¿Alguien la conoce? ¿Por qué deberíamos hacerlo? O, mejor dicho, ¿por qué no la conocemos? La carrera científica de Esther Lederberg fue una batalla continua por demostrar su validez como investigadora. A pesar de su impecable carrera, sigue sin ser reconocida por sus hallazgos científicos. ¿Por qué? *ATENCIÓN SPOILER: el sexismo y los sesgos de género en la ciencia.
En el siglo XX, al igual que en otras áreas, los nombres relacionados con los avances destacados en las ciencias naturales son predominantemente masculinos. Esto ha llevado a que la comunidad científica, mayoritariamente conformada por hombres, haya perpetuado la idea de que los logros en este campo provienen exclusivamente del trabajo masculino, debido a la atención prestada a los nombres ilustres de figuras masculinas en la historia de la ciencia.
Gracias a los estudios de género en la ciencia, se han podido recuperar valiosos nombres de mujeres en la ciencia, cuyo currículo demostraba, que hemos estado equivocados gratificando a los que no era, por el trabajo de muchas otras. Así pues, es hora de darle el reconocimiento que se merece a más de 50 años de dedicación, a una de las pioneras en biología molecular: Esther Lederberg.
El humilde inicio de su vida estaría muy relacionado con el desarrollo de su carrera como científica. Esther Miriam Zimmer, nació en el Bronx en 1922 durante la Gran Depresión en una familia judía con pocos recursos. Pese a la oposición de sus profesores durante la etapa estudiantil, Esther consiguió una beca con la que acabó graduándose en bioquímica y genética. Lo que ella no se esperaba es que allí empezaría su ardua lucha por el reconocimiento científico.
En 1946 se casó con Joshua Lederberg, el aún no reconocido biólogo molecular, coincidiendo con la llegada de la genética bacteriana en su vida. Su tesis doctoral se centró en el estudio de la famosa Escherichia coli, aunque en esa época no se sabía mucho sobre ella. Con su investigación consiguió aislar el bacteriófago lambda (λ), también llamado fago λ, un virus de ADN que infecta a E. coli. El fago λ puede invadir a una bacteria e integrar su ADN en el cromosoma de la célula infectada, un comportamiento hasta el momento desconocido por las bacterias. Después de la infección, el fago, incorpora su material genético al cromosoma bacteriano y logra pasar de una generación a otra sin causar inicialmente daño alguno.
El fago aparentemente inofensivo, en situaciones límite, se activa y causa en la bacteria una gran cantidad de partículas víricas que acaban con la vida de la bacteria. Después de la muerte de la bacteria, el virus se reproduce quedan liberados numerosos virus listos para infectar a nuevas células.
Gracias al descubrimiento de Esther, el fago empezó a ser el protagonista del momento y la base en los estudios de genética molecular. Lo que marcó un precedente para las investigaciones d los comportamientos de otros virus en las bacterias o células. Como bien apunta el profesor emérito de la Universidad de Stanford, Dale Kaiser: «El descubrimiento del fago λ por Esther Lederberg ha tenido una profunda influencia en genética molecular y en virología […]. Ha permitido una enorme cantidad de trabajo a un elevado número de personas, convirtiéndose en modelo para los virus animales que tienen ciclos semejantes, incluyendo virus tumorales y del herpes, o el VIH que provoca el SIDA».
Además, Esther optimizó varias técnicas genéticas de laboratorio que representaron un gran avance para el estudio de las bacterias. En 1952 se publicó un artículo donde se describía el procedimiento de la «técnica de replicación de placas bacterianas», desarrollada por Esther, pero firmada por «Joshua y Esther Lederberg». Como el primer autor del artículo era su marido, fue a él a quien se atribuyeron los principales méritos de la investigación. Una casuística de convencional transferencia. ¿Coincidencia o casualidad?
No puedo evitar verle relación a la narración en la novela homónima de Bonnie Garmus Lecciones de Química, recientemente adaptada a una serie de televisión. En esta se nos presenta a la protagonista Elizabeth Zott como una brillante química que es menospreciada por sus compañeros por su sexo, y relegada de su trabajo por el simple hecho de querer ser la protagonista de su propia historia. La lucha empieza cuando, sin ayuda de un hombre que les respete como persona y científica, sus investigaciones acaban en un cajón de sastre. Aunque no necesitamos recurrir a la ficción para ver un desenlace como este en la historia.
Volviendo a la vida de Esther, los documentos de la época la describen como una persona generosa y modesta, cuya simpatía fue la que la acabo eclipsando por otros compañeros, hasta el punto de dejar de ser reconocida por sus propias investigaciones y a perder el reconocimiento de premios, como el Nobel en Fisiología y Medicina en 1958. El Nobel fue otorgado a su marido y dos compañeros más de investigación, todo gracias a las bases que Esther desarrollo durante toda su carrera como científica. En la entrega de los premios, él mismo la reconoció como «la ayudante de laboratorio».
El contexto social en el que se encontraba Esther no ayudaba a que la situación se presenciase de otra forma. Es comprensible que Esther no se pronunciase ante tal menospreció, ya que debemos recordar que dedicarte exclusivamente a la ciencia en los años 50 era casi inimaginable para una mujer, así como la falta de referentes mujeres en este ámbito.
Si lo comparamos con la situación hoy en día, vemos que la cosa no es muy diferente. Actualmente, solo el 28 % de investigadores alrededor del mundo son mujeres. No cuesta imaginar que el porcentaje era mucho menor hace cincuenta años.
En 2012, la Universidad de Yale publicó un estudio llamado El efecto John-Jennifer. En este se muestran los factores que producen el sesgo y las desigualdades de género en la ciencia. El estudio reunió a 127 catedráticos (hombres y mujeres) a los cuales se les pidió que valorasen los currículos de dos candidatos: «John» y «Jennifer», para ofrecerles un lugar de trabajo como responsables en un laboratorio científico. Estos presentaban las mismas calificaciones, lo único que les diferenciaba era el nombre y el sexo. Recurriendo al humor, fue toda una sorpresa: los resultados otorgaron a John un punto más en la calificación y ofrecían un 10% más de sueldo que a Jennifer.
Los catedráticos fueron sorprendidos por su propia valoración en la percepción de la competencia femenina en cargos de investigación científica. Así pues, si aún teníamos dudas, los sesgos de género en la ciencia SÍ existen y van más allá de las aptitudes académicas, en los que se pronuncian los estereotipos culturales que nos han acompañado a lo largo de la historia.
Por desgracia se trata de un círculo vicioso maldito; es muy difícil salir de esa obcecación sexista cuando las mujeres científicas resultan invisibles, y no porque no existan, sino porque las relegan y ningunean, o incluso, como hemos visto, porque se apropian de sus descubrimientos y les roben su reconocimiento. Solo un 3% de los premios Nobel de Ciencias han recaído en mujeres. En España, se puede observar una inercia masculina, que se parece en todo a un club de privilegiados, hace que haya poquísima presencia femenina en las mesas redondas, en los encuentros científicos, en las publicaciones, etc. Esto, estrechamente ligado a la falta de modelos y redes de apoyo en el campo de la ciencia, pronuncia aún más el bajo índice de dedicación en las STEM de las mujeres.
La historia de Esther nos demuestra como el sistema es favorable cuando se trata de reconocimiento, ellas han tenido que luchar y hacer valer su trabajo muchísimo más para que se les valore como profesionales y personas. La herencia del pasado no deja de mostrarnos como las injusticias se han apoderado de nuestras vidas. Esto puede llevarnos a preguntar: ¿Cuánto camino que aún queda por recorrer para ser reconocidas por nuestro propio trabajo?
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