En lo alto de los Andes, entre terrazas de cultivo que parecen esculpidas por el tiempo, un grupo de campesinos se prepara para partir. No se trata de un éxodo definitivo, ni de abandonar para siempre la tierra heredada de sus abuelos. Es, más bien, un paréntesis. Algunos viajan hacia la costa para trabajar en la agroindustria estacional; otros se desplazan a las ciudades cercanas para emplearse en la construcción, el comercio o el transporte. Semanas, meses, quizá un año. Después, el regreso.
Un estudio publicado en World Development ha documentado cómo esta movilidad laboral temporal está transformando la economía rural del Perú. La lógica es sencilla y, al mismo tiempo, poderosa: quien se desplaza amplía sus fuentes de ingreso, diversifica los riesgos y, sobre todo, no rompe del todo el vínculo con su comunidad de origen. A diferencia de la migración definitiva, que desangra al campo y lo condena a la despoblación, este ir y venir genera una circulación de recursos, ideas y experiencias que fortalecen al colectivo.
La clave, como subraya la investigación, está en la reversibilidad. Se marcha, pero se vuelve. Se invierte en la familia, en la parcela, en la educación de los hijos. El movimiento no es una fuga, sino un puente. Y ese puente se convierte en motor de resiliencia económica y social.
La herida de la España vaciada
Si miramos hacia dentro, hacia nuestras propias geografías, el eco resulta inevitable. En España, la llamada España vaciada lleva décadas enfrentando una herida parecida: pueblos enteros que pierden a sus jóvenes, comarcas que se vacían lentamente hasta convertirse en postales de un pasado detenido.
Las cifras son elocuentes. Provincias como Soria, Teruel, Cuenca o Zamora registran densidades de población inferiores a las de Laponia. En algunos municipios, apenas unos cientos de vecinos resisten el avance del tiempo. El patrón se repite: los jóvenes marchan a la ciudad en busca de trabajo o estudios, y rara vez regresan. Los que se quedan, envejecen. Los servicios se reducen, las escuelas cierran, los centros de salud languidecen. Y así, la espiral se alimenta de sí misma.
Sin embargo, la experiencia peruana abre una ventana distinta: ¿y si el problema no fuera tanto marcharse, sino la imposibilidad de regresar? ¿Y si la solución estuviera en convertir la movilidad en un ciclo, y no en una ruptura?
La clave está en volver
Imaginemos, por un momento, a una joven de la Serranía de Cuenca. Termina sus estudios de formación profesional en una ciudad cercana, consigue un contrato temporal en un sector en auge —quizá en energías renovables, quizá en logística, quizá en turismo— y, al cabo de unos meses, regresa a su pueblo con los ahorros suficientes para mantener a su familia y con nuevas competencias profesionales que puede aplicar desde allí, gracias a una conexión digital robusta.
O pensemos en un agricultor de la provincia de Soria que combina la campaña de la recolección con trabajos de mantenimiento en una empresa de energías limpias, lo que le permite complementar su renta sin abandonar su tierra.
El desafío, claro, es estructural. Para que esa movilidad sea posible se necesitan infraestructuras físicas y digitales: internet de alta velocidad en cada aldea, carreteras que conecten con agilidad las comarcas, transporte público que no condene a quien no tiene coche. Y, sobre todo, un marco de incentivos que fomente contratos flexibles, teletrabajo y modelos de cooperación entre sectores.
Nuevas formas de resiliencia
La pandemia nos dejó una lección insoslayable: el teletrabajo no es una quimera, sino una posibilidad real para miles de empleos. Lo que en 2019 parecía un experimento reservado a unos pocos, en 2020 se convirtió en necesidad global. Y en 2025 sigue siendo una herramienta subutilizada que, bien desplegada, podría ser un aliado formidable contra la despoblación.
Si un ingeniero, un diseñador, un programador o un técnico especializado puede desempeñar su trabajo desde un pueblo de Zamora con la misma solvencia que desde una oficina en Madrid, ¿por qué no favorecer que esa elección se convierta en motor de arraigo?
El ejemplo peruano demuestra que la diversificación de ingresos protege frente a las vulnerabilidades del campo. Del mismo modo, en España, combinar las rentas agrícolas con ingresos externos —sean digitales, turísticos o industriales— podría amortiguar el impacto de la emigración definitiva. Y no se trata solo de dinero: se trata de autoestima colectiva. Quien regresa trae más que un salario. Trae ideas nuevas, perspectivas diferentes, experiencias que enriquecen la vida comunitaria.
El derecho a regresar
Conviene recordar que la España vaciada no es homogénea. Cada comarca tiene sus particularidades, sus potenciales y sus limitaciones. El Pirineo oscila entre el turismo estacional y la gestión forestal; la Alcarria sueña con proyectos de innovación agroalimentaria; el Maestrazgo apuesta por el turismo cultural y patrimonial. En todas ellas, la movilidad temporal podría ser un catalizador. No para reemplazar la vida rural, sino para darle oxígeno.
Durante buena parte del siglo XX, España conoció formas de movilidad estacional semejantes: jornaleros que se desplazaban a la vendimia en Francia, temporeros que iban de una campaña agrícola a otra. Lo que diferencia el presente es la posibilidad de combinar ese movimiento con sectores no agrícolas, con servicios tecnológicos, con la digitalización de la economía. Se trata de reinventar la tradición, no de abandonarla.
Y aquí emerge un concepto clave: el derecho a volver. No basta con abrir oportunidades de salida; es preciso garantizar que el regreso sea viable. Vivienda asequible, acceso a servicios básicos, escuelas, centros de salud, espacios culturales. La movilidad temporal solo funciona si al final del viaje hay un lugar vivo al que regresar. De lo contrario, el movimiento se convierte en expulsión.
Un laboratorio de futuro
Frente al relato fatalista que a menudo acompaña a la España vaciada, conviene recordar que el futuro no está escrito. El campo no tiene por qué ser un lugar condenado a la nostalgia. Puede ser, como en Perú, un espacio de reinvención, donde la movilidad sea una estrategia de resiliencia y no una condena.
Desde esta perspectiva, los pueblos dejan de ser un territorio perdido y se convierten en un laboratorio de innovación social. ¿Qué pasaría si los fondos europeos para la transición ecológica se invirtieran en crear nodos de teletrabajo rural? ¿Qué ocurriría si las universidades impulsaran programas de prácticas en municipios de menos de mil habitantes, de modo que los estudiantes pudieran trabajar temporalmente allí y aportar conocimiento? ¿Y si las empresas tecnológicas encontraran ventajas fiscales por contratar talento que reside en la España vaciada?
Las preguntas abren un horizonte posible. Lo que en Perú ha demostrado ser un motor de mejora, en España podría convertirse en un experimento a gran escala. Y en un contexto mundial tan desolador —guerras, crisis climática, polarización política—, tal vez pocas noticias resulten tan esperanzadoras como pensar que el campo puede renacer no solo como espacio de memoria, sino como espacio de futuro.
Porque el problema nunca fue marcharse. El problema fue no poder volver.
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