La promesa limpia y sus sombras
La energía solar es, sin duda, una de las grandes aliadas frente a la emergencia climática.
La energía solar fotovoltaica suele presentarse como una tecnología incontestable en la lucha contra el cambio climático. Su ciclo de vida completo —desde la extracción de materiales hasta el reciclaje de los módulos— emite apenas una fracción del dióxido de carbono que generan las fuentes fósiles tradicionales. La Agencia Internacional de la Energía calcula que, de media, un kilovatio hora producido con paneles solares emite entre 20 y 40 gramos de CO₂ equivalente, frente a los 400 del gas natural o los más de 800 del carbón. Sobre el papel, la diferencia es abrumadora. Pero cuando el análisis se traslada del nivel global al local, el panorama se matiza y aparecen sombras que no conviene ignorar.
La instalación masiva de campos solares supone una transformación radical del territorio. Donde antes había cultivos, pastizales o monte bajo, se levantan hileras interminables de cristal y acero que modifican la disponibilidad de luz, temperatura y humedad en el suelo. Revisiones recientes publicadas en Frontiers in Environmental Science confirman que bajo los paneles disminuyen de forma drástica tanto la abundancia como la diversidad de polinizadores. Las cifras son elocuentes: caídas superiores al 70 % en la presencia de abejas y mariposas, acompañadas de una reducción cercana al 90 % en las interacciones entre insectos y plantas con flor. Al privar de sol directo y continuidad de hábitat a estos organismos, se rompe una cadena ecológica esencial para el mantenimiento de la biodiversidad y, en última instancia, para la productividad agrícola de los alrededores.
El impacto no se limita a los insectos. En ecosistemas abiertos como las estepas ibéricas, las grandes rapaces y las aves esteparias —avutardas, gangas, sisones— evitan sistemáticamente las áreas cubiertas por placas. Para especies que ya sufren fuertes presiones por la pérdida de hábitat, este desplazamiento equivale a un desalojo encubierto: territorios de caza y reproducción desaparecen bajo el vidrio, obligando a las poblaciones a replegarse hacia zonas cada vez más reducidas. Estudios realizados en Castilla-La Mancha y Aragón advierten que la fragmentación derivada de macroplantas solares puede comprometer la viabilidad de algunas especies a medio plazo.
A ello se suma el efecto sobre la vegetación y el suelo. La sombra permanente altera los ciclos naturales de crecimiento, reduce la evapotranspiración y modifica la microbiota del terreno. En ausencia de una gestión adecuada, las superficies bajo los paneles pueden convertirse en suelos empobrecidos, sin cobertura vegetal estable y con mayor riesgo de erosión. Investigaciones sobre el llamado «efecto isla de calor fotovoltaica» sugieren además que el calor acumulado en torno a los paneles puede incrementar localmente las temperaturas nocturnas, alterando la dinámica de insectos y anfibios sensibles a pequeños cambios térmicos.
No todo son noticias negativas: la investigación también demuestra que, con un diseño consciente, estos impactos pueden mitigarse. La instalación de corredores verdes entre hileras de paneles, la siembra de especies florales autóctonas o el uso de pastoreo extensivo para mantener la cubierta vegetal son estrategias que permiten convertir lo que podría ser un desierto biológico en un mosaico compatible con la vida. Pero esos ejemplos aún son minoritarios. En la práctica, gran parte de las plantas solares en España se han diseñado con criterios puramente técnicos y económicos, dejando en segundo plano la integración ecológica.
Así, lo que se anuncia como símbolo de energía limpia puede convertirse, si se planifica mal, en un territorio empobrecido, donde el sol se transforma en electricidad para ciudades lejanas al precio de un campo silencioso y sin vida.
Lo que se presenta como un campo de energía renovable puede convertirse, si se planifica mal, en un desierto biológico.
La energía solar es, sin duda, una de las grandes aliadas frente a la emergencia climática.
Turismo y paisaje: la cara olvidada
El impacto visual es un aspecto raramente evaluado en las declaraciones de impacto ambiental, pero no por ello menos real. Una ladera cubierta de paneles puede transformar la identidad de un valle o alterar el atractivo turístico de una comarca entera.
En la Serranía de Cuenca asociaciones locales denuncian que las plantas solares compiten con iniciativas de ecoturismo y turismo rural, pilares frágiles pero esenciales de la economía local. Un paisaje ocupado por miles de placas puede disuadir al visitante que busca autenticidad, horizonte abierto y naturaleza preservada. El sol convertido en industria puede expulsar a quienes lo perseguían como experiencia.
Cuando el sol deja de bailar sobre muros de albero y encinares y se refleja en placas fotovoltaicas ordenadas como filas militares, el paisaje deja de ser jardín y se convierte en fábrica. En lugares como Cuenca —una ciudad y provincia emblemática del interior español, reconocida por la Comisión Europea como zona con baja densidad similar a las más despobladas de Suecia o Finlandia— esta transformación pesa especialmente. Aquí, el turismo cultural y rural es uno de los pocos motores económicos en una tierra que ha perdido un tercio de su población en las últimas décadas.
Cuenca lleva años luchando para fijar población y construir proyectos que dinamicen su economía local. Ha cosechado sus primeras notables victorias: en la comarca de La Manchuela la población ha crecido en unos 1.100 habitantes desde el año 2000, gracias al asentamiento de iniciativas tecnológicas y comunitarias. Al mismo tiempo, la Red SSPA —que agrupa a empresas de Cuenca, Soria y Teruel— impulsa con fuerza el mensaje de que estos territorios no son espacios abandonados, sino lugares de oportunidades donde vivir bien. La ONU-Hábitat, por su parte, trabaja en la creación de «agendas urbanas rurales» en cinco comarcas de Castilla-La Mancha, entre ellas la conquense, para fomentar entornos que atraigan y retengan población.
La entrada de grandes instalaciones solares en este contexto puede alterar un camino tan frágil como prometedor. Las placas, además de romper visualmente el paisaje —ese elemento simbólico tan ligado al turismo rural y cultural— tienen efectos sobre la percepción de la autenticidad. El viajero que busca naturaleza intacta, aire limpio y pueblos vivos encuentra, a veces, visiones extrañas: colinas brillando con reflejos metálicos, sin sombra ni tierra, sin ese aura que hace que un lugar cuente una historia. Ese visitante es también consumidor de patrimonio, comercio local, restauración. La alteración del paisaje puede vaciar, de forma silenciosa y lenta, esas economías delicadas.
La verdadera paradoja es que la energía que nace del sol sobre esas tierras escasamente habitadas no siempre vuelve a estimularlas. Cuando en la planificación local se priorizan las cifras de megavatios por kilómetro cuadrado, sin integrar estrategias turísticas, ecológicas y sociales, el resultado puede ser un paisaje despojado que produce kilómetros de cable con poco retorno en el territorio que lo acoge.
El turismo rural, quien lo practica, no busca escapar de la ciudad huyendo hacia una fábrica solar; busca algo distinto: sosiego, historia, arraigo. Cuenca, paradigma de despoblación y esperanza al mismo tiempo, necesita activar su economía, pero también proteger lo que ya atrae vida: su piedra colgada, su sierra monte-adentro, sus rutas botánicas. Antes de instalar una planta solar, hay que preguntarse: ¿despeja o clausura el horizonte? ¿A quién beneficia, qué silencios construye?
El colonialismo energético
La electricidad generada en la España vaciada viaja por las redes de transporte hacia los grandes centros de consumo. Los contratos de compraventa, los PPAs firmados entre multinacionales y promotoras, garantizan energía limpia y barata a las corporaciones, mientras las comunidades anfitrionas reciben apenas ingresos fiscales temporales y empleo concentrado en la fase de construcción.
El resultado es un esquema que muchos investigadores denominan «colonialismo energético»: territorios rurales que soportan los impactos ambientales y paisajísticos, mientras los beneficios se concentran en las urbes o incluso se exportan a otros países.
Las cifras de Red Eléctrica confirman que España es ya exportadora neta en numerosas jornadas, enviando electricidad renovable a Francia o Portugal. El campo español genera un recurso que, en ocasiones, ni siquiera se queda en el país.
Lo que se presenta como un campo de energía renovable puede convertirse, si se planifica mal, en un desierto biológico.
La paradoja rural
El argumento habitual es que las plantas solares revitalizan la economía rural. La realidad, sin embargo, es más compleja. El empleo que generan es escaso y concentrado en la fase inicial. La ocupación de tierras agrarias puede competir con cultivos o usos ganaderos. Y los ingresos municipales, aunque necesarios, no siempre compensan la pérdida de atractivo turístico o el malestar vecinal por la transformación del paisaje.
El territorio que ya sufre despoblación puede ver reforzada su condición periférica: productor de recursos para otros, pero sin capacidad de capturar valor añadido.
El sol convertido en industria puede expulsar a quienes lo perseguían como experiencia.
Alternativas posibles
La literatura científica y las experiencias internacionales coinciden en que hay formas de reducir los conflictos y repartir mejor los beneficios. Una de ellas es la agrivoltaica, donde los paneles se elevan lo suficiente como para permitir que, bajo su sombra, continúen los cultivos o el pastoreo. Este modelo no solo evita la pérdida de suelo productivo, sino que en ciertos casos incluso mejora la eficiencia hídrica de las plantas. También empiezan a despuntar las comunidades energéticas locales, aún incipientes en España, que permiten a pueblos y vecinos compartir la electricidad generada en un radio de hasta dos kilómetros. No se trata ya de producir energía para otros, sino de integrarla en la vida cotidiana de la propia comunidad. Otra vía pasa por priorizar la instalación de placas en espacios ya transformados por la mano humana: cubiertas industriales, aparcamientos, suelos degradados o incluso canales de riego, donde el sol puede aprovecharse sin desfigurar el paisaje. Y, finalmente, la política pública puede desempeñar un papel crucial a través de planes de transición justa que vinculen los permisos de acceso a la red a compromisos claros de inversión en el territorio, creación de empleo estable y participación ciudadana.
El resultado es un esquema que muchos investigadores denominan «colonialismo energético»: territorios rurales que soportan los impactos ambientales y paisajísticos, mientras los beneficios se concentran en las urbes o incluso se exportan a otros países.
El futuro en disputa
La transición energética es inaplazable, pero no neutral. La pregunta no es si debemos desplegar energía solar, sino cómo y dónde hacerlo. Si la España vaciada se convierte en un mero territorio extractivo, el proyecto fracasará en lo social, aunque triunfe en lo técnico.
La ciencia advierte de los riesgos para la biodiversidad. El turismo rural teme perder su atractivo. Y las comunidades locales reclaman un lugar en la mesa de decisiones.
El sol, ese bien común que ilumina por igual, no debería convertirse en un nuevo motivo de desigualdad. La transición justa solo será tal si reparte sus beneficios de forma equitativa, respeta los paisajes y garantiza que la energía del campo no se convierta en privilegio exclusivo de la ciudad.
Bibliografía
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Ejemplos de PPAs corporativos: Amazon–Iberdrola, Mercadona–Iberdrola (información corporativa y prensa económica, 2024–2025).
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Real Decreto 244/2019 y modificaciones posteriores (extensión hasta 2 km).
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IDAE (2023–2025). Guías para comunidades energéticas locales.
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