Hace cien años, en Alemania, nacía una disciplina que desafiaba el sentido común y que ponía en entredicho el modo en que los físicos y físicas del momento entendían el mundo. Dos científicos eminentes, Erwin Schrödinger y Werner Heisenberg, fueron los primeros que se atrevieron a dotarla de rigurosidad matemática. Independientemente, buscaron un formalismo que pudiera describir los fenómenos de la nueva rama, dando con dos propuestas aparentemente irreconciliables. Tras una acérrima disputa, se evidenció que la incipiente física cuántica había venido para quedarse.
Ha pasado un siglo y qué rápido ha avanzado todo. Un siglo ya, que se dice rápido, pero son cien años de cambios a todos los niveles. Pocos quedarán todavía que estuvieran presentes cuando esos físicos miraron al gran monstruo del momento de frente, amorfo por aquel entonces, y le dieron la forma y el contexto necesarios para enfrentarse a él en igualdad de condiciones.
Y es que la cuántica empezó envuelta de misterio. Probablemente eso sea lo único que se ha mantenido constante hasta nuestros días, aunque el color del misterio y nuestra actitud hacia él sí que hayan evolucionado junto con la teoría. Empezó con una postulación inocente que acarrearía consecuencias enormes: la energía no se emite de manera continua, sino por pequeños paquetes. Estos paquetes, bautizados como cuantos, son la esencia de esa rama de la física que lleva su nombre. Pese a que pueda parecernos una afirmación de poca envergadura, fragmentar algo tan etéreo como la energía parecía inconcebible para los físicos coetáneos del momento.
¿Y qué hay de todo aquello de la superposición, el entrelazamiento y los qubit? Todo eso vendría después, el séquito insospechado de los diminutos cuantos. Consecuencias variopintas muchas veces rechazadas de primeras, el rechazo que todo lo atípico arrastra hasta que uno se acostumbra a ello y se deshace así de su prefijo. Aunque más bien estos fenómenos cuánticos siguen intrigando a todo aquel que se los plantea desde una perspectiva filosófica y no operacional, ya nadie cuestiona su veracidad. La cuántica es una rareza integrada en el imaginario físico.
Así que empezamos con los cuantos, una revolución incomodísima para aquel entonces, tachados de simple entidad matemática por Planck en 1900 cuando los introdujo por primera vez. Luego fueron apareciendo descubrimientos que contradecían su falta de realidad, como el efecto fotoeléctrico de Einstein o el modelo atómico de Bohr. Los cuantos de luz, ahora conocidos como fotones, no parecían imaginarios, sino todo lo contrario. Se iba evidenciando cada vez más la necesidad de una nueva teoría que diera cobijo a todas estas manifestaciones de los cuantos. El formalismo clásico se había estirado como un chicle y ya no daba para más.
Entonces vinieron los valientes que cimentaron la teoría cuántica. Porque hace falta valentía para coger un manojo de fenómenos entendidos a medias, con una comunidad científica todavía impregnada de cierto escepticismo, y buscar un modelo matemático consistente capaz de explicarlos a todos. Valentía y una intuición de lince. Porque nadie aseguraba que ese modelo existiera ni que, incluso existiendo, el camino escogido para desarrollarlo fuese el correcto y no un callejón sin salida.
Me pregunto si fundadores como Heisenberg o Schrödinger tuvieron esas dudas antes de embarcarse en sus respectivos proyectos. ¿Sabían el impacto de sus trabajos mientras los desarrollaban? ¿Eran conscientes que hoy, cien años después, se les rememoraría como aquellos que establecieron los fundamentos de la cuántica? ¿Que serían unos de los pocos científicos que trascienden su disciplina y se escurren hasta rozar la cultura general? ¿O más bien les abrumaba la posibilidad de fracasar, de dedicar un tiempo precioso a una disciplina caprichosa sin obtener nada a cambio?
Heisenberg, con 24 añitos, tenía de su lado la inconsciencia juvenil. A los prejuicios les faltó tiempo para enganchársele, y así pudo encarar la cuántica sin recelos. Hay que ser brillante para desarrollar de cero un formalismo matemático como el suyo, para dar la primera pincelada de rigurosidad en el sentido más estricto a un paisaje tan estrambótico como el que se le planteaba. Ni siquiera era consciente de que sus fórmulas correspondían a matrices, en una época donde estas entidades estaban casi exclusivamente reservadas para las puras matemáticas. Born, su mentor, supo verlo enseguida, y junto con Jordan formaron la escuadrilla perfecta para acabar de rematar la mecánica matricial. Su debut público en 1925 ahora se recuerda como «el paper de los tres hombres», así, con el artículo cual superhéroes. Rigurosas y acertadas, las matrices permitían explicar la cuántica y reproducir sus resultados, pero lejos de euforia la mecánica matricial recibió una acogida tirando a hostil. Pese a que ahora todo estudiante de bachillerato científico está familiarizado con las matrices, a los mejores físicos del momento les parecía algo demasiado rebuscado, poco intuitivo. En realidad, simplemente no estaban acostumbrados a trabajar en esos términos.
A eso se le sumó que poco después apareció una propuesta mucho más convencional. Una ecuación diferencial. Erwin Schrödinger suplía la inocencia de Heisenberg con experiencia, tenacidad y un empeño que le guio hasta su famosísima ecuación. Con ella también se describe el comportamiento de las entidades cuánticas, pero evitando a toda costa el uso de matrices. La suya era una ecuación de onda, parecida a las que derivó Maxwell para describir el campo electromagnético tantos años antes.
Ambas teorías no podían ser más distintas. Las matrices, unas listas de números ordenados que reflejaban una naturaleza discreta. Y, por otro lado, la ecuación de onda, cuyas soluciones variaban de manera continua. Con unas diferencias tan acentuadas, el conflicto era de esperar.
Efectivamente, poco se contuvieron unos y otros para echar pestes sobre el trabajo de su homólogo. Siendo difícil atacar a los formalismos por su vertiente científica (pues las predicciones de ambas eran las esperadas), en los dos casos se aludió a la belleza de los mismos. Sí, las ecuaciones y las teorías, como los cuadros, esconden belleza cuya percepción está también sujeta a cierto grado de subjetividad. Al parecer, las sensibilidades de Heisenberg y Schrödinger eran claramente distintas. A cada cual, más embelesado por su propia creación, aborrecían la propuesta del otro, un poco por convicción y un poco a modo de autoprotección, pues pocas veces dos formalismos tan distintos han logrado coexistir en armonía.
Schrödinger llegó a decir que estaba «asustado, por no decir repelido» por el «álgebra aparentemente muy difícil y trascendental» de la mecánica matricial. Heisenberg, que no se dejaba intimidar, afirmaba: «Cuanto más pienso en la parte física de la teoría de Schrödinger, más horrible la encuentro… La encuentro basura». A pesar de tal pronunciada animadversión, pronto tuvieron que aprender a aceptar la veracidad de la propuesta opuesta. Pues, a diferencia de con el arte, la belleza matemática siempre está supeditada a su funcionalidad. Así que cuando el propio Schrödinger mostró la equivalencia de la mecánica matricial y la mecánica ondulatoria, ambos bandos tuvieron que tragarse su orgullo y aceptar que sus formalismos eran dos caras de la misma moneda.
Y así, quizá sin saberlo, abrieron la caja de pandora. La cuántica había nacido.
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