Las tragedias se caracterizan por lo ineludible del destino que aguarda a sus protagonistas, quienes por más que se esfuerzan no pueden evitar caer al abismo. En esa imposibilidad reside el drama, la fatalidad que nos embauca y nos retuerce las entrañas en algún punto bajo el esternón. Por fortuna, la vida suele responder al género de la tragicomedia, situándose en la frontera donde dolor y gloria (como la película de Almodóvar) se difuminan y entrelazan.
El sufrimiento es inherente a la experiencia vital, la cara de la moneda que preferimos no desvelar. Pero está ahí, de modo que nuestra historia, como individuos y como sociedad, siempre ha versado sobre el intento de trucar el azar y reducir las posibilidades del trágico desenlace. Queremos ser felices porque solo de esa manera podríamos justificar de algún modo el sinsentido de estar vivos. En última instancia, puede que sea este el combustible que alimenta la maquinaria de la humanidad, su afán de progreso y ambición. Avanzamos sobre el cordel de la vida cual funambulista, tratando de mantener el equilibrio, sin embargo, el viento puede sorprendernos y hacernos caer, a veces sobre el lado de la alegría, otras avocándonos a la tragedia. Digo sorprender porque la mayor parte de los sucesos que nos acontecen se escapan a nuestro control, viéndonos azotados por la fuerza invisible e impredecible del destino. Uno de estos eventos es la enfermedad.
Con el transcurso de los siglos, tanto el conocimiento como la incertidumbre en torno a la enfermedad han ido en aumento, lo que nos ha permitido tomar conciencia de la enorme complejidad de las afecciones que siguen asolando hoy a los seres humanos. La realidad de la enfermedad es una que trasciende la patología física y los límites del cuerpo, sus tentáculos alcanzan también la dimensión social y emocional de la persona, las cuales, a su vez, podrían repercutir sobre los procesos biológicos que la iniciaron. A pesar de que el advenimiento de la Biología Molecular a mediados del siglo pasado propulsó los hitos que configuran nuestra actual concepción de la salud y la enfermedad, lo cierto es que aún andamos perdidos en la senda del qué y quiénes somos. Setenta años más tarde de lo que parecía una gran promesa, agachamos la cabeza ante la inmensidad del iceberg que se oculta bajo la superficie.
Los retos actuales de la biomedicina giran en torno a enfermedades con ondas expansivas de alto alcance, como el cáncer o las enfermedades neurodegenerativas. La incidencia y, por tanto, el impacto de estas patologías está creciendo, dada su asociación con el envejecimiento. En otras palabras, cada vez vivimos más y nuestra tarea es averiguar cómo vivir mejor. Por eso, a diario numerosas personas en todo el mundo invierten tiempo y esfuerzo en tratar de descifrar el misterio, mientras que otras muchas intentan paliar sus devastadores efectos. Si tomamos el ejemplo del alzhéimer, la enfermedad neurodegenerativa más frecuente y la principal forma de demencia, no nos costará atisbar la sombra de la tragedia. En el momento del diagnóstico el paciente, como el héroe clásico, recibe el dictamen de la cruel profecía: que poco a poco irá olvidando y perdiéndose en el laberinto de si mismo. No existe todavía una cura para este tipo de enfermedades y, por mucho que se ha indagado en la etiología de las mismas, todavía no se sabe cuál es su causa. Se piensa que son muchos (y muy diversos) los agentes que influyen en su desarrollo. Entre los sospechosos se encuentran la genética, el ambiente e incluso factores socioculturales. Por todo ello, el alzhéimer desconcierta a clínicos e investigadores, pero también a cuidadores, familiares y pacientes.
La enfermedad, citando el conocido ensayo de Susan Sontag, está plagada de metáforas, figuras retóricas que reflejan, no la realidad de las cosas o el conocimiento que tenemos de ellas, sino su representación, es decir, cómo las percibimos. Esta subjetividad de la que pretende huir la ciencia en su vocación de rigurosidad es, sin embargo, inherente a la vida, influye en el modo en que experimentamos y afrontamos la enfermedad y, por tanto, resulta de demasiada importancia como para obviarla en cualquier reflexión al respecto. El alzhéimer es una afección que planea sobre el olvido de muchas historias, pero que también ha inspirado nuevos relatos. Obras de teatro, guiones de cine, novelas, ensayos… En definitiva, palabras que surgen del silencio de la enfermedad y ofrecen nuevas perspectivas y metáforas desde las que abordarla. Por otro lado, es imposible eludir lo que el alzhéimer nos descubre sobre nosotros mismos: nuestra dependencia de los recuerdos para seguir siendo quienes somos. Así, la enfermedad del olvido, como la llama Norbert Bilbeny, parece estar enormemente condicionada por la biografía del individuo.
A falta de una cura, en los últimos años se han ido identificando los factores que podrían aumentar o disminuir la susceptibilidad frente a las manifestaciones clínicas de la enfermedad. De esta forma, conceptos como reserva cognitiva y resiliencia se han ido incorporando al paradigma del alzhéimer, mostrando que personas con un mismo nivel de neuropatología pueden presentar un deterioro cognitivo diferente. La consecuencia que se deriva de esto es que la enfermedad podría estar influenciada por otros factores más allá de las alteraciones moleculares que se van acumulando en nuestro cerebro. Esto abre la posibilidad de actuar frente a una enfermedad incurable y retrasar sus devastadores efectos, ofreciendo un espacio a la esperanza. En otras palabras, parece que se puede prevenir el alzhéimer, la cuestión es identificar cómo y promover esas medidas en la población. Curiosamente, entre los candidatos que fomentan esta resiliencia se encuentran la actividad física y la educación.
Los estudios que relacionan un mayor nivel educativo con una mayor protección frente a la demencia proponen, de algún modo, un posible efecto sanador de las palabras. Aunque está aún por establecer cuán determinantes son estos factores en el desarrollo de la enfermedad, esclarecer los mecanismos que podrían explicar este efecto positivo y descubrir posibles vías de intervención a este respecto; tal vez, mientras aprendemos a responder al interrogante de si las palabras nos sanan, sí que podamos afirmar que estas nos salvan, tal y como sugiere el título de un ensayo de Iris Murdoch, quien también padeció esta trágica enfermedad: La salvación por las palabras. Los libros, el arte y la cultura en general son una vía de escape que nos ayuda a afrontar y comprender mejor la realidad que nos rodea y, si esto no fuera posible en los tiempos de incertidumbre en los que vivimos, al menos nos hacen compañía. Cuando leemos, descubrimos que es verosímil que haya otras personas en el mundo, ficticias o no, que nos entiendan; alguien capaz de traducir en palabras aquellos pensamientos y emociones que tanto nos atormentaban, haciéndolos reales, tangibles… posibles de afrontar. En definitiva, una respuesta que nos llega desde el otro lado del abismo: no, no estás solo.
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