Jocelyn Bell era una niña que soñaba con ser científica. Estaba tan segura de ello que hasta ya tenía una rama favorita:
«Quiero ser astrofísica», le soltó un día a una boquiabierta vecina que le había preguntado qué quería ser de mayor. Su respuesta, interpretada como una ocurrencia infantil, reflejaba lo clara que tenía su vocación. Era 1953 y, en aquella época, el padre de Jocelyn era el arquitecto de las obras de ampliación del observatorio de Armagh, a escasos veinte minutos de su casa en Lurgan (Irlanda del Norte). Jocelyn devoraba los libros de astronomía que traía a casa su padre para preparar la obra y frecuentemente visitaba el observatorio para hacer preguntas a los astrónomos, que se deshacían en atenciones a la pequeña, como cada vez que un niño aparece en el trabajo de sus padres.
Cuando tenía once años, el sueño de Jocelyn casi se va al traste al suspender el examen 11+, la reválida del sistema educativo británico. Para una chica, no pasar la prueba significaba por aquel entonces tener que dejar los estudios y aprender una profesión de las consideradas femeninas: peluquera, secretaria, recepcionista, etc. Afortunadamente, los padres de Jocelyn optaron por inscribirla en un internado inglés para que pudiera continuar sus estudios; no obstante, como aún era pequeña, consiguieron que el instituto de educación secundaria de Lurgan admitiera a Jocelyn un par de cursos antes de enviarla sola a otra isla.
La primera semana en el instituto, después del almuerzo, el jefe de estudios entró en la clase de Jocelyn y ordenó a los alumnos separarse por sexo. Jocelyn sacó de su mochila una bolsa con la ropa de deporte pensando que tocaba gimnasia, pero el jefe de estudios le increpó:
—Señorita Bell, devuelva la bolsa a su taquilla. Ahora tiene clase de ciencias.
Y dirigiéndose al resto de la clase dijo:
—¡Vamos, dense prisa! Los chicos diríjanse al laboratorio para la clase de ciencias y las chicas al aula de ciencias domésticas.
Jocelyn le explicó al jefe de estudios que ella quería ir al laboratorio, pero este se negó a escucharla alegando que eran las normas de la escuela. Más tarde, mientras la profesora explicaba para qué servían los diferentes utensilios de cocina, Jocelyn y dos compañeras que también querían cambiarse acordaron hablar con sus padres para que se quejaran al director. Por suerte, el padre de una de las chicas era un médico muy influyente en Lurgan y con solo una llamada consiguió que las tres amigas pudieran asistir a las clases de ciencias naturales. Eso sí: el profesor, molesto por su presencia en el laboratorio, las sentó en la primera fila para tenerlas controladas y que no crearan problemas.
Tras dos años sacando las mejores notas de su clase —también en ciencias naturales—, los padres de Jocelyn la llevaron a York, en el norte de Inglaterra, para estudiar en el internado femenino Mount School. Allí, la asignatura de ciencias la impartía un profesor mayor llamado Henry Tillott. A pesar de que sus movimientos estaban muy limitados por una fuerte artritis, este docente era el favorito de todas las alumnas por su carácter extraordinario y sus conocimientos enciclopédicos. El señor Tillott rápidamente se dio cuenta de la pasión por la ciencia de Jocelyn y para motivarla más cada semana la desafiaba con nuevos proyectos. También permitía que Jocelyn pasara su tiempo libre en laboratorio haciendo experimentos por su cuenta. Él fue quien le dio un consejo que Jocelyn recordaría siempre:
«La física no es complicada. No consiste en tener que memorizar montones de datos. Al contrario, solo tienes que aprender unos pocos conceptos fundamentales con los que luego puedes construir todo lo que necesites».
La experiencia con un profesor como el señor Tillott reafirmó la vocación científica de Jocelyn y tras graduarse con honores en el Mount School, decidió estudiar física en una de las mejores universidades del Reino Unido, la Universidad de Glasgow. Allí era la única chica de su promoción y eso hizo todo un poco más complicado. Por un lado, sus compañeros la menospreciaban y, siguiendo la tradición que existía por aquel entonces con todas las mujeres, cada vez que entraba en clase empezaban a patalear y a silbar. Por otro lado, se tenía que enfrentar a la pasividad de los profesores y a la incomprensión de sus compañeras de residencia y amigas que, aspirando tan solo al matrimonio, la animaban a cambiarse de carrera. Con el tiempo, Jocelyn aprendió a no ruborizarse con los jaleos que organizaban sus compañeros de clase —un sonrojo solo conseguía aumentar el ruido que hacían— y su expediente se llenó de buenas calificaciones. Con estas notas, Jocelyn consiguió una beca de doctorado del Ministerio de Educación de Irlanda del Norte que le daba libertad para elegir tema y lugar donde realizar su tesis. El tema lo tenía claro, quería hacer su trabajo en el campo de la radioastronomía, una rama relativamente nueva que permitía observar objetos más lejanos y, por lo tanto, más antiguos que la astronomía tradicional y ¡además se podía investigar de día! Conseguir un lugar para llevar a cabo su tesis fue más complicado. Jocelyn solicitó trabajar en el radiotelescopio Jodrell Bank de la Universidad de Mánchester, donde había hecho sus prácticas durante la carrera —se pasó un verano entero haciendo lo que hacían todos los estudiantes en prácticas de aquella época: calcular logaritmos para ahorrar tiempo de computación a los ordenadores de la universidad— pero fue rechazada porque el director del observatorio, Sir Bernard Lovell, había prohibido seleccionar más mujeres, después de haber tenido una mala experiencia con una estudiante de doctorado.
Tras el rechazo de la Universidad de Mánchester, Jocelyn escribió a otros grupos que se dedicaban a la radioastronomía en varias universidades de Australia y también al Observatorio Radioastronómico Mullard, perteneciente al famoso laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge. Al final, cuando ya casi tenía preparadas las maletas para viajar al otro lado del mundo llegó una carta de Cambridge que confirmaba su admisión. El hecho de tener recursos económicos propios debió de contribuir, pues entonces entrar en Cambridge siendo mujer e irlandesa era muy complicado.
Cuando llegó a Cambridge, en julio de 1965, le dejaron elegir entre todos los proyectos que se estaban haciendo en el observatorio salvo uno, que consideraron que no sería adecuado para ella porque tendría que estar cargando material muy pesado a diario. Jocelyn escogió trabajar bajo la supervisión del Dr. Tony Hewish, un investigador que trataba de entender por qué algunas señales de radio procedentes de objetos lejanos cambian de forma rápida e intermitente. El proyecto de tesis doctoral consistía en construir un nuevo tipo de radiotelescopio mucho más sensible que los que había en aquel momento para caracterizar en detalle esas señales y así obtener información que permitiera entender mejor cómo había evolucionado el cosmos.
«Vamos a abrir una nueva ventana al universo, Jocelyn, y tú vas a ser la primera persona que mire por ella— le dijo Tony en la primera reunión».
Su diseño para el nuevo telescopio estaba basado en la idea del catedrático y director del observatorio, Martin Ryle, que consistía en utilizar cientos de largos cables metálicos en serie a modo de antenas de radio en lugar de una gigantesca antena parabólica. A diferencia de estas, cuya eficacia depende del tamaño del plato —cuanto más abarque, mejor—, el telescopio de Tony combinaría todas las señales captadas por cada una de las antenas; de esta forma, las intensidades de las señales procedentes de una misma fuente se sumarían, mientras que el ruido, al ser aleatorio, se cancelaría.
En el Reino Unido, un estudiante dispone habitualmente de tres años para realizar su tesis doctoral. Jocelyn dedicó los dos primeros a construir su radiotelescopio en un prado junto al Observatorio Mullard, a ocho kilómetros de la ciudad de Cambridge. Allí, cada día, armada con una maza, unos alicates y un par de destornilladores, Jocelyn hincaba en el suelo postes de madera de los que luego, con unos ganchos, colgaba los cables que actuarían de antena. Todo sin importar las condiciones climatológicas, que en algunas épocas del año eran particularmente duras en Inglaterra. Además de construir su telescopio, Jocelyn tenía que asistir a los cursos de doctorado de su departamento y dedicar mucho tiempo a estudiar. No es de extrañar que cuando llegaba el fin de semana Jocelyn rechazara todas las ofertas para salir a caminar por el campo que le hacía un muchacho con el que había empezado a salir.
Tony dio por terminado el telescopio cuando este se componía de 190 kilómetros de cables distribuidos en líneas perpendiculares de 450 metros de longitud que ocupaban una superficie de casi dos hectáreas. A diferencia de los radiotelescopios de plato, el telescopio de Tony Hewish no se podía orientar en una dirección concreta, sino que iba barriendo el firmamento según rotaba la Tierra. La intensidad de la señal de radio en cada momento se recogía con una registradora de pluma que generaba 29 metros de papel cuadriculado cada 24 horas. Jocelyn recogía los rollos a diario y se los llevaba al ático del laboratorio Cavendish en Cambridge donde los podía desplegar enteros y estudiar tumbada en el suelo. Su misión consistía en escudriñar los registros en búsqueda de cuásares —objetos celestes que emiten ondas de radio, descubiertos pocos años antes— y en descartar las interferencias provocadas por estaciones de radio piratas, emisoras de la policía o electrodomésticos de casas cercanas porque el radiotelescopio estaba sintonizado a una frecuencia de 81,5 MHz, que es muy común.
Un mes después de haber empezado a utilizar el radiotelescopio, Jocelyn estaba analizando 120 metros de registros que se le habían acumulado tras el fin de semana cuando observó una pequeña señal de unos 5 milímetros de ancho que tenía una forma que no había visto con anterioridad. No se parecía a la señal de un cuásar ni tampoco al ruido provocado por interferencias, así que la señaló con su rotulador rojo y continuó con su análisis. Un mes más tarde volvió a observar un dibujo igual en sus registros que, al compararlo con la primera señal que había guardado en su cuaderno observaciones, comprobó que las dos habían aparecido en el mismo lugar del firmamento. Jocelyn bajó desde el ático al despacho de Tony para consultarle y este le dijo que debía de ser una interferencia tras comprobar en los registros que la señal no había aparecido siempre que el radiotelescopio apuntaba en esa dirección. Pero Jocelyn estaba convencida de haber descubierto algo muy importante.
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