía seis «mesazos» para hacerlo (insinuando que no tendría que suponer demasiado esfuerzo conseguirlo). Unanue se indignaba al ver la frialdad con la cual le pedía que bajara de peso, tras teclear un par de botones en la calculadora, y no se preocupaba de su salud mental, de si tenía un trastorno de conducta alimentaria ni de su historia clínica.

Así pues, la cuestión no se encuentra tanto en si el IMC es una medida correcta o no para determinar la salud de una persona (aunque está claro que no), sino en que nuestra sociedad se basa en el peso para determinar si una persona es válida o si es merecedora de los mismos derechos que el resto. Hemos visto que la violencia estética, la cultura de la delgadez y la gordofobia se originan en el patriarcado y se alimentan a través de intereses económicos de la multimillonaria industria de la dieta. Dicha industria no incluye solo a las dietas, sino también, los zumos detox, los medicamentos que suprimen el apetito —muchos recetados—, las aplicaciones de fitness, la cirugía bariátrica, los gimnasios o los fabricantes de ropa de fitness. Incluso los estudios publicados —que, en principio, deberían ser una fuente fiable y objetiva— pueden encontrarse financiados o patrocinados por marcas y estar claramente sesgados.

A modo de conclusión, para poder romper con la violencia estética debemos ser conscientes de que esta ha contaminado todos los ámbitos y, como científicos, tenemos el deber de educarnos y reconstruir la disciplina científica y médica en un espacio libre de gordofobia, donde todos los cuerpos sean válidos y puedan todos realmente tener los mismos derechos.

 

 

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