En el silencio del océano profundo, donde la luz solar se extingue a pocos metros y la presión es capaz de aplastar un submarino, un brazo robótico recoge una pequeña criatura gelatinosa que se retuerce con lentitud. Es rosada, traslúcida, y parece más un pensamiento que un animal. En la pantalla del laboratorio flotante, los científicos enmudecen: nunca habían visto nada igual.
El hallazgo no fue uno, sino decenas. Más de 40 especies desconocidas fueron identificadas en el cañón submarino de Mar del Plata, a más de 300 kilómetros de la costa argentina, durante una expedición de 2025 liderada por investigadores del Instituto Nacional de Investigación y Desarrollo Pesquero (INIDEP) junto a un equipo internacional de exploradores y biólogos marinos.
A bordo del buque Australis, los científicos desplegaron vehículos submarinos no tripulados —ROVs capaces de descender más de 4000 metros— equipados con cámaras de alta resolución, sensores y colectores automatizados. Lo que vieron fue un universo oculto: corales fríos, esponjas de formas imposibles, crustáceos transparentes, estrellas de mar carnívoras y una colección de organismos aún sin nombre.
El planeta interior
El cañón de Mar del Plata es una grieta gigantesca que se abre en el talud continental argentino. Tiene más de 250 kilómetros de longitud y desciende hasta 3000 metros de profundidad. Es, en palabras de los geólogos, una «autopista de sedimentos» que canaliza nutrientes y materia orgánica desde la plataforma hasta el abismo.
Durante décadas, apenas se conocía su geografía. Las aguas turbias, la presión extrema y la falta de tecnología lo convirtieron en un territorio invisible. Ahora, por primera vez, una expedición ha logrado mapearlo en detalle y registrar sus habitantes.
Los investigadores usaron ADN ambiental (eDNA), una técnica que permite identificar especies a partir de trazas genéticas suspendidas en el agua. Así confirmaron la existencia de organismos jamás descritos: medusas del género Crossota, nuevos tipos de crustáceos decápodos, un calamar con aletas lumínicas y varias especies de corales blandos que forman jardines bajo la oscuridad.
Ver sin destruir
La clave del éxito de la expedición fue la observación no invasiva. Los ROV filmaron y recolectaron muestras mínimas, preservando el entorno. Cada nuevo hallazgo fue georreferenciado, fotografiado y conservado a -80 °C para estudios posteriores.
«El fondo marino sigue siendo el mayor territorio desconocido de la Tierra», declaró la bióloga marina Laura Schejter, del CONICET, participante de la misión. «Apenas conocemos un 20 % de lo que vive en el océano profundo, pero lo estamos alterando sin saberlo».
Porque mientras los científicos exploran, la industria pesquera y minera avanza hacia las profundidades. La búsqueda de minerales críticos —níquel, cobalto, tierras raras— está abriendo debates éticos y ecológicos: ¿podemos extraer sin destruir ecosistemas que apenas estamos empezando a entender?
Los jardines invisibles del frío
Los corales de aguas profundas, hallados entre 800 y 1500 metros, son uno de los descubrimientos más valiosos. A diferencia de los arrecifes tropicales, estos no dependen de la luz solar: se alimentan de partículas en suspensión y pueden vivir siglos.
Forman estructuras tridimensionales que sirven de refugio a peces, crustáceos y moluscos. Son, en esencia, bosques submarinos. Pero también son frágiles: una red de arrastre o una perforación puede destruir en minutos lo que tardó siglos en crecer.
En las imágenes del ROV, los corales aparecen como esculturas translúcidas, ramas de cristal que se balancean al compás de corrientes invisibles. Algunos, recubiertos de organismos simbióticos, brillan bajo la luz artificial del robot, como si el fondo del mar devolviera, por fin, la mirada.
ADN del abismo
El uso de ADN ambiental en la expedición marca un salto metodológico. Tradicionalmente, conocer la biodiversidad marina requería capturar especímenes y analizarlos físicamente. Ahora basta con filtrar el agua: cada organismo deja en ella fragmentos microscópicos de su material genético.
Mediante secuenciación masiva, los científicos comparan esas secuencias con bases de datos globales y detectan especies conocidas y desconocidas. Es la biología hecha de huellas. Gracias a este método, el equipo argentino identificó un 30 % de secuencias sin correspondencia previa, una proporción altísima que indica que buena parte de la vida en el cañón sigue siendo anónima.
Esa cifra coincide con estimaciones internacionales: los biólogos marinos calculan que hasta dos tercios de las especies oceánicas permanecen sin describir. El océano, ese espejo azul que cubre el 70 % del planeta, sigue siendo una Tierra incógnita.
El abismo amenazado
Paradójicamente, esta explosión de descubrimientos llega en un momento crítico. El océano profundo, que durante millones de años permaneció al margen de la actividad humana, está empezando a sufrir los efectos del cambio climático y de la explotación.
El calentamiento global altera las corrientes y reduce el oxígeno en las aguas profundas; la contaminación por microplásticos llega ya a los sedimentos del Atlántico Sur; y la minería submarina amenaza con convertirse en el nuevo frente extractivista.
Los científicos insisten: antes de abrir esas puertas, hay que entender qué hay detrás. Explorar no es lo mismo que colonizar. Conocer no implica poseer.
Ciencia y conciencia
El hallazgo de nuevas especies en el cañón de Mar del Plata no es solo una noticia científica: es una llamada de atención. En cada criatura recién descubierta hay siglos de evolución condensados, adaptaciones extremas a la oscuridad y la presión, equilibrios ecológicos que ignoramos.
Como escribió Rachel Carson, pionera de la biología marina: «En el océano, nada vive solo». Cada organismo forma parte de una red de relaciones tan frágil como invisible. Destruir un hábitat profundo es borrar una historia entera antes de haberla leído.
Por eso, el equipo argentino no habla de explotar el mar, sino de revelarlo. Mostrar su diversidad para protegerla. Publicar los datos para que cualquier investigador del mundo pueda estudiar esas secuencias y comprender mejor cómo funciona la vida bajo condiciones extremas.
Un mapa del futuro
El océano profundo es, hoy, lo que fueron las selvas amazónicas en el siglo XIX: un espacio de asombro, frontera y responsabilidad. Cada metro explorado redefine nuestra idea del planeta.
Los robots del Australis regresaron cubiertos de limo, con cámaras repletas de imágenes y un puñado de muestras. Lo que trajeron a la superficie no fue solo biología, sino una revelación: el planeta respira incluso en la oscuridad.
Y mientras los científicos analizaban los datos en tierra, una certeza crecía entre ellos: cada especie nueva es una razón más para no convertir el fondo del mar en otra mina.
El abismo que nos devuelve la mirada
Hay algo profundamente simbólico en explorar lo invisible. La humanidad, que durante siglos miró al cielo en busca de respuestas, ahora desciende hacia su propio interior: el océano, el archivo más antiguo del planeta.
En esas profundidades sin luz, donde la presión equivale al peso de un edificio de veinte plantas sobre cada centímetro cuadrado, la vida florece con formas que rozan lo fantástico. Son criaturas que nunca han visto el sol y, sin embargo, dependen de él a través de las cadenas de energía que descienden desde la superficie.
La expedición argentina nos recuerda que el planeta no se agota en lo que conocemos. Que incluso en el siglo XXI, con satélites y algoritmos, la Tierra guarda secretos. Y que protegerlos quizá sea la forma más pura de exploración.
Para saber más
—First High-Tech Exploration of Argentina’s Mar del Plata Canyon — Schmidt Ocean Institute
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