Lucía
Siempre había querido sentarme a escribir esto. Era mi sueño desde la meiosis. Quería que todo el mundo conociera mi historia, nuestra historia. Pero claro, siendo una célula haploide, con un solo juego de cromosomas, escribir no es algo baladí. Tampoco ayuda no tener extremidades. Antes tenía mi flagelo, ahora ya no. Pero da igual, tampoco servía para escribir, solo era útil para nadar. No me miréis tan raro, no todo el mundo puede permitirse el lujo de ser pluricelular. Sí, soy un espermatozoide, ¿qué pasa? ¿No tengo derecho a participar? Eso es discriminación. O no, qué sé yo. Al fin y al cabo apenas he viajado. Solo aquella vez.
1 de Septiembre de 2016
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Yo vivía en un cómodo testículo, con un montón de amigos. Como los espermatozoides somos gente VIC (Very Important Cell), teníamos el testículo climatizado un par de grados por debajo de la temperatura corporal. Esto tiene su explicación: nos encargamos de transportar la información genética (el ADN) y el calor podría estropearlo. Ahí pasábamos los días. Casi siempre llegaba gente nueva desde los túbulos, así que rara vez nos aburríamos. También había días en los que perdíamos a algunos compañeros. A mí ya me habían hablado de eso, eran simulacros. Teníamos que estar preparados para la gran carrera.
A decir verdad, los simulacros me daban mucho miedo. Nunca había vuelto nadie al testículo después de uno. Yo había oído muchas leyendas, claro, pero no terminaba de creerme ninguna. Eran historias sin sentido: que si nadabas con todas tus fuerzas para toparte de sopetón con una pared impenetrable de látex, que si te sentías perdido entre fibras de papel sin saber muy bien adónde ir… patrañas. Los simulacros tenían que parecerse más a la gran carrera. Somos células VIC, células valiosas. No puede ser que se nos desperdicie así como así.
Sobre la gran carrera también había oído toda suerte de historias, a cuál más increíble. Unos te decían que era una sensación única, otros que tus mitocondrias no daban abasto moviendo el flagelo. Había quien incluso rumoreaba que al llegar a la meta te decapitaban… Por desgracia, comprobé en mis propias carnes que todas esas historias eran ciertas. Qué lástima que no pueda volver para explicarles a mis amigos que, pese a todo, el sacrificio merece la pena. Que el premio de la gran carrera es la vida y que, gracias (en parte) al ADN que transportamos, nace una nueva criatura.
Recuerdo perfectamente cómo ocurrió todo. Al principio, la sensación era algo extraña. Sentí como un cosquilleo y me dieron unas ganas locas de salir nadando, de comerme el mundo. Era como si me hubiera dopado. Y en cierto modo así era: sin yo saberlo, iba hasta las cejas de oxitocina y glucocorticoides. Me sentí listo para ganar. Pero, al mismo tiempo, tenía mis dudas. Nadie me había preparado para lo que venía después. ¡Y menuda aventura! Todo el mundo piensa que gana el espermatozoide más rápido pero —en realidad— es muchísimo más complejo.
En fin, que me disperso. La cosa es que empecé a nadar a toda pastilla sin saber muy bien hacia dónde me dirigía, como en un triatlón. Había tanta, tantísima gente participando en aquella carrera que no estaba seguro de estar yendo en la dirección correcta. Tuve que fiarme de mi instinto. Me llevé hostias como panes, mis amigos de toda la vida de pronto se habían vuelto mis rivales. Y al parecer, todo valía. Ni fair play ni leches. Muchos se iban chocando con todo el que se le cruzaba por delante. También había algún tramposo por ahí con dos o incluso tres flagelos. Locurón.
De pronto entré en un sitio un poco hostil. Raro. El pH ahí era ácido de narices, me escocía todo. Esta zona estaba muy mal señalizada, así que me tocó empezar a explorar un poco. Noté un olor como a flores, una mezcla de rosas y lirios. Algún listillo iba diciendo por ahí que olía a burgeonal, como si supiera lo que es eso. El olor me gustaba. Y por alguna extraña razón, a mi flagelo también. Noté como un chute de calcio empezó a mover todas mis proteínas G y mi colita empezó a girar como la de un perro mientras le acaricias la tripa. El burgeonal, o lo que fuera ese olor, parecía guiarme. Y lo hacía en dirección a una zona un poco turbulenta.
Ahí, por fin, vi un cartel: «Cérvix», decía. ¿Qué narices es eso? ¿En qué idioma está?, me pregunté. Parecía un túnel y se estaba abriendo y cerrando continuamente. Las contracciones eran las culpables de todo el zarandeo. Nada más pasabas la cérvix todo estaba mucho más tranquilo. ¡Dónde va a parar! Aquí había mucha menos gente. Me encontré con un amigo, habíamos sido vecinos en el testículo. Él, siempre tan optimista, sin decirme ni hola ni nada me suelta: «Ey, mira, ahí hay un montón de cadáveres». Zasca. Era muy duro, pero era verdad. Esta zona estaba menos concurrida pero las paredes estaban llenas de cadáveres. Espermatozoides como nosotros que habían muerto agotados. Quizás durante su viaje las turbulencias habían sido más fuertes y se habían estrellado.
Conforme estaba hablando con mi amigo empecé a sentir un frío gélido. Vale que el calor no le vaya bien a nuestro preciado ADN, pero esto era insoportable. Mucho más frío que en casa. Había que buscar una zona más calentita. ¿Cómo se llamaba el sitio ese? Me sonaba mucho de las historias que me habían contado de pequeño, pero no conseguía acordarme. Justo entonces pasaron dos compañeros agitando su flagelo y gritando: «¡El último que llegue a las trompas es estéril!» ¡Eso es!, pensé. ¡Las trompas de Falopio! Siempre me había hecho gracia ese nombre, ¿quién narices sería Falopio? Yo siempre me lo imaginaba como un apuesto señor del Renacimiento italiano. A saber.
Seguí a mis dos compañeros (sin acercarme mucho, no quería que me vieran) y llegué a las famosas trompas. Por suerte, aquí se estaba mucho mejor. Pero la calma duró muy poco. De nuevo empezó a oler a algo raro que hacía que mi flagelo diera vueltas como un ventilador en Algeciras en agosto. Esta vez no eran flores, era otra cosa. Tenía que ser algo más fuerte, porque parecíamos los ciclistas del tour de Francia a tope de esteroides. ¡Eso, esteroides! Igual era progesterona, la hormona que utilizan los óvulos para darnos fuerzas en el sprint final. Esto solo podía significar una cosa: ya estábamos cerquita.
¡Así era! Veía el óvulo al fondo, era como una esfera gigante, treinta veces más grande que mi cabeza. Nadé todo lo rápido que podía, quería llegar el primero, quería ganar... pero allí ya había una multitud. Eso no me desanimó: choqué con la pared del óvulo. Era mucho más dura de lo que la había imaginado, no iba a ser fácil atravesarla. Empujé, empujé con todas mis fuerzas, moviendo mi flagelo de aquí para allá. Por suerte, se notaba que mis compañeros llevaban ya un rato intentando abrirse camino. Yo también utilicé todas mis reservas de hialuronasas para destruir la protección exterior del óvulo, y lo conseguí. ¡Había entrado en la zona pelúcida! Noté cientos de glicoproteínas, el dulce sabor de la victoria. El óvulo y yo éramos uno. Nuestras membranas se fusionaron. Dejé atrás mi flagelo y mis mitocondrias y entregué mi mensaje: mi medio genoma, mi ADN.
Se vio un destello de zinc alrededor del óvulo. No había visto un espectáculo comparable a ese. Fue como una aurora boreal.
Y he aquí mi aventura. Ahora poco queda de mí. Tan solo mis cromosomas, que ya se están emparejando con los del óvulo para empezar una nueva historia. Nuestra historia.
Y será una historia aún más bonita. Porque de esta unión, de este cóctel de ácidos nucleicos y hormonas, de este joven cigoto nacerá, dentro de nueve meses, Lucía.
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