Este texto corresponde al segundo premio del X concurso científico-literario dirigido a estudiantes de 3º y 4º de ESO y de Bachillerato, organizado por la Escuela de Máster y Doctorado de la Universidad de La Rioja.
Escrito por Bruno Tejada Garzón, de 3º E.S.O., del IES Práxedes Mateo Sagasta, de Logroño, La Rioja.
—Y le he dicho que yo también puedo ser David el Gnomo aunque sea una chica, y él me ha dicho que no y que tenía que ser Lisa o, si no, Noelia, que es la niña y es rubia como yo, pero yo quiero ser David el Gnomo y nos hemos enfadado.
A principios de marzo ya había algún atisbo de la llegada de la primavera: entre la hierba, de un verde radiante, florecían plantas de tonos vivos; los árboles mostraban sus primeras hojas y, subidos a ellas, los pájaros embellecían el paisaje con sus melodías. Esa tarde, tras salir del cole, los rayos de sol bañaban el interior del coche de un tono anaranjado mientras yo le contaba a Óscar, mi padre, lo que me había pasado esa mañana con un chico de mi clase. Qué fácil parece la vida cuando eres una niña de cinco años.
—No me estás escuchando —protesté. —Sí te escucho, cariño. Coge un Sugus, anda —papá señaló los caramelos que había a mi izquierda y me miró sonriendo.
Pese a sus intentos de mostrarse despreocupado y atento a la conversación, la palidez de su semblante y las bolsas moradas bajo sus ojos le delataban: había algo más grave ocupando su cabeza en ese momento, algo que le mantenía distraído de su conversación. Mientras pasábamos las calles me di cuenta de que el camino que seguíamos no era el habitual.
—¿No vamos a casa?
Tuve que preguntarlo tres veces.
—Papá, ¿no vamos a casa? —Tengo que pasar un momento por el trabajo. —¿Para qué?
Mi padre no respondió. Me lancé un Sugus a la boca y tiré el papel al suelo.
—Alba, por favor.
Sonreí y lo recogí: solo quería provocarle, ver si estaba conmigo.
—¿Para qué tenemos que ir a tu trabajo? No quiero. —Va a ser un minuto nada más. Tengo que coger una cosa. —No quiero. No quiero. No quiero. No quiero. Él no entró en mi juego, así que acabé desistiendo. Al adentrarnos en el aparcamiento del edificio en el que trabajaba papá, noté que estaba sudando. Aunque el cielo estaba despejado, la temperatura no superaba los 15 grados, por lo que me extrañó que se tuviese que secar la cara. Tras aparcar, se dispuso a salir. —¿Puedo ir contigo?
Ante la negativa, puse cara de pena y lo volví a pedir.
—He dicho que no. Espérame aquí, no tardo. —¡¿Aquí?! —Bueno, espera fuera, pero no te alejes del coche, ¿eh?
Salimos los dos al unísono. Papá se alejó, con su cartera en la mano, sin despedirse, a paso rápido. Abrió la puerta de un edificio en forma de cubo y desapareció. ¿Quién me diría que esa era la última vez que le iba a ver? Me quedé apoyada en el coche, con las puertas abiertas, pensando en las ganas que tenía de llegar a casa y abrazar a mi unicornio de peluche. Mi padre trabajaba en un lugar antiguo, monótono, sin ningún atractivo para una niña de cinco años. La sede de la Junta de Energía Nuclear no era ninguna maravilla arquitectónica: no contaba con ventanas, y sus paredes, originalmente de color blanco, habían adoptado un tono gris que invitaba a pensar que el lugar llevaba abandonado varios años.
Habían pasado un par de minutos cuando vi las siluetas de tres hombres acercándose al aparcamiento. En un principio, pensé que eran científicos que trabajaban en la Junta. Al observarlos más de cerca, intuí debajo de sus prendas bultos en forma de pistola. Venían hacia el coche, y la valla no supondría ningún problema para ellos.
—¿Papá? —pregunté con voz temblorosa, esperando que mi padre apareciese mágicamente junto a mí.
Cada vez estaban más cerca. Me invadió una sensación de peligro. Si los viese ahora con detalle, sabría distinguir rápidamente sus rasgos: piel morena, pelo negro, bigote copioso; eran africanos, del norte, provenían de Marruecos. Los tres llevaban chaquetas de cuero, parecían un comando militar recién salido del campo de batalla. Uno de ellos, el más alto señalaba en mi dirección.
Debería haber corrido, debería haber abierto la puerta del edificio, haber avisado al guardia de seguridad y haber corrido hacia mi padre. Sin embargo, me paralicé. Cuando comprendí el riesgo que corría, cada uno de mis músculos dejó de funcionar. Miré a mí alrededor: no había nadie que pudiese ayudarme. Desde el interior del edificio no había forma de ver el aparcamiento, y el vigilante dormía plácidamente en su garita.
Los marroquíes llegaron hasta mí, saltaron la valla y me taparon la boca con la mano. Traté de liberarme, pero fue inútil. Intenté gritar, pero ni siquiera era capaz de oír mi propia voz. No podía respirar. Escupí, pero eso solo supuso un gasto de energía. Por mucho que forcejease no tenía opción contra esos hombres.
Entraron en el coche, cuyas puertas ya estaban abiertas, y preguntaron en francés:
—Où sont les plans?
Al parecer, estaban rastreando una carpeta amarilla con unos planos en su interior. Rebuscaron en el interior del coche, debajo de los asientos, en el maletero, y finalmente la encontraron en la guantera. Al abrirla, encontraron en su interior una hoja doblada varias veces. La desplegaron hasta que ocupó el equivalente a ocho folios. En ella había palabras escritas a mano en inglés: «aluminum cones», «core assembly», «vacuum», «arming control», «fast explosive lenses», «electrical detonators».
Aquel día no fui capaz de comprender esas palabras. Hoy me sigo preguntando si realmente las vi o si son fruto de alucinaciones provocadas por el mareo y el estrés del momento. Justo antes de desmayarme, acabé vomitando sobre los pantalones de uno de ellos. Su cara de ira es lo último que recuerdo.
Al despertar, me encontraba en la parte trasera de un camión oscuro, rodeada por dos de mis secuestradores. En ese momento, lo único en lo que podía pensar era en mis padres, mi antigua casa, mi habitación y mi colección de libros de David el Gnomo. No sabía por qué esos hombres me habían encerrado allí con ellos, no sabía dónde estaba ni adónde iba. Solo sabía que no quería estar ahí. Quería volver con papá.
El trayecto fue incómodo: no había ningún asiento, por lo que me quedé encogida en una esquina del camión, con mis piernas entre los brazos. Aún no soy capaz de concebir cuánto tiempo duró el viaje. Puede que solo fueran ocho horas, pero yo sentí que fueron días, incluso semanas. Mientras nos movíamos, mi mente también lo hacía, repasando la última conversación que había tenido con mi padre, todas las acciones insignificantes del día a día que en ese momento dejaba atrás, sin saber qué había por delante.
No pude conciliar el sueño en el camión. En mitad de la noche, llegamos a un lugar similar a un puerto, donde los militares me arrastraron hasta una barca de color azul marino, cuyo tamaño parecía insuficiente para cuatro personas. Sin ninguna luz más allá de un pequeño faro que portaba uno de los secuestradores, partimos hacia África. El viaje fue accidentado. En la oscuridad, el mar se mostraba más agresivo y peligroso que habitualmente. El fuerte oleaje estuvo a punto de volcar la barca varias veces. Al amanecer, llegamos a un pequeño pueblo costero. Los tonos oscuros de la noche se mezclaban con la calidez del sol y se fundían en una mezcla que daba como resultado un cielo naranja y rosáceo. Me dejaron al cuidado de una chica joven, que me acompañó al baño, me dio algo de agua y me llevó a una pequeña habitación para que descansara. Me costó dormir, la cama era incómoda, las sábanas me picaban y, sobre todo, echaba de menos a mi padre. Cuando me desperté, el sol había salido por completo, y la chica aguardaba en una silla junto a mi cama. Verla al despertarme me confirmó que lo que me había pasado no era una pesadilla. Como no sabía si ella intentaría ayudarme o si por lo menos me entendía, le di mi dirección:
—Velázquez, noventa y nueve, segundo.
No hubo respuesta. Por la tarde, otros militares nos recogieron de la habitación y subimos a un coche negro blindado, donde los militares y la chica que había estado conmigo intentaron que me comunicara con ellos, por lo que volví a probar y les dije mi dirección.
—Velázquez, noventa y nueve, segundo.
Ellos seguían sin entenderme. El camino que seguimos nos llevó a atravesar el desierto del Sáhara. Era inmenso, la arena se extendía por todo el horizonte, no había absolutamente nada en kilómetros a la redonda. Las ruedas del coche provocaban una estela de polvo que se extendía detrás de nosotros mientras atravesábamos una carretera de tierra que apenas se distinguía del resto del desierto. Comencé a sentir náuseas por el temblor de los asientos. Había piedras enormes martilleando los bajos del coche, que hacían sonido de tuberías. Una de ellas impactó fuertemente con una rueda, llevando al conductor a perder el control del vehículo, que dio dos vueltas sobre sí mismo. Salimos disparados, y solo podía oír los aullidos de dolor de la chica que había estado cuidándome. Los cristales de una de las ventanillas le habían hecho cortes profundos en un brazo y en el pecho. El conductor quedó atrapado en el asiento delantero. El otro militar se arrastró hasta la chica para ayudarle a detener la hemorragia. Estaba un poco aturdida, el sol me cegaba y vi junto a mí la carpeta amarilla de papá. La cogí en mis manos e instintivamente salí corriendo. Después de una hora corriendo, tratando de desandar el camino que habíamos seguido, me quedé exhausta. La deshidratación proveniente del calor y la falta de energía que tenía por el poco sueño del que había gozado los últimos días me vencieron. Cuando abrí los ojos, muchas horas después, me encontraba en una robusta casa de piedra con olor a té de menta. Me lo trajo hasta mi cama una mujer de piel morena con una bata y un pañuelo azul cubriéndole el pelo. Cuando se acercó a mí, recité de memoria:
—Velázquez, noventa y nueve, segundo.
Tampoco ella me entendía. Quien me había encontrado era un pastor que vivía con su esposa en una casa que, días más tarde, descubrí que estaba a las afueras del pueblo en el que había estado cuando salí del barco. Era un pueblo pequeño con una escuela hecha de adobe. Allí aprendí en silencio todo lo que sé. La mesilla de estudio junto a mi cama siempre guardaba la carpeta amarilla. Pasé años sin volver a abrirla, quizá por miedo a reabrir esos recuerdos del pasado, los cuales había enterrado hacía ya tanto tiempo. Con lo que leí en los libros, con lo que escuché en la radio, con lo que vi en televisión, fui capaz de descifrar lo que significaban aquellos dibujos y nombres de la carpeta amarilla. Eso fue lo que me dejó sin palabras para siempre.
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