Érase una vez en Atapuerca ...

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Heidelberg era un niño que vivía en una cueva enclavada en una hermosa sierra burgalesa, donde sus abuelos habían emigrado desde Alemania. Tras un largo peregrinar habían encontrado un buen lugar donde vivir. En aquella zona, numerosas familias encontraron grandes cuevas llenas de bonitas estalactitas en las que refugiarse. Muy cerca también había un río de donde extraer el agua necesaria para el desarrollo de sus actividades diarias. Aquel era el lugar perfecto, había agua y comida suficiente para pasar una larga temporada. 

TEXTO POR ROCÍO MORENO RODRÍGUEZ
ILUSTRADO POR ANDREA SANZ
KIDS
CUENTO
8 de Junio de 2015

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Heidelberg se divertía saliendo todos los días a cazar. Sus padres y abuelos le habían enseñado bien cuáles eran las mejores técnicas y herramientas para la caza. Aunque su talento era evidente, todavía le quedaban detalles por aprender. En poco tiempo y a pesar de su corta edad, Heidelberg se convirtió en uno de los mejores cazadores del grupo. El día que la caza daba buenos resultados, Heidelberg regresaba orgulloso luciendo las piezas que había conseguido abatir. Aquello se le daba bien y todos agradecían su indudable destreza.

Como al resto de niños de su grupo, también le gustaba jugar a lanzar piedras y correr tras pequeños roedores que habitaban el interior de las cuevas, pero nada le divertía tanto como la caza de grandes herbívoros.

Su mejor amigo era Elvis, y no precisamente por ser compañero de cacería. Elvis había nacido con una malformación en una de sus vértebras que le impedía realizar las tareas que el resto de los niños de su edad llevaban a cabo. Desde muy pequeño Heidelberg fue consciente de la minusvalía que Elvis padecía, así que de manera instintiva le protegió desde un primer momento. Cuando volvía después de un largo día de caza, siempre le ofrecía a su amigo buena parte del botín. Elvis se lo agradecía regalándole alguno de los bifaces que su familia fabricaba, y utilizaban para cortar la carne y la piel de los animales. La familia de Elvis era conocida por su gran habilidad en la fabricación de estos valiosos instrumentos.

Cuando Heidelberg se hizo mayor se convirtió en un adulto fuerte y corpulento, y como era de esperar también en el cazador más admirado. Siguió ocupándose del cuidado y alimentación de su amigo Elvis, que a causa de los fuertes dolores que su enfermedad le provocaba, se había visto obligado a emplear un bastón para poder caminar.

Elvis siempre tuvo gran curiosidad por saber qué es lo que ocurría durante las largas horas que su amigo permanecía lejos de la cueva, así que con la ayuda de palos, piedras y hojas de los árboles, Heidelberg dibujaba en el suelo lo que ocurría cada vez que salía a cazar. Cada vez que ambos amigos se reunían, los más pequeños se acercaban para contemplar maravillados todo lo que Heidelberg ingeniaba para atrapar grandes animales. Sin querer se había convertido en una pieza clave para el grupo. Elvis seguía agradeciendo este gesto de su amigo con los mejores instrumentos líticos que ahora él mismo fabricaba.

A pesar de sus grandes dotes de cazador no siempre conseguía regresar con alimento. A veces esta actividad se tornaba complicada y peligrosa, llegando en muchas ocasiones a sufrir fracturas en sus huesos que con el tiempo lograban curarse. Un día, mientras trataba de acorralar a una de sus presas, sufrió una caída que le produjo una fractura en el lado izquierdo de su rostro. Este desafortunado accidente no impidió que Heidelberg siguiera saliendo a cazar cada día para seguir alimentando a los habitantes de aquellas cuevas. La inoportuna caída también había provocado la fractura de uno de sus dientes. Una de las herramientas que empleaban para curtir las pieles de animales eran precisamente los dientes, por lo que una grave infección no tardó en adueñarse de su boca. Esta situación impedía que se alimentara con normalidad, así que Heidelberg comenzó a debilitarse. Poco tiempo después dejó de tener la fuerza necesaria para salir en busca de alimento. Con gran pesar se despidió de su mayor afición.

En aquel momento, Elvis vio ante sí la oportunidad de devolverle a su amigo todo el cuidado y atención que hasta entonces le había dedicado. Heidelberg apenas tenía fuerzas para tenerse en pie, así que Elvis, acompañado de su inseparable bastón, era el que se ocupaba de visitar a su amigo cada mañana para prestarle el cuidado que necesitaba. Ahora era Elvis el que narraba a su amigo todo cuanto ocurría más allá de las paredes rocosas de la cueva.

Heidelberg finalizó sus días en la misma cueva que, 35 años antes, le había visto nacer. En señal de agradecimiento y como símbolo de amistad, Elvis depositó a su lado un bifaz que había heredado de su abuelo. Se trataba de una pieza única que sus antepasados habían ido legando de una generación a otra. Elvis no tuvo descendencia, así que pensó que el mejor guardián de aquella pieza, a partir de aquel instante, sería su amigo. Cuando salió de la cueva hizo que la sellaran, y decidió trasladarse a una cueva cercana. Fue hace ya mucho tiempo, pero entonces Elvis no se equivocaba. Gracias a aquellos acontecimientos, hoy hemos conocido esta historia que hace 500 000 años quedó escrita en los sedimentos de la sierra de Atapuerca. 

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