Mujeres rebeldes. «Sin dioses ni maestros»

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No son pocos los privilegios a los que estamos acostumbrados, muchos de los cuales se derivan de conquistas sociales que tardaron siglos en materializarse. La adquisición de esas nuevas rutinas es una prueba del cambio experimentado; sin embargo, también pueden conducir al olvido, corriéndose el riesgo de, al darlas por hecho, acabar perdiéndolas. Por ello, es necesario mantener vivas esas historias y luchar por recordar aquellas batallas pretéritas para seguir cuestionando la realidad que nos rodea.

TEXTO POR BLANCA SALGADO FUENTES
ARTÍCULOS | MUJERES DE CIENCIA
MUJERES DE CIENCIA | SEXUALIDAD
18 de Agosto de 2023

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En las ideas y en las palabras es donde puede encontrarse el germen de las grandes revoluciones; de ahí que históricamente se haya recurrido a la censura como vía para prevenirlas. El título del presente artículo está tomado del nombre (La mujer rebelde) de una revista que comenzó a publicarse en 1914, gracias a los empeños de la enfermera y escritora estadounidense Margaret H. Sanger (1879-1966). Los objetivos de esta activista eran claros: realizar una maniobra de Heimlich y liberar el cuerpo ¿extraño? que estaba ahogando a la sociedad desde hacía tiempo. En un momento en el que era ilegal hablar sobre temas como los derechos de la mujer, la educación sexual o el control de la natalidad, Sanger puso las cartas sobre la mesa y adoptó el lema «sin dioses ni maestros».

Durante siglos, cuestiones como la maternidad, la sexualidad femenina o la fertilidad, que concernían sobre todo a las mujeres, quedaron al margen de toda discusión, encerradas en recipientes herméticos que impedían cualquier incursión para cambiar el modo de concebirlas. Por supuesto (véase la ironía de nuestra historia), si existía alguna llave para abrir el cofre, esta estaba completamente fuera del alcance de ellas. No sería hasta la década de los sesenta del siglo pasado que un cúmulo de circunstancias propiciaron un gran cambio a este respecto, al permitir separar dos actividades que hasta entonces constituían las caras de una misma moneda: el sexo y la reproducción. Por muy asentadas que pensemos que están estas ideas, las repercusiones de lo acontecido en aquellos años, conocidos como la revolución sexual, siguen arribando a las costas del presente. Lo que cabría preguntarse ahora es: ¿qué ocurrió para que se desmantelaran los cimientos de nuestra concepción de la sexualidad? Aunque no existe una única respuesta a este interrogante, pues fueron muchos los factores implicados, uno de los hitos que permitió esta liberación sexual fue el desarrollo de los primeros anticonceptivos orales. 

Las prácticas para prevenir embarazos existen desde que los seres humanos comenzaron a agruparse, conviviendo con los mitos y el culto a la fertilidad. Si bien la búsqueda de dichos métodos es más antigua de lo que podríamos esperar, el conocimiento necesario para ejercer un control eficaz de la natalidad no llegaría hasta el siglo XX, momento en el que se comprendió cómo funcionaba el aparato reproductor femenino y cómo estaban regulados sus ciclos. La variedad de métodos anticonceptivos es elevada, diferenciándose unos de otros en el fundamento, la eficacia y las posibles incomodidades y efectos secundarios que pueden derivarse de su uso. No obstante, lo que realmente supuso una revolución a finales de la última centuria fue la aparición en escena de los métodos hormonales, es decir, las píldoras anticonceptivas que combinan derivados de las principales hormonas que contralan el ciclo menstrual: la progesterona y los estrógenos. Estas actúan como mensajeros que permiten coordinar los diferentes componentes del aparato reproductor femenino y preparar el cuerpo de la mujer para una posible gestación. Así, el efecto de los anticonceptivos orales es, de algún modo, engañar al organismo y evitar que se produzca uno de los procesos fundamentales para que haya concepción: la ovulación.

Hasta aquí podría parecer que la revolución sexual fue fruto de un hallazgo farmacológico. De hecho, no sería la primera vez en la historia de la ciencia que en un descubrimiento fortuito cambia para siempre el curso de los acontecimientos. Sin embargo, no es este el caso de los anticonceptivos orales, cuyo desarrollo fue encargado al endocrinólogo Gregory G. Pincus por dos feministas comprometidas con la educación sexual de las mujeres y el control de la fertilidad: la filántropa Katherine D. McCormick (1875-1967), quien financió la investigación asesorada por la ya mencionada Margaret Sanger. Sin duda, nuestras vidas serían muy distintas si no fuera por estas dos mujeres rebeldes, con relatos personales tan dispares, que alzaron sus voces contra los dogmas impuestos por unos autoproclamados dioses y maestros.

Naturalmente, el descubrimiento y popularización de las píldoras anticonceptivas no estuvieron exentos de polémica. En su momento, fueron muchos los detractores que apelaban a motivos religiosos y morales que entraban en conflicto con la idea de la contracepción. Hoy en día, a pesar de los enormes avances que han aportado al día a día de las mujeres y en el ámbito de la planificación familiar, el uso de los anticonceptivos orales sigue sujeto a debate. Lo que se cuestiona actualmente no son las motivaciones o el propósito de las usuarias, sino si la decisión es realmente libre o si es consecuencia de las mismas presiones ancestrales ejercidas en sentido opuesto. A este respecto, debemos tener presente que no existe un método anticonceptivo ideal, presentando cada uno de ellos ventajas e inconvenientes. Las píldoras anticonceptivas son las más populares, debido a su comodidad y su elevada eficacia, pero su consumo también puede dar lugar a efectos secundarios. Si bien estas han traído enormes beneficios, usándose incluso con fines terapéuticos, y los estudios relacionados con los riesgos de tomar anticonceptivos orales no son concluyentes; las usuarias deberían ser conscientes de que las píldoras no son inocuas. Todos los avances técnicos, especialmente los que involucran la salud de las personas, no solo deberían trasladarse al público mediante una mayor accesibilidad del producto, sino también a través de la difusión de conocimiento en relación con el mismo. Dicho de otra forma, es necesario educar para que las decisiones de los individuos sean informadas y, por tanto, verdaderamente libres.

Los efectos secundarios descritos para los anticonceptivos orales son muy variados, lo que no es de extrañar teniendo en cuenta la gran cantidad de funciones que desempeñan las hormonas sexuales en el organismo, incluso en el sistema nervioso. No obstante, no existen todavía las pruebas necesarias para apoyar estas observaciones, siendo muchos de los resultados recabados hasta el momento contradictorios entre sí. Aunque no se ha confirmado ninguna asociación entre el uso de estos anticonceptivos y el desarrollo de determinadas patologías, sí que existen algunas recomendaciones que permiten adaptar la gran variedad de combinaciones disponibles al perfil de cada paciente, según sus antecedentes clínicos y factores de riesgo.

Por otro lado, deberíamos cuestionarnos si el peso del embarazo o su prevención, más allá de los eventos biológicamente condicionados, debería seguir cayendo, principalmente, sobre los hombros de las mujeres. Los anticonceptivos supusieron una revolución en tanto que les permitieron decidir si ser o no madres, cuándo y con quién; pero, quizás, una auténtica liberación no pueda venir únicamente de la mano de la farmacología. En este sentido, debemos seguir aprendiendo y educando sobre nuestra sexualidad, incentivar el desarrollo de métodos anticonceptivos alternativos que reduzcan el coste para las mujeres y, por supuesto, seguir insistiendo en una lucha que, aunque a veces no lo creamos, es tan antigua como la propia humanidad. Solo así podrá suceder (como dice la canción) la verdadera Revolución Sexual.

«Aspiro, señores, a que conozcáis que la mujer tiene un destino propio; que sus primeros deberes naturales son para consigo misma, no relativos y dependientes de la entidad moral de la familia que en su día podrá constituir o no constituir; que su felicidad y dignidad personal tienen que ser el fin esencial de su cultura, y que, por consecuencia de ese modo de ser de la mujer, está investida del mismo derecho a la educación que el hombre».
Emilia Pardo Bazán (1892)

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