El reglado señor Metro

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El señor Metro mide un metro. Ni un centímetro más ni un centímetro menos. Y más le vale, porque el señor Metro tiene un trabajo muy importante que se toma muy en serio: él es quien pone orden en las distancias. Así que, nada de andar curvándose y midiendo menos. Nada de intentar estirarse para medir un centimetrillo de más. No, señor. «Un metro es un metro. Y a mucha honra».

TEXTO POR XAVIERA TORRES
ILUSTRADO POR NEREA ORTIZ
ARTÍCULOS | KIDS
SISTEMA MÉTRICO | UNIDADES DE MEDIDA
7 de Noviembre de 2022

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Como no podía ser de otro modo, el señor Metro lleva una vida muy ordenada. Vive en una casa cúbica junto a la señora Metro y sus dos hijos. El pequeño Centímetro todavía está en la escuela y es el primero de la clase. El mayor, Decímetro, está entrando en la adolescencia y a veces da a los Metro algún quebradero de cabeza. Pero no importa. «Son cosas de la edad», se dice el señor Metro. «Todo se le pasará cuando se haga mayor y mida por fin un metro. O más, ¡quién sabe!». Y es que en la familia del señor Metro no faltan ejemplos de vida larga y venerable. Ahí está, sin ir más lejos, don Kilómetro, tío abuelo del señor Metro.

El señor Metro se va hoy de viaje y se despide de su familia en la puerta de casa. Da un beso a la señora Metro. Se inclina para acariciar el pelo repeinadísimo de Centímetro y, al llegar a Decímetro, intentan un «choca esos cinco» que sale fatal. El señor Metro sonríe sin desanimarse.

Camina hacia el coche con su maletín. Es un maletín especial, muy largo y estrecho. Tiene que meterlo en el coche con cuidado. Cuando termina, descubre a su lado al señor Litro. El señor Litro es su vecino y también se dirige al trabajo.

—Buenos días, señor Litro. Lo veo muy sereno. ¿Qué tal le va a Decilitro en el instituto?
—Bien, bien. Al principio estaba un poco desbordado, pero se va acostumbrando.
—¡Cuánto me alegro! Todo es cuestión de medir bien las fuerzas, amigo Litro. De medir bien las fuerzas.

El señor Litro sonríe. El señor Metro sonríe. Cada uno se sube a su coche y los dos parten. El viaje del señor Metro es de negocios. Lo envían a América, a Estados Unidos, en misión especial.

Sentado en el avión, intenta relajarse sin conseguirlo. Tiene el cinturón bien puesto, los pies en el suelo. Los brazos sobre los muslos sujetando el maletín que lleva de pie entre las piernas. No ha querido dejarlo en el compartimento del equipaje ni tampoco bajo el asiento de delante. Lo sujeta con mimo y de vez en cuando le da golpecitos como si fuera un perro. De pronto, mira a un lado y a otro, tentado de abrirlo. Coloca las manos sobre los cierres. Respira hondo. Solo tiene que pulsarlos y…

—¿Desea tomar algo? ¿Té? ¿Café?

El señor Metro pega un salto en su asiento. Coloradísimo, contesta que no al azafato y decide hacerse el dormido. Se hace tan bien el dormido que acaba por dormirse de verdad. Lo despierta la voz del capitán afirmando que sobrevuelan el océano Atlántico a treinta y tres mil pies de altura. «¿Treinta y tres mil pies? Pero… ¿los pies de quién?».

El señor Metro mira por la ventana. No es fácil mirar para abajo. Se acerca muchísimo, pegando la frente al cristal. Intenta ver la parte de debajo del avión. Esto, claro, incomoda muchísimo a la señora que ocupa por legítimo derecho el asiento de la ventanilla. La señora carraspea y tose con intención, pero el señor Metro ni se entera: está demasiado concentrado buscando. Es inútil. Por más que se esfuerza, no logra ver ni un solo pie.

Vuelve a su asiento y le dedica una sonrisa de disculpa a la señora ofendida. Descubre entonces la pequeña pantalla que cuelga frente a él. Ahí hay un número de pies que desciende poco a poco. Una sensación en su estómago le dice que el avión va bajando ¡y los pies están desapareciendo!

—«Justo cuando vamos a aterrizar» —se dice—. Si el avión se queda sin pies, ¡espero que al menos le queden ruedas!

Esto último lo ha dicho, sin querer, en voz muy alta. La señora de la ventanilla lo mira con cejas interrogativas. El señor Metro vuelve a ponerse colorado.

Con dos botes, el avión toca tierra. Desembarcan. El señor Metro sale del aeropuerto abrazado a su maletín. Mira a su alrededor. La gente parece simpática, pero hay algo raro en todos ellos. El señor Metro no sabría decir bien qué. Un taxi fenomenalmente amarillo le pita desde la calle. Es el suyo. Se sube entre una sinfonía de pitidos y le enseña al taxista la tarjetita con la dirección a la que tiene que ir.

—Ok —dice el conductor. Se ajusta la gorra y pisa el acelerador.

El motor ruje mientras las ruedas devoran la calle. Saltan con un bache. Dan una curva y el maletín de Metro por poco sale disparado por la ventanilla. Por si fuera poco, frenan en seco. Están ante un paso de cebra por el que cruza media ciudad hacia un lado y la otra media en dirección opuesta.

El señor Metro ve pasar a toda aquella gente y se da cuenta al instante de qué es lo que le resulta tan raro desde que llegó: los hombres son bajitos, ¡muy bajitos! Y las mujeres, no. Ellas miden un poquitín menos que él mismo, ¡mientras los hombres no le llegan ni a la cintura! Y las niñas… bueno, no se sabe qué comerán aquí los niños, pero son el doble de altos que su Centímetro, si no más.

Siguiendo las órdenes del semáforo, el taxi vuelve a ponerse en marcha. El camino no es muy largo, pero al señor Metro le da tiempo de sobra para marearse. Con un último frenazo el coche se detiene junto a un rascacielos. El señor Metro paga con un billete y el taxista le devuelve una sonrisa y una cascada de calderilla. El señor Metro intenta recoger todas aquellas monedas con una mano mientras con la otra se esfuerza para abrir la portezuela sin soltar el maletín.

—¡Dese prisa, amigo! ¡Nos van a masacrar!

El coro furioso de cláxones no se hace esperar. El señor Metro se baja de un salto angustiado y alcanza la acera. El taxi parte y se pierde en el río desenfrenado de vehículos.

El señor Metro está despeinado. Respira hondo intentando recuperar la compostura. Antes de entrar en el edificio, mira hacia arriba. No consigue ver el final de aquella construcción que se pierde entre las nubes. La palabra rascacielos le parece más apropiada que nunca.

—Impresionante, ¿verdad? —le dice el elegantísimo portero que aparece a su lado como por arte de magia—. ¡Mide exactamente 1320 pies!
—1320… ¿pies?
—Sí. O 440 yardas. O 2 furlongs enteros de los de antes, caballero mío. ¡Un cuarto de milla, si lo prefiere!

Metro lo mira con la boca abierta. ¿Qué es todo aquello? ¿Ha perdido la cabeza aquel hombre bajito con chistera? ¿1320?, ¿440?, ¿2?, ¿1/4?…

—Pero ¿cuántos metros?
—¿Metros? Ja, ja, ja, ja. ¡Metros, dice! ¡Esa sí que es buena! Anda que, ¡como le oiga el jefe! Pase, hombre, pase. Y déjese usted de metros. ¡Ja, ja, ja, ja!

Y como el portero le mantiene abierta la puerta mientras sigue riendo, el señor Metro entra. En aquel magnífico vestíbulo de mármol y bronce reluciente, Metro vuelve a mirar la tarjeta. Ascensor 72, planta 40. Metro sigue las instrucciones a pies juntillas y cuando el ascensor abre su boca en la planta 40, Metro da unos pasos tímidos y mira al frente haciéndose una visera con la mano. Ante él se despliega un pasillo infinito iluminado por lámparas invisibles. Metro camina y camina lo que le parece casi un kilómetro hasta estar ante una puerta que dice: «míster Pie». Llama.

—Entre, hombre, entre.

Metro abre y va a entrar, pero se atiza un coscorrón con el marco de la puerta. Es bajísimo. Aunque tiene ganas de decir algo más feo, solo dice «recórcholis» frotándose el chichón con la mano que le deja libre el maletín.

Al contrario que la puerta, el despacho es enorme. La pared del fondo es de cristal. Un ventanal por el que la ciudad, con sus dientazos de hormigón y acero, sonríe a todo color. Contra el paisaje se recorta un escritorio. Tras el escritorio hay un sofá de cuero color té, y en él, reclinado, con la nuca en las manos y los pies cruzados sobre la mesa, hay un individuo con sombrero de cowboy y botas a juego. El efecto sobre Metro es inmediato: Suda mientras traga saliva. Está impresionadísimo. El individuo lo sabe, sonríe y lo invita a sentarse.

Metro se sienta y se siente de nuevo como cuando solo era un centímetro. Sin embargo, cuando el individuo se pone en pie y rodea el escritorio para estrecharle la mano, Metro se percata de que es diminuto. Como el resto de los hombres de aquella ciudad le llega, como mucho, a medio muslo. El señor Metro intenta disimular el efecto que esto le produce. No sabe a dónde mirar. Entonces se concentra en la foto familiar que hay sobre el escritorio de míster Pie. míster Pie, claro, se da cuenta.

—¿Tiene usted familia, señor Metro?
—Sí. Dos preciosos hijos y una fantástica esposa.
—Yarda y yo solo tenemos a Pulgada, pero estamos muy contentos con ella. Es la mejor de su clase en baloncesto, ¿sabía?
—¡No me extraña! —dice el señor Metro, admirado por el tamaño de Pulgada. Pero en cuanto lo dice, se arrepiente. No sabe si su comentario es o no de buen gusto.
—Entonces, amigo Metro —dice Pie volviendo a sentarse tras su escritorio—. Viene usted a mostrarnos algo, ¿no es cierto?
—En efecto. Trabajo, como saben, para la Oficina Internacional de Pesos y Medidas. Una institución de gran tradición en Europa que tiene por intención…
—Que tiene por intención creerse superior al Sistema Anglosajón de Unidades.
—Ni mucho menos. Si usted me permite…
—Mire, señor Metro. Le seré franco. ¿Puedo serle franco?
—Claro, claro. Por su puesto, míster Pie.
—Sé lo que trae usted en ese maletín. Sé muy bien lo que va a decirme. Usted no es el primero en venir aquí a intentar decirnos cómo tenemos que medir las cosas. Usted va a decirme que un metro es una medida razonable, hija de aquella revolución que tuvieron ustedes, ¿cómo era?
—La Revolución francesa —dice Metro, sonrojándose sin saber por qué.
—Eso, su revolución francesa. Que un kilómetro tiene mil metros. Que un metro tiene diez centímetros… esas cosas.
—Decímetros —se atreve a corregirle Metro—. Un metro tiene exactamente diez decímetros. Un decímetro, diez centímetros y por ello un metro exactamente cien centímetros. Eso es precisam…

Pero míster Pie hace un gesto de cansancio con la mano y pregunta:

—¿Pues sabe usted cuántas pulgadas tiene un pie?
—¿Diez?
—Doce. Doce, querido amigo. ¿Y sabe cuántos pies mide una yarda?
—¿Doce?
—Ja, ja, ja. ¡Qué disparate! No: tres. Una yarda mide tres pies. 1760 yardas hacen una milla y tres millas, una legua. Nada que ver con sus 10, 100, 1000, y nos las apañamos estupendamente.

Otra vez todos aquellos números locos. Metro no consigue contenerse.

—Pero, ¡cómo se las arreglan con ese desorden! ¡Esas unidades no tienen ningún sentido! ¡Es una locura!
—No —dice míster Pie muy serio—. Es tradición, pero sobre todo, querido amigo, es sentido práctico. Porque su metro, señor Metro, será muy fácil de dividir en unidades. Pero ¿de dónde sale?
—Bueno, es una diez millonésima parte de la distancia desde el ecuador hasta el polo norte a lo largo de un gran círculo que pasa por París —recita Metro.
—Por París, claro.
—Sí. Es que…
—La diez millonésima parte de un cuarto del perímetro de la Tierra…
—Exactamente.
—Y eso no es nada confuso… Con eso sabe usted así, con solo pensarlo, cuánto mide un metro —dice Pie con sonrisa sarcástica.
—Bueno…
—Le diré lo que es fácil de imaginar, amigo: una pulgada. Una pulgada es lo que mide la última falange de su dedo pulgar. O mejor: un pie. Un pie es sencillamente lo que mide un pie. ¿Tiene usted un pie, señor Metro?

El señor Metro no sabe bien qué contestar. Después de pensarlo un poco, dice: 

—¡Pero no todos los pies son iguales! ¡Ni todos los pulgares!
—¡Claro que no! No estamos locos. Hemos fijado la medida: el pie estándar, la pulgada estándar. Pero reconocerá usted que es más sencillo hacerse una idea de cuánto mide, qué se yo, una mesa, si te lo dicen en pies que con su diez millonésima parte del cuarto de dios sabe qué distancia, claro, pasando por París. ¡Que Dios nos libre de no pasar por París!
—Pero todo el mundo… Precisamente aquí —dice el señor Metro, señalando su maletín, que no llega a abrir—. Pero la ciencia…
—La ciencia, la ciencia… ¡Déjese de ciencia, amigo mío! Tradición. Historia. Que, si sus unidades vienen de la Revolución francesa, las nuestras vienen de los romanos. ¡O de mucho antes, si me apura! No me irá a decir que son ustedes más listos que los romanos, porque eso, amigo mío, no me lo creo. Que no. Siento que haya usted hecho todas estas millas para llegar hasta aquí en balde. Permítame que le acompañe a la puerta.
—No, si yo…

El señor Metro no sabe cómo, pero se encuentra de pronto del otro lado de la puerta, con el pasillo larguísimo desplegado ante él.

—Pues vaya —piensa en voz alta—. Tenía que haberle dicho que la pulgada, pase, que el pie, también. Pero que me explique él lo intuitiva que es la milla o el furlong ese…

Pero sabe que es inútil. Por eso, toma su maletín y camina la distancia hasta el ascensor, que en ese momento le parecen leguas. Baja. Sale a la calle. Descubre que se ha hecho de noche y le rugen las tripas. Entra en una cafetería que se anuncia con letras de neón. Sin saber bien qué pedir, acaba comiendo una hamburguesa de una libra y bebiéndose medio galón de batido. Empachado y aturdido, el señor Metro solo quiere volver a casa.

El vuelo de vuelta se le hace cortísimo. Duerme todo el camino. Sueña que el avión no va por el aire, sino que corretea con treinta y tres mil pies. Como los pies van calzados con las botas de las siete leguas, llegan en un periquete.

En París suspira aliviado. Ahí está la Torre Eiffel, con sus hermosísimos 330 metros de altura.

Antes de volver a casa, pasa por la Oficina Internacional de Pesos y Medidas. Allí entrega su maletín, pero antes de devolverlo, pregunta tímidamente:

—¿Puedo verlo?
—Por su puesto.

El encargado se pone unos guantes blancos y abre los cierres del maletín. Levanta ceremoniosamente la tapa y ahí está, brillando ante sus ojos. Es una escultura de su tataratatarabuelo, hecha de platino e iridio. Un Metro. El Metro con mayúsculas. Es hermosísimo.

—No entiendo cómo pueden no quererte —le dice Metro muy bajito—. Pero qué le vamos a hacer. Cada cual tiene sus gustos.

Se marcha cabizbajo. Ensimismado. Conduce sin apenas reparar en nada, pero se anima cuando su coche dobla la esquina y llega al fin a su casita cúbica.

Es tarde y las ya luces están apagadas. Saca la llave del contacto y sale de coche. Al bajarse, escucha una voz familiar a sus espaldas. Es su otro vecino, el señor Kilo. Buena persona, organizado y decente, pero un poquitín pesado, la verdad.

—Buenas noches, señor Kilo. ¿Aún levantado?
—Qué quiere que le diga, señor Metro. Ya sabe que me gusta el fresco para pensar en mis cosas. Tengo muchas preocupaciones, a mi pesar.
—Ánimo, señor Kilo. No sufra usted. La vida es corta y hay que tomarla un poco más a la ligera. No debemos darle a las cosas más peso del que tienen.
—Tiene usted razón, señor Metro. Como siempre.
—Que duerma usted bien, señor Kilo —dice Metro—. Y sonriendo, entra en casa.

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