Las recetas del dios Baco

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«El vino es un mar de organismos. Merced a algunos vive, merced a otros se descompone», dijo Louis Pasteur, el descubridor de la fermentación. Es este un proceso que se nos insinuó en la naturaleza y que durante milenios aprendimos a dominar. Entonces, el fermento nos dio la receta, la fórmula secreta del elixir de tonos dorados y burdeos que llegaríamos a venerar. 

TEXTO POR BLANCA SALGADO FUENTES
ILUSTRADO POR INÉS FERNÁNDEZ
ARTÍCULOS
BIOLOGÍA
12 de Junio de 2024

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Cuando uno escucha el inicio de la canción Todo se transforma de Jorge Drexler, queda satisfecho por la sencillez con la que expresa una de esas verdades que parece que guardamos como preciados tesoros, vaya a ser que al desvelarlas dejen de ser ciertas. Por un lado, parece que la letra habla de un principio de justicia universal según el cual cada uno recibe lo que merece; por otro, sugiere la poesía (poiesis) intrínseca a la vida al recordarnos el inevitable tejido que se establece entre todo lo viviente. Esas alianzas, o lo que la biología denominaría simbiosis, son relaciones de mutuo beneficio en las que los organismos se vuelven más fuertes a base de participar de una solidaridad y humildad ancestrales.

«Tu beso se hizo calor / Luego el calor movimiento / Luego gota de sudor / Que se hizo vapor, / luego viento / Que en un rincón de la Rioja / Movió el aspa de un molino / Mientras se pisaba el vino / Que bebió tu boca roja (…)  Y mientras el vino caía / Supe que de algún lejano rincón / De otra galaxia / El amor que me darías / Transformado volvería / Un día a darte las gracias (…)». Todo se transforma. Jorge Drexler.

Siendo ciudadanos de un mundo hiperconectado, estamos más que acostumbrados a tender puentes entre individuos. Las redes sociales humanas hace tiempo que dejaron de impresionarnos, incluso, puede que hayan llegado a saturarnos al hacernos adictos al bombardeo constante de datos y mensajes del exterior. Sin embargo, pese a nuestro afán por permanecer conectados, parece que hace tiempo que olvidamos una asociación esencial: aquella que nos une con la naturaleza y, por tanto, nuestros orígenes. Vivimos en tiempos también de grandes revoluciones en el ámbito de las biociencias, disciplinas que nos están (re)descubriendo ciertas cosas acerca de nosotros mismos. De este modo, hace años que se viene hablando de los prometedores sistemas de edición genética que hemos tomado prestados de bacterias (esta nueva herramienta recibe el nombre de sistema CRISPR/Cas), o de la magnitud de la influencia sobre nuestra salud de los microorganismos con los que convivimos a diario en nuestro organismo (la famosa microbiota). Aunque aún nos sorprenden estas nuevas alianzas con lo microscópico, lo cierto es que las personas llevan haciendo uso de los microorganismos desde hace milenios, y no exclusivamente con un fin biológico. Resulta que ese binomio biología-cultura que es el ser humano se ha servido de los microorganismos en todas sus facetas, no solo para sobrevivir sino también para vivir. Con ello me refiero, por ejemplo, a las repercusiones gastronómicas derivadas del control de procesos de fermentación en la elaboración de alimentos y bebidas, como el queso, el vino, el yogur o el pan. En todo el mundo se ha desarrollado una gran variedad de alimentos fermentados a lo largo de la historia, los cuales han acabado constituyendo un pilar fundamental de las tradiciones culinarias de cada región. La fermentación es un proceso catabólico, es decir, una transformación química que llevan a cabo algunos microorganismos, como las levaduras, para extraer energía de los nutrientes a su disposición. Esto produce cambios en los alimentos que son empleados por dichos microrganismos, lo que en algún momento debieron apreciar nuestros antepasados quienes, tras muchas horas de observación, finalmente aprendieron a imitar y controlar estos procesos en su beneficio. Así sucedería con los numerosos productos fermentados que hoy en día seguimos consumiendo, aunque quizás el ejemplo paradigmático, por el peso que ha llegado a tener en nuestra cultura, sea el caso del vino.

En el transcurso de los siglos, el vino ha sido objeto de inspiración y de disputas, alimento y bien de lujo, lo que lleva a pensar si sus efectos embriagadores no se deberán solamente al etanol que contiene, sino también a la leyenda que los seres humanos hemos ido construyendo en torno a este brebaje. De esta manera, el vino era uno de los protagonistas en los banquetes y simposios (literalmente, bebida en común) griegos, y ha dispuesto de sus propias deidades, como Baco o Dioniso. Además, el perfeccionamiento de la técnica ancestral de su elaboración, quién sabe si por soberbia, ambición, hedonismo o curiosidad, ha conducido al desarrollo del arte y la ciencia de la enología. Resulta irónico que algo tan humano provenga de las peripecias de unas levaduras cuyo sino, nos cuenta Pedro Ballesteros en su libro Comprender el vino, es «morir en su propia obra, una vez que esta ha sido completada, porque no pueden resistir el alcohol que han producido ellas mismas». Ciertamente, como dice el autor, la biografía del vino en sí misma está a la altura de la más aclamada tragedia griega.

La producción de vino es una ciencia en tanto que requiere del conocimiento profundo de su química, de cómo las moléculas interaccionan entre sí para generar nuevos sabores y aromas, así como un certero control de los tiempos y la temperatura a la que tienen lugar dichas reacciones. Se necesita de precisión y exhaustividad, mucha experimentación y gran capacidad de observación. En definitiva, cualidades no muy distintas de las que se precisan en cualquier laboratorio. Pero la enología también es un arte, pues se nutre de las emociones y del placer sensorial, no siendo una disciplina motivada por la necesidad sino, más bien, por el placer estético.

Son muchos los factores que intervienen en el proceso de producción de vino, de ahí que sean tantas las variedades existentes de esta bebida fermentada. Según Ballesteros, tan importantes son la geografía como la propia historia, es decir, los tratos comerciales, las rivalidades políticas, los conflictos… Así, en la barrica tenemos la competencia entre microorganismos y, en la vida, las alianzas y disputas entre poderosos. Sin duda, una auténtica lucha por la supervivencia. Podemos comprobar que el relato del vino, que se menciona literal y metafóricamente en la canción de Drexler, es un buen ejemplo del tupido tejido que es la vida, donde miles de hilos se entrelazan para componer la imagen que contemplamos maravillados en el tapiz.

Por tanto, seamos o no consumidores, nos guste o no su sabor, incluso si no somos capaces de apreciar sus matices, es imposible negar la influencia del vino en nuestro imaginario colectivo y, con ello, la forma en que miramos y comprendemos el mundo. Aunque he usado el vino de ejemplo, hay otros objetos de nuestra cultura que nos recuerdan la existencia de esos lazos ancestrales que tendemos a olvidar y que dicen más de nosotros mismos de lo que cabría esperar. Elementos aglutinadores, como la música o una buena comida, una excusa, aunque a veces no haga falta, para reunirnos y celebrar que estamos vivos.  Así, entiéndase estas palabras como una oda, no al vino como símbolo en exclusividad, sino a ese pacto que nos une con el resto de seres vivientes en una poética y silenciosa simbiosis, permitiendo que se cumpla esa sencilla norma: que nada se pierde y todo se transforma.

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